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Nemesio Fernández-Cuesta

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El filósofo y la periodista

Gestionan la pandemia, en España y en Madrid, dos personas sin experiencia en ninguna actividad pública o privada que pudiera parecerse a las responsabilidades que les han sido encomendadas

Foto: El ministro de Sanidad, Salvador Illa. (EFE)
El ministro de Sanidad, Salvador Illa. (EFE)

Nuestra clase política, henchida de endogamia y sobrada de nombramientos a dedo, ha designado como gestores públicos de la mayor crisis sanitaria de la que tenemos recuerdo, en España y en Madrid, a dos personas que no tenían experiencia de gestión de ninguna actividad pública o privada que pudiera remotamente parecerse a las responsabilidades que les han sido encomendadas. Hoy, desde posiciones enfrentadas, pontifican sobre lo que debe o no debe hacerse para atajar la segunda ola de una epidemia que va a dejar en los huesos nuestra frágil economía después de arrasar, de nuevo, nuestro sistema sanitario.

Ambas partes son merecedoras de nuestra más profunda desconfianza. En la primera fase de la pandemia, el Ministerio de Sanidad argumentaba que sus decisiones se basaban en un comité de expertos que al final resultó inexistente. Sus declaraciones públicas eran interesadas, cuando no claramente sesgadas a favor de sus intereses políticos. No ha sido capaz de poner en pie una estadística fiable, probablemente porque no tenía el más mínimo interés.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE) Opinión
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El ministerio pasó de un mando único sin capacidad real de ejercerlo a transferir la responsabilidad total de la gestión a unas comunidades a las que les faltaban instrumentos legales y capacidad coactiva para imponer las restricciones que la lucha contra el virus exigía. El Gobierno se negó a establecer criterios transparentes y homogéneos para los cambios de fase en la desescalada por la inmediatez de las elecciones vascas y por su sempiterna negociación con el independentismo catalán. Todo se decidiría según conviniera en cada caso. El criterio sanitario quedó sometido a la coyuntura política.

Sanidad pasó de un mando único sin capacidad real a transferir la responsabilidad a unas CCAA a las que les faltaban instrumentos legales y capacidad

La desescalada acabó con la mitad de España saltándose una o más de las fases programadas ante el apresurado final del estado de alarma, motivado no por criterios sanitarios sino por la incomodidad de sumar mayorías parlamentarias cada 15 días.

placeholder La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. (EFE)
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. (EFE)

La Comunidad de Madrid no ha sido capaz de poner en marcha una estructura de rastreadores que posibilitaran atajar los brotes de contagio en un momento temprano. No se han contratado los rastreadores necesarios, no se ha diseñado un sistema de seguimiento de contagiados y sus contactos, ni se ha organizado la estructura que permitiera hacerlo de forma efectiva a las personas que debían confinarse. Hace una semana, Ayuso declaró que Madrid iba a llegar —sin precisión temporal— a los 1.000 rastreadores. Irlanda, con una población inferior a los cinco millones de habitantes —la Comunidad de Madrid tiene 6,6 millones—, tiene 1.500 rastreadores. No se reforzaron las estructuras de Atención Primaria, ni siquiera para descargar al personal sanitario de tareas burocráticas ante la previsión de una segunda oleada del virus, que se esperaba para octubre. Tampoco se tomaron medidas más restrictivas que limitaran los contactos sociales a la vista de lo que en el mes de julio ocurría en Cataluña y Aragón. El resultado es conocido: Madrid es el área urbana con mayor tasa de contagios de Europa.

Foto: Emilio Bouza. (EFE)

Como ambas partes pueden presumir de grandes éxitos en su gestión, nos han obligado a asistir, en primera fila, a la representación de todo lo que los políticos no deberían hacer en una situación como la que vivimos. Hace 10 días, un lunes, se reúnen, con ridícula alharaca de banderas, libros de firmas, fotos y discursos, el presidente del Gobierno y la presidenta de la Comunidad de Madrid para acordar, después de seis meses de pandemia, la creación de un comité de coordinación. Se nombra portavoz único del citado comité a un prestigioso científico.

Las medidas de restricción de movilidad en determinadas zonas de salud y municipios de la Comunidad de Madrid se adoptaron al día siguiente y contaron con el beneplácito inicial del Ministerio. El miércoles, se produjeron las declaraciones de Pablo Iglesias, en las que acusaba a Ayuso de “criminalizar la pobreza”, por coincidir las zonas de movilidad restringida con los distritos de menor renta per cápita de la capital. El jueves, debió producirse el habitual almuerzo de coordinación entre Iglesias y Sánchez.

El viernes, el ministro Illa contraprograma la rueda de prensa de las autoridades sanitarias madrileñas y exige que las restricciones afecten a todo Madrid. Pide a la Comunidad que haga caso del conocimiento científico —es de suponer que el de su inexistente Comité ministerial— y reclama que las restricciones se apliquen en función de una ratio de 500 contagios por cada 100.000 habitantes, en lugar de los 1.000 contagios utilizados como indicador por la Comunidad. Un buen ejemplo para ilustrar la conveniencia de haber dispuesto de criterios preestablecidos y comunes a la hora de aplicar restricciones a la población. El científico portavoz único del Comité de Coordinación dimite a los dos días de haber aceptado su nombramiento. El que sabe se va.

Ambos gobiernos podrían, en lugar de dedicarse a la trifulca política, haber acordado gratificar al personal sanitario

Ambos gobiernos, cada uno en el ámbito de sus competencias, podrían, en lugar de dedicarse a la trifulca política, haber acordado gratificar al personal sanitario que con riesgo de su salud y la de su familia afrontaron en primera línea el embate del virus. Podrían haber acordado prorrogar de forma automática por uno o dos años los contratos de los médicos residentes que han acabado en junio su formación. Podrían haberse ocupado de mejorar la retribución y las condiciones de trabajo, en especial de reducir la precariedad laboral, de todo el personal sanitario de Atención Primaria. A nadie sensato se le ocurre afrontar la segunda oleada del virus sin que el personal de primera línea reciba al menos una prueba evidente de reconocimiento de su trabajo y dedicación.

El filósofo, la periodista y los gobiernos de los que forman parte o presiden, junto con otros gobiernos autonómicos de todo signo y condición, han conseguido que España esté de nuevo en el grupo de cabeza de los países más afectados por el covid-19. Ya van dos veces. El problema es que cuando dobleguemos de nuevo la curva de contagios gracias al sacrificio de la actividad económica, tendremos la seguridad de que con la 'tropa' política en el poder solo habrá que esperar otros tres meses para revivir los episodios de estos días. Es imprescindible una profunda reforma de nuestro sistema sanitario y de los modos y maneras de coordinar una Administración central y unas autonomías con competencias desiguales. Necesitamos recobrar una imprescindible planificación de los recursos sanitarios a medio y largo plazo. Necesitamos a los mejores a cargo de semejante tarea.

Nuestra clase política, henchida de endogamia y sobrada de nombramientos a dedo, ha designado como gestores públicos de la mayor crisis sanitaria de la que tenemos recuerdo, en España y en Madrid, a dos personas que no tenían experiencia de gestión de ninguna actividad pública o privada que pudiera remotamente parecerse a las responsabilidades que les han sido encomendadas. Hoy, desde posiciones enfrentadas, pontifican sobre lo que debe o no debe hacerse para atajar la segunda ola de una epidemia que va a dejar en los huesos nuestra frágil economía después de arrasar, de nuevo, nuestro sistema sanitario.

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