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COP26 (y II): la interminable milonga del comercio de emisiones
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COP26 (y II): la interminable milonga del comercio de emisiones

La emisión de gases de efecto invernadero es un ejemplo de externalidad negativa, cuyo tratamiento requiere incorporar el coste del perjuicio que produce en el precio del bien

Foto: Manifestación con motivo de la COP en Suiza. (EFE/Laurent Gillieron)
Manifestación con motivo de la COP en Suiza. (EFE/Laurent Gillieron)

La diplomacia climática arranca con la firma en 1992 del Acuerdo Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Ratificado en 1994, la primera conferencia anual de las partes (COP) firmantes del Tratado se produjo en 1995. Fue en la tercera, en Kioto, en 1997, donde se produjo el primer acuerdo significativo, el llamado Protocolo de Kioto, que, tras un tortuoso proceso de ratificación, entró en vigor en 2005. Aunque los países firmantes fueron muchos más, solo treinta y seis países industrializados y la Unión Europea se comprometían a reducir sus emisiones. Hace casi 25 años, la idea imperante era que solo los causantes de las emisiones históricas debían asumir la responsabilidad de reducirlas.

En contrapartida, entre las previsiones del tratado se incluía la posibilidad de que las compañías ubicadas en países obligados a reducir emisiones pudieran continuar contaminando en sus países de origen a cambio de invertir en proyectos 'verdes' en países en desarrollo. Esta posibilidad, llamada Mecanismo de Desarrollo Limpio —nada como un buen eufemismo para ocultar cualquier trapacería—, era buena para todas las partes implicadas, menos para nuestra atmósfera.

Para empezar, planteaba el problema de la doble contabilidad. Si una empresa europea invertía en un proyecto de electrificación con renovables en un país en desarrollo, el CO₂ evitado era contabilizado como menor emisión tanto en el país receptor de la inversión como en el país sede de la empresa inversora. Los países receptores tampoco tenían inconveniente alguno en ser generosos en sus cálculos sobre las emisiones evitadas. Aunque en teoría existía una revisión por Naciones Unidas, era una manera tan buena como cualquier otra y, desde luego, con menor coste, de captar inversiones. El inversor, por su parte, encantado: el coste por tonelada de CO₂ evitada era mucho menor invirtiendo en proyectos sencillos en países en desarrollo que modificando en profundidad un proceso productivo en casa.

Foto: Manifestación con motivo de la COP en Suiza. (EFE/Laurent Gillieron) Opinión
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En 2005 la Unión Europea creó su propio mercado de derechos de emisión. Determinó los sectores de actividad obligados a contar con derechos de emisión, estableció un techo para los mismos y una senda de reducción, otorgó una parte de forma gratuita y estableció que el resto de los derechos necesarios fueran adquiridos mediante subasta. La idea era crear un precio para las emisiones de CO₂ que incentivara a su reducción progresiva. Uno de los problemas a los que se enfrentó el sistema europeo fue la enorme afluencia de certificados de reducción de emisiones internacionales.

Entre 2008 y 2012 las empresas europeas aportaron certificados de reducción de emisiones por una cantidad superior al billón (español) de toneladas de CO₂, con el consiguiente impacto en el mercado. El precio de los derechos de emisión europeos fue meramente simbólico hasta que se redujo la oferta de derechos disponibles en 2015. Aun así, en cumplimiento de lo acordado en Kioto, el sobrante de los certificados de reducción de emisiones en manos de las empresas europeas se incorporó al periodo 2013-2020 y se pudo seguir usando, aunque con algunas restricciones por tipo de proyecto. También se limitó la generación de nuevos créditos: solo los considerados países menos desarrollados podían emitirlos.

En 2015, en la COP 21, se firma el acuerdo de París. Su gran novedad es que por vez primera todos los países firmantes aceptan reducir sus emisiones, aunque el ritmo de reducción se fija de forma voluntaria. No obstante, el acuerdo de París mantuvo el concepto del comercio internacional de derechos de emisión, pero a partir de nuevas reglas que obviaran los problemas derivados de la experiencia de Kioto. A la espera de estas nuevas reglas, la Unión Europea acordó la prohibición de uso de certificados internacionales de reducción de emisiones acogidos a la normativa de Kioto en su mercado interno a partir de 2020.

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Desde París, seis años se han necesitado para fijar en Glasgow las nuevas reglas aplicables al comercio internacional de derechos de emisión. Dos son los acuerdos más relevantes: el primero, un sistema de contabilidad uniforme, basado en una normativa técnica común, cuya aplicación y verificación queda en manos de Naciones Unidas. Pensar que Uzbekistán, Zambia y Bolivia, por poner un ejemplo, tengan un sistema común y verificable de contabilidad de emisiones parece una hipótesis de difícil cumplimiento, pero el papel lo aguanta todo. El otro acuerdo relevante es que la venta de derechos de emisión entre países requiere que el país cedente haya reducido sus emisiones más de lo previsto en su 'contribución voluntaria'. El problema irresuelto es precisamente ese: en el marco del Acuerdo de París los compromisos asumidos por los países lo son de forma voluntaria. Si un país se fija un objetivo de reducción de emisiones modesto y lo supera, tiene capacidad de vender derechos. Si es ambicioso y no alcanza su objetivo, se queda con las ganas.

Las externalidades se definen como aquellos efectos secundarios del consumo o la producción de un bien que no se reflejan en el precio del bien. La emisión de gases de efecto invernadero es un ejemplo claro de externalidad negativa, cuyo tratamiento requiere incorporar el coste del perjuicio que produce en el precio del bien en cuestión. El procedimiento más claro y efectivo es a través de un impuesto. Un procedimiento más sofisticado son los sistemas, como el adoptado por la Unión Europea, de 'cap and trade'. Se establece un límite máximo de emisiones para cada participante en el mercado que se reduce en el tiempo. Quien emite menos que su techo vende y quien emite más compra. Un sistema en el que buena parte de los participantes en el mercado fija su propio techo en función de sus 'contribuciones voluntarias' carece de sentido.

El establecimiento de un impuesto a las emisiones de CO₂ en los países de la OCDE o, por lo menos, entre los países de la Unión Europea, hubiera sido una solución más sencilla y efectiva. Pensar que, en las condiciones descritas, el mercado va a ser capaz de fijar un precio al carbono emitido supone un voluntarismo mayúsculo. El comercio mundial de derechos de emisión, aspiración de burócratas y consultores, pasará a engrosar la lista de esfuerzos inútiles conducentes a la melancolía. Claro que también cabe que funcione, que satisfaga las aspiraciones de unos y otros, pero que, como en el caso de Kioto, no contribuya a la reducción de emisiones, objetivo para el que se supone que ha sido creado.

La diplomacia climática arranca con la firma en 1992 del Acuerdo Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Ratificado en 1994, la primera conferencia anual de las partes (COP) firmantes del Tratado se produjo en 1995. Fue en la tercera, en Kioto, en 1997, donde se produjo el primer acuerdo significativo, el llamado Protocolo de Kioto, que, tras un tortuoso proceso de ratificación, entró en vigor en 2005. Aunque los países firmantes fueron muchos más, solo treinta y seis países industrializados y la Unión Europea se comprometían a reducir sus emisiones. Hace casi 25 años, la idea imperante era que solo los causantes de las emisiones históricas debían asumir la responsabilidad de reducirlas.

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