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Nemesio Fernández-Cuesta

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Ensoñaciones gasistas

De todas las ensoñaciones gasistas, la que figura en el frontispicio de la transición ecológica es la conversión de España en una potencia exportadora de hidrógeno

Foto: Foto: Reuters/Dado Ruvic.
Foto: Reuters/Dado Ruvic.
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Si alguien compara la serie histórica de las cotizaciones del gas natural en Europa y en España, podría comprobar que el gas en España es, salvo episodios muy puntuales, más caro que en el resto del continente. De existir una conexión que permitiera ampliar los flujos comerciales, la lógica indica que el gas fluiría desde donde es más barato a donde es más caro: España importaría más gas europeo, nuestro precio medio se reduciría y el precio europeo, como resultado de la mayor demanda procedente de España, tendería a subir.

El director de este periódico, Nacho Cardero, nos recordaba en su artículo del lunes que los reguladores francés y español informaron negativamente sobre la ampliación de la conexión gasista entre ambos países. Puede entenderse la posición francesa, pues su precio tendería a subir, pero la negativa de la CNMC española solo es explicable desde un apriorismo ideológico: el gas es malo y, por tanto, cuanto más caro mejor, antes se reducirá su consumo.

Foto: El presidente español, Pedro Sánchez (i), saluda a su homólogo estadounidense, Joe Biden. (EFE/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)

Ahora, con la crisis de Ucrania y la necesidad de sustituir las importaciones de gas ruso, nos hemos acordado de la conexión que nuestras autoridades decidieron no construir, para lamentar que España no pueda ser el gran centro distribuidor de gas a Europa a partir de las importaciones de gas natural licuado procesado en nuestras plantas de regasificación. Es llamativa la afición a liderar un negocio ajeno. No producimos gas —de hecho, la producción de hidrocarburos en España está prohibida— y el valor añadido de la regasificación y del transporte es siempre limitado. Incluso ahora, tiene mucho más sentido económico construir plantas de regasificación en Alemania o en otros países europeos. La inversión es relativamente reducida, y el gas, producido y licuado en Estados Unidos, Qatar o Nigeria, va directamente de origen a destino. No basta con regasificar en España y llevarlo al sur de Francia. Hay que transportarlo hasta Alemania o Polonia, por citar dos países europeos necesitados de sustituir el carbón en la generación de electricidad y con alta dependencia del suministro de gas ruso.

Parecidas son las reflexiones respecto al gas argelino. Que pase a través de España en su camino a Europa o se transporte vía Italia no es especialmente relevante. El negocio está en producir y vender el gas: es un negocio puramente argelino. Por cierto, Italia siempre ha sido un cliente más importante que España para Argelia y, además, se encuentra más cerca de los países centroeuropeos necesitados de sustituir el gas ruso. El problema del enfado argelino con motivo del brusco cambio de nuestra posición sobre el Sáhara no es que Italia vehicule el gas que va a Europa, es que Argelia nos deje sin 'nuestro' gas: que al término de los contratos existentes quede sin renovación cerca del 40% de nuestro suministro. Sin olvidar las posibles subidas de precio ya anunciadas.

Foto: Un buque transportador de gas natural licuado de la rusa Gazprom, cerca de Kaliningrado. (Reuters/Vitaly Nevar)

Lo relevante cuando se habla de un insumo energético como el gas natural es su disponibilidad sin restricciones en las mejores condiciones económicas posibles. Mucho antes de preocuparnos por que Europa pague una conexión entre España y Francia, capaz además de transportar hidrógeno y, por tanto, mucho más cara, deberíamos tener clara una estrategia de suministro de gas que garantice la competitividad de nuestra industria. Esa es la primera obligación política: salvaguardar nuestra industria, ayudarla a sobrellevar esta crisis y a crecer, de forma que pueda crear empleo permanente.

En el real decreto-ley por el que se adoptan medidas urgentes en el marco del plan nacional de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la guerra en Ucrania, se prevén ayudas para las empresas intensivas en consumo de gas de entre 2.600 y 5.000 euros por trabajador, con un máximo de 400.000 euros por empresa. Se prima el minifundismo empresarial y se olvida que la crisis se deriva de los precios del gas. El nivel de empleo es una consecuencia de las ayudas, de su efectividad o de su inanidad, pero no debe ser una restricción de partida. Una ensoñación más, pensar que este tipo de ayudas pueden ser determinantes para que alguna empresa supere la crisis.

Foto: Una estación de compresión de gas. (Reuters/Vasily Fedosenko)

De todas las ensoñaciones gasistas, la que figura en el frontispicio de la transición ecológica es la conversión de España en una potencia exportadora de hidrógeno. Vaya por delante que tiene más sentido económico que distribuir gas ajeno y que es, hasta cierto punto, más plausible que convertir una península situada en el extremo de Europa en el centro neurálgico de la distribución de gas en el continente. A fin de cuentas, tenemos una cierta ventaja competitiva en términos de irradiación solar y un recurso eólico no escaso. Pero se necesita que la electricidad renovable generada a partir de estos recursos esté disponible a un precio lo suficientemente bajo como para hacer competitivo el precio del hidrógeno fabricado a través de la electrólisis de agua.

Es precisamente la marginalidad del mercado eléctrico, tan denostada por nuestro Gobierno, la que puede proporcionar los precios necesarios. A lo largo de la última semana, al menos en dos ocasiones, el precio de la electricidad se situó por debajo de 10 euros por MWh en la franja horaria que va de las tres a las cinco de la tarde. Son horas de demanda reducida y la coincidencia de viento y sol más la producción nuclear produjo el desplome de precios. Con mayor producción renovable, estos episodios serán más repetitivos. Los inversores en renovables cerrarán acuerdos de venta que les garanticen una rentabilidad suficiente, pero los excedentes —por encima de la producción contratada— se venderán a precios competitivos para la producción de hidrógeno.

Foto: Refinería de Cepsa en el Campo de Gibraltar. (EFE/A. Carrasco Ragel)

Dicho esto, aún no producimos un solo kilo de hidrógeno verde (a partir de fuentes renovables) en España. Tampoco tenemos claro el alcance de los procesos de sustitución de otros combustibles por el hidrógeno en diferentes procesos industriales. No existen en el mercado turbinas que generen electricidad a partir de hidrógeno: se investiga en diferentes porcentajes de mezcla con el gas natural. Se ha planteado algún proyecto de demostración de fabricación de combustible sintético a partir de hidrógeno y CO₂ capturado, pero faltan años y mucho dinero para convertir esos proyectos en realidades. Antes de la ensoñación de un futuro como líderes mundiales de hidrógeno, convendría saber con realismo dónde estamos y hacia dónde tiene que ir nuestra industria, qué necesita, qué tiene que hacer y de qué plazos y recursos dispone. Eso es el diseño de una transición energética construida desde las necesidades de nuestro tejido industrial y no desde el intervencionismo ideológico de un ministerio cada vez más despegado de la realidad económica española.

Si alguien compara la serie histórica de las cotizaciones del gas natural en Europa y en España, podría comprobar que el gas en España es, salvo episodios muy puntuales, más caro que en el resto del continente. De existir una conexión que permitiera ampliar los flujos comerciales, la lógica indica que el gas fluiría desde donde es más barato a donde es más caro: España importaría más gas europeo, nuestro precio medio se reduciría y el precio europeo, como resultado de la mayor demanda procedente de España, tendería a subir.

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