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La transición energética supone la transformación profunda de las estructuras productivas vigentes: una oportunidad que no se debe dejar pasar si se quiere recuperar peso industrial

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Leah Millis)
El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Leah Millis)
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Hoy hace justo un año que Estados Unidos aprobó la mal llamada Inflation Reduction Act, cuyo objeto principal era canalizar una ingente cantidad de ayudas económicas hacia inversiones destinadas a acelerar la transición energética. El pasado mes de abril, Goldman Sachs estimaba que, al amparo de esta ley, el Gobierno norteamericano podía llegar a conceder créditos fiscales a lo largo de los años por un importe de 1,2 billones (de los nuestros) de dólares, capaces de movilizar hasta tres billones de dólares de inversiones privadas que supondrán la creación, a medio y largo plazo, de millones de puestos de trabajo.

Predicciones aparte, la ley ha permitido duplicar el número de proyectos industriales en construcción en el año que ha estado en vigor. Desde su aprobación, fabricantes de semiconductores, de baterías, de equipamiento solar y eólico y de vehículos eléctricos han anunciado decenas de miles de millones de nuevas inversiones. En menos de un año, la iniciativa privada ha lanzado 272 nuevos proyectos industriales, repartidos por todo Estados Unidos, capaces de crear más de 170.000 nuevos puestos de trabajo. Dato llamativo es que la mitad de estos proyectos corresponden a empresas extranjeras que, al amparo de una legislación favorable, han decidido invertir en Norteamérica.

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Elizabeth Frantz) Opinión
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La primera lección que extraer de la experiencia estadounidense es el cambio radical en la política económica. Se acabó la globalización y aceptar la pérdida de peso de los sectores industriales en las economías desarrolladas. El crecimiento de los populismos políticos de diverso signo se asocia con la pérdida de peso de la industria, sector que aporta productividades elevadas y salarios superiores a la media. La transición energética supone la transformación profunda de las estructuras productivas vigentes: una oportunidad que no se debe dejar pasar si se quiere recuperar peso industrial. La segunda lección es que el precio del carbono o, dicho de otra forma, el coste —artificialmente fijado— de emitir CO₂ a la atmósfera no puede ser el único acicate del gigantesco proceso inversor requerido para transformar procesos productivos en la industria, sistemas de movilidad o la climatización de edificios. La tercera lección, y quizá la que más nos conviene aprender, en Europa y en España, es que el protagonismo corresponde a las empresas. Son ellas las que deciden invertir. Deciden cómo, dónde y cuánto. No hay convocatorias ni concursos, no hay asociaciones forzadas, no hay componentes estratégicos, no hay repartos sucesivos hasta esterilizar el impacto de las ayudas sobre la rentabilidad de los proyectos, no hay remanentes no adjudicados, no hay opacidad sobre los fondos finalmente transferidos a empresas o particulares. Comparar esta burocracia con la simple recepción de un crédito fiscal de tres dólares por kilo de hidrógeno verde producido durante 15 años puede dar una idea de la superioridad del sistema norteamericano sobre el europeo y, sobre todo, sobre su trufada de dirigismo y esclerotizada versión española.

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De estas tres lecciones, Europa asumió con prontitud e incluso con adelanto la primera de ellas. Los fondos Next Generation, creados como respuesta a la pandemia, suponen una rectificación a la ausencia de política industrial de los últimos lustros. Su dedicación genérica a la digitalización y a las energías limpias supone tratar de aprovechar las transformaciones que vienen y subirse así al carro de la modernización de las estructuras productivas europeas. El problema es que la estructura institucional europea, por la carencia de competencias fiscales comunitarias, hace muy difícil dar respuesta a las otras dos lecciones que nos ofrece la normativa estadounidense.

En este marco, Alemania ha tirado por la calle de en medio y ha aprobado un presupuesto extraordinario de más de 200.000 millones de euros para acelerar la transición energética y electrificar la economía en el periodo 2024-2027. Los objetivos son eficiencia energética, electrificación de edificios, desarrollo de renovables, movilidad, hidrógeno verde y semiconductores. En pocas palabras, Alemania ha decidido aprobar su propia Inflation Reduction Act. Está dispuesta a entrar a competir con Estados Unidos por la implantación y desarrollo de la industria dedicada a la digitalización y a las energías “limpias”. Pone en juego su capacidad fiscal. 200.000 millones en tres años superan con claridad los 140.000 millones —mitad subvención y mitad préstamos—, que en números redondos va a recibir España de los fondos Next Generation.

Si la primera economía europea ha tomado la decisión de ir hacia un esquema de ayudas directas, nosotros deberíamos hacer lo mismo

En el marco de la Unión Europea, siempre es aconsejable hacer lo que hace Alemania cuando lo hace Alemania. Si la primera economía europea ha tomado la decisión de ir hacia un esquema de ayudas directas más parecido al puesto en práctica por el Gobierno Biden, nosotros deberíamos hacer lo mismo. Un simple ejercicio de comparación entre los tamaños de la industria alemana y la española nos permitiría hacer más o menos equivalentes los 200.000 millones alemanes con unos 50.000 en nuestro caso. Vamos a recibir algo más de 70.000 millones en préstamos de la Unión Europea. La propuesta es sencilla de enunciar. En un esquema similar al de la normativa americana, se podrían sustituir las deducciones fiscales por préstamos a la producción de hidrógeno verde, la fabricación de baterías, la captura de carbono, la ampliación de las redes eléctricas, la implantación de cargadores de electricidad para vehículos o el desarrollo de semiconductores. Las empresas deberán invertir y, si lo hacen, recibirán durante los próximos 10 años un préstamo a tipo cero a devolver antes de 2058. El importe del préstamo será función, como en Estados Unidos los créditos fiscales, de las magnitudes físicas producidas o instaladas. Nada que ver con el sistema actual de gestión de los fondos. Como otras tantas cosas que superan el ámbito temporal de una legislatura, una propuesta semejante debería acordarse entre los dos grandes partidos para poder negociar con Bruselas desde una posición sólida. En fin: “El optimista es un tonto que lo pasa bien”. No deja de ser una tontería pensar en política industrial, en reorientar la utilización de los fondos europeos y en acuerdos entre los grandes partidos, cuando lo que más preocupa a estos y, de paso, a nosotros, es lo que piensa un prófugo de la Justicia cuyas decisiones mediatizarán la legislatura que mañana empieza

Hoy hace justo un año que Estados Unidos aprobó la mal llamada Inflation Reduction Act, cuyo objeto principal era canalizar una ingente cantidad de ayudas económicas hacia inversiones destinadas a acelerar la transición energética. El pasado mes de abril, Goldman Sachs estimaba que, al amparo de esta ley, el Gobierno norteamericano podía llegar a conceder créditos fiscales a lo largo de los años por un importe de 1,2 billones (de los nuestros) de dólares, capaces de movilizar hasta tres billones de dólares de inversiones privadas que supondrán la creación, a medio y largo plazo, de millones de puestos de trabajo.

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