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Energía: entre el apriorismo ideológico y la negación de la realidad
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Energía: entre el apriorismo ideológico y la negación de la realidad

Desde el apriorismo ideológico de la izquierda, parece que incrementar la demanda de energía, aunque sea sin emisiones, es tabú

Foto: Aerogeneradores y planta fotovoltaica. (EFE/Olivier Hoslet)
Aerogeneradores y planta fotovoltaica. (EFE/Olivier Hoslet)
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Hasta hace un tiempo, la energía era uno de los ámbitos de la actividad gubernamental en los que izquierda y derecha, con los matices propios de sus inclinaciones ideológicas, eran capaces de alcanzar consensos explícitos e implícitos que dotaron la acción política de una cierta continuidad durante décadas de gobiernos democráticos. El debate político rara vez se centró en cuestiones energéticas, en parte por la complejidad técnica de algunas cuestiones, en parte porque la centralidad imperante ofrecía pocas aristas sobre las que apoyar la crítica política.

Historia pasada. El cambio climático, abrazado por cierta izquierda como coartada para predicar la apología del decrecimiento económico y dictar normas de comportamiento social, es negado de plano por cierta derecha. La polarización política y la política de bloques hacen el resto. Los extremos enmudecen la centralidad. En unas semanas, tendremos nuevo Gobierno y podremos corroborar la falta de interés en la búsqueda de espacios de entendimiento.

Foto: Secuelas de un alud en Venezuela. (EFE/Miguel Gutiérrez)

Negar la subida de las temperaturas medias, la sucesión de olas de calor en los meses de verano, la creciente virulencia de los fenómenos atmosféricos o el deshielo de los glaciares es cada vez más difícil. La siguiente trinchera es negar la influencia del CO₂ en estos cambios o, en su defecto, negar que la creciente acumulación de CO₂ en la atmósfera tenga que ver con la actividad humana. La capacidad del CO₂ para retener calor está acreditada desde el siglo XIX. La cantidad de CO₂ acumulada en la atmósfera se mide desde 1957 y no ha dejado de crecer, en paralelo con el incremento del consumo de combustibles fósiles. Se aduce también que hace décadas se nos amenazó con la lluvia ácida o con el agujero de ozono y que ninguna de las tragedias anunciadas y aparejadas con estos fenómenos se ha producido. Lo que no se cuenta es que la lluvia ácida se combatió de forma exitosa reduciendo el contenido de azufre en los derivados del petróleo, sustituyendo carbón y gasóleo de calefacción por gas natural y desarrollando tecnologías de desulfuración de los gases emitidos por las centrales térmicas de carbón. También se omite que el problema de la capa de ozono se solventó prohibiendo los componentes de cloro en los aerosoles y en los gases empleados en sistemas de refrigeración y en neveras. Soluciones técnicas implementadas en ausencia de debate ideológico. Será por eso por lo que se ignoran.

En el extremo opuesto, se nos trata de vender que la subida de las temperaturas medias es la antesala del apocalipsis climático, en que media humanidad perecerá abrasada y sedienta y la otra media, ahogada en unos océanos cuyo nivel crecerá cientos de metros. Evitar semejante tragedia requiere convertir el crecimiento cero en un objetivo y modificar profundamente nuestros hábitos de vida a partir de los dictados gubernamentales. Es posible que algo parecido al apocalipsis pudiera ocurrir en cientos de años si siguiéramos produciendo la energía que necesitamos como ahora hacemos, pero los problemas que nos aquejan como consecuencia del cambio climático son más prosaicos: el precio del aceite de oliva como consecuencia de una sequía prolongada, mejillones que no crecen por la temperatura del agua del mar, la amenaza para la industria turística si en España tenemos en unas décadas las temperaturas medias de hoy en Oriente Medio, el impacto de fenómenos atmosféricos en vidas humanas, cultivos e infraestructuras, las alteraciones del ciclo del agua, que van a requerir repensar nuestro abastecimiento y consumo de agua y, como consecuencia, transformar toda nuestra industria agroalimentaria.

Foto: Los megaincnedios que asolan el Mediterráneo están directamente relacionados con el cambio climático. (EFE/Kostas Tsironis)

Es imprescindible reducir las emisiones de CO₂ a la atmósfera y mantener el crecimiento económico indispensable para incrementar el bienestar social y mejorar nuestra renta per cápita. Sin esa reducción, los recursos necesariamente destinados a paliar y mitigar las consecuencias del cambio climático se drenarán de otras inversiones productivas. Siempre es mejor invertir para crecer que invertir para reestructurar.

La reducción de CO₂ debe hacerse atendiendo siempre a dos criterios básicos: neutralidad tecnológica y análisis coste-beneficio. Si España dispone de centrales nucleares que proporcionan algo más del 20% de nuestra electricidad sin emisiones de CO₂, no tiene sentido cerrarlas e incrementar la generación con gas, y, por tanto, aumentar emisiones. Si la industria es capaz de producir un combustible sintético capturando CO₂ del aire y mezclándolo con hidrógeno producido a partir de electricidad renovable, la prohibición de los coches equipados con motores de combustión interna no tiene sentido: en términos netos, las emisiones de un combustible cuyo carbono se ha captado de la atmósfera son cero. Si la industria es capaz de desarrollar un horno eléctrico que alcance temperaturas de proceso superiores a los 1.000 grados, la demanda de hidrógeno prevista puede descender drásticamente. Innovación y recursos financieros han sido siempre los pilares del desarrollo económico y también en este caso nos proporcionarán la solución. El problema es que no sabemos cuál será la solución ganadora, aunque sí sabemos que difícilmente será la elegida a priori por cualquier Gobierno desde premisas ideológicas.

Foto: Un pasajero observa un símbolo nuclear en San Petesburgo, Rusia. (Reuters)

Es imprescindible un análisis de costes y beneficios. El gobierno planea, por ejemplo, dedicar importantes recursos al aislamiento térmico de edificios. Pero si suponemos que toda la electricidad es renovable y todos los consumos de calefacción y cocina se electrifican, la rentabilidad en términos de reducción de emisiones de CO₂ de las inversiones en aislamiento de edificios sería prácticamente nula. Tendría más sentido ahorrar los recursos destinados al aislamiento y destinarlos a ayudar a electrificar consumos domésticos de los hogares que pudieran necesitarlo. Más importante aún es un balance de costes y beneficios para la economía española.

Al margen de la discusión sobre el cambio climático, la realidad es que las maneras más baratas de producir electricidad son la fotovoltaica y la eólica terrestre. España cuenta con sol y viento suficientes como para disfrutar, en el marco europeo, de una cierta ventaja competitiva. Una electricidad más barata es un atractivo para la instalación de industrias o de centros de proceso de datos. La lectura del borrador del nuevo PNIEC (Plan Nacional Integrado de Energía y Clima) es desoladora: la demanda de electricidad no crece y la electricidad renovable que produciremos la exportaremos a Francia o la desperdiciaremos, por falta de demanda en las horas en que se produce. No parece que el balance económico sea atractivo. Desde el apriorismo ideológico de la izquierda, parece que incrementar la demanda de energía, aunque sea sin emisiones, es tabú.

Hasta hace un tiempo, la energía era uno de los ámbitos de la actividad gubernamental en los que izquierda y derecha, con los matices propios de sus inclinaciones ideológicas, eran capaces de alcanzar consensos explícitos e implícitos que dotaron la acción política de una cierta continuidad durante décadas de gobiernos democráticos. El debate político rara vez se centró en cuestiones energéticas, en parte por la complejidad técnica de algunas cuestiones, en parte porque la centralidad imperante ofrecía pocas aristas sobre las que apoyar la crítica política.

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