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La solución para el campo español: empresas más grandes y con capacidad para negociar
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Nemesio Fernández-Cuesta

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La solución para el campo español: empresas más grandes y con capacidad para negociar

Solo las economías de escala proporcionan los incrementos de productividad que la actividad agraria necesita para subsistir

Foto: Tractores marchan por las protestas en Briones (La Rioja). (EFE/Fernando Díaz)
Tractores marchan por las protestas en Briones (La Rioja). (EFE/Fernando Díaz)
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Desde la creación del Mercado Común Europeo en 1957, ha existido en Bruselas la convicción de que la libertad de comercio, elemento esencial del acuerdo alcanzado por los seis países fundadores, comprometía el futuro de las pequeñas explotaciones agrarias tradicionales. Nació la política agrícola común (PAC) para proteger al sector primario europeo. Su principio básico consistió en fijar precios de garantía a los que los agricultores podían vender sus productos. En unos años, los excedentes, sobre todo de leche y mantequilla, eran brutales y físicamente inmanejables y la PAC se había convertido en un agujero sin fondo para los presupuestos comunitarios.

La reforma de la PAC se orientó a subvencionar el mero cultivo, en lugar de la producción. Un dinero por hectárea sembrada y no un dinero por tonelada producida. Con los años y las sucesivas ampliaciones, en las que ingresaron países mediterráneos, nórdicos y de la antigua Europa del este, la intervención de Bruselas se ha ido sofisticando. Con el montante de sus ayudas, imprescindibles para la subsistencia de muchas explotaciones, han ido forzando la decisión sobre qué sembrar e incluso sobre qué tierras han de quedar en barbecho. El último episodio en esta creciente intromisión en las decisiones de los productores agrarios ha sido el suministro de una tablet a través de la que suministrar a Bruselas la información que necesita para el diseño de sus políticas. Basta imaginarse a un eurócrata diseñando un programa que le permita dar respuesta a “todo lo que usted querría saber sobre el campo europeo y no se atrevía a preguntar”, para entender las protestas sobre “las horas de ordenador”, presentes en algunas pancartas de los tractores que ocupan las carreteras españolas.

Para los pequeños productores la sensación es de precariedad y dependencia. Las subvenciones que reciben no crecen, sometidas a las crecientes necesidades del presupuesto europeo. Las decisiones sobre qué hacer con tu terreno te vienen marcadas desde Bruselas. Al tiempo, la liberalización del comercio internacional, que nos permite a los consumidores europeos acceder a productos más baratos y a una oferta más completa a lo largo de todos los días del año, empuja los precios a la baja. Es una ventaja a la que los consumidores no debemos renunciar. No estaría de más una norma de etiquetado que obligara a anunciar el origen geográfico del producto de manera más clara y evidente, sin necesidad de descifrar códigos numéricos para saber de dónde viene lo que compramos. Nos correspondería el derecho de decidir si estamos, en determinadas ocasiones, dispuestos a pagar más por un producto nacional.

A esta situación de precariedad, dependencia y elevada competencia se une un profundo sentimiento de incertidumbre sobre la disponibilidad y coste de los insumos básicos para la actividad agraria. En España llueve menos y llueve distinto. Los días de lluvia se reducen, pero el agua cae de forma más violenta. Las sequías se suceden y se reparten de forma desigual por nuestra geografía. El pronóstico es que esta tendencia, consecuencia del calentamiento global, se acrecentará en los próximos años. Algunos estudios hablan de una reducción de la pluviosidad media del 18% para mediados de siglo. Cada vez necesitamos más agua. Ni una población creciente gracias a la inmigración, ni el turismo, ni la agricultura y la ganadería ni, en general, una economía próspera, pueden vivir sometidos a la eventualidad de restricciones de agua.

Foto: Jornada de protestas de los agricultores. (EFE/Ismael Herrero)

Nos enfrentamos a una demanda creciente con una oferta menguante. Es un desequilibrio que necesitamos corregir. Una mejor gestión de los recursos disponibles es indispensable: cerca de un 20% del consumo de agua se pierde en fugas, roturas y averías. Necesitamos invertir en embalses, trasvases y potabilizadoras. Debemos reutilizar más recursos hídricos y hacer más eficiente el riego agrícola. Debemos invertir más y mejor, con una estrategia clara, pactada entre las grandes fuerzas políticas y los territorios, que asegure la disponibilidad de agua. Serán inversiones que será necesario amortizar a través del coste del agua.

Hasta el momento, el mensaje que el mundo agrario ha recibido ha sido forzar la reducción de consumos con el argumento de mantener caudales ecológicos —también útiles para reducir trasvases—, eliminar regadíos y combatir la ganadería intensiva. No hace falta ejercitar demasiado nuestra memoria para recordar que todas estas iniciativas han formado parte de la acción política de los partidos que forman nuestra actual coalición de gobierno.

La industria agroalimentaria debe abordar un futuro con una competencia internacional abierta y con el riesgo de nuevas regulaciones

La incertidumbre también afecta a otros insumos básicos de la industria agroalimentaria. Los biocombustibles avanzados y los combustibles sintéticos de origen no biológico, que deben sustituir a la gasolina y al gasóleo clásicos, serán más caros. La otra posibilidad es electrificar el transporte y la maquinaria agrícola. De momento, los vehículos eléctricos son un 40% más caros que los equipados con motores de combustión interna. Se espera un abaratamiento de las baterías, que permitirán, eventualmente, una reducción futura de precios. Los fertilizantes, cuya materia prima es hoy el gas natural, verán multiplicado su coste si se sustituye el gas por hidrógeno verde, producido por electrólisis con electricidad renovable.

Con incertidumbre respecto a la disponibilidad y coste del agua y con certeza respecto al encarecimiento del binomio maquinaria y combustible y de los fertilizantes, la industria agroalimentaria debe abordar un futuro con una competencia internacional abierta y siempre con el riesgo de nuevas regulaciones, desde los fitosanitarios al bienestar animal, cuya consecuencia final es limitar y encarecer su actividad. El problema del calentamiento global son las emisiones de CO₂. Reducirlas será un éxito y requiere un esfuerzo ímprobo. La combinación de la pulsión regulatoria de Bruselas y de la necesidad de cierta izquierda de decirnos cómo tenemos que vivir están haciendo confluir sobre el campo un sinfín de normativas que poco ayudan al problema principal y suponen palos en la rueda de un engranaje que por sí solo se mueve con dificultad.

La respuesta del gobierno español ha sido recurrir a la ley de la cadena alimentaria, cuyo éxito está siendo tan descriptible como el de la limitación del coste de los alquileres. Son piezas legislativas cuya concepción arranca de la convicción de que las empresas de distribución y los propietarios de vivienda son los malos de la película y que la reducción de sus ingresos es la solución de los problemas. En un mercado liberalizado, la solución pasa por dotar al sector primario de una mayor capacidad de negociación, otorgando incentivos a la reducción del minifundismo empresarial a través de la creación de cooperativas más fuertes y de empresas más grandes con un grado superior de integración vertical. Es la única solución en un mercado abierto. Solo las economías de escala proporcionan los incrementos de productividad que la actividad agraria necesita para subsistir.

Desde la creación del Mercado Común Europeo en 1957, ha existido en Bruselas la convicción de que la libertad de comercio, elemento esencial del acuerdo alcanzado por los seis países fundadores, comprometía el futuro de las pequeñas explotaciones agrarias tradicionales. Nació la política agrícola común (PAC) para proteger al sector primario europeo. Su principio básico consistió en fijar precios de garantía a los que los agricultores podían vender sus productos. En unos años, los excedentes, sobre todo de leche y mantequilla, eran brutales y físicamente inmanejables y la PAC se había convertido en un agujero sin fondo para los presupuestos comunitarios.

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