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La Europa que necesitamos

La UE debe demostrar que su fortaleza económica respalda una posición homogénea en las cuestiones internacionales, pero ahora no está claro que el acuerdo entre socialistas y populares siga dirigiendo la CE

Foto: Banderas de la UE en una imagen de archivo. (EFE/Andre Pain)
Banderas de la UE en una imagen de archivo. (EFE/Andre Pain)
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La Unión Europea es relevante porque su PIB es el 18,6% del PIB mundial. En términos de población somos poco más del 5% de los habitantes del planeta. Es un porcentaje que decrece y que lo seguirá haciendo. Podemos consolarnos con nuestra influencia cultural, pero no está claro que los teóricos receptores de dicha influencia estén mínimamente agradecidos. Si Europa quiere ser, en la segunda mitad de este siglo, la cuarta potencia mundial junto a Estados Unidos, China e India tiene que ser capaz de mantener su peso económico.

Mantener nuestra importancia económica va a requerir acomodar una inmigración en aumento. Población y productividad determinan la capacidad de crecer de cualquier economía. El declive demográfico europeo solo se compensa con la acogida de nuevos inmigrantes. Guste o no, nuestras sociedades serán más heterogéneas y el ascensor social tendrá que funcionar para las segundas y terceras generaciones inmigrantes, salvo que asumamos el riesgo de fracturas sociales que dificulten la convivencia. Negar la inmigración es cerrar la puerta al crecimiento económico.

La competitividad de la economía europea requiere una transformación a la americana de todo el ecosistema de innovación. Se necesitan unas universidades más orientadas a las patentes que a la publicación. Más capaces de entenderse con el mundo empresarial, desarrollar proyectos conjuntos, y plantear nuevas iniciativas. Europa necesita un sistema financiero más ágil, versátil y profundo, capaz de sostener iniciativas empresariales embrionarias, aunque su posibilidad de éxito no esté garantizada. No está claro que grandes proyectos, construidos desde arriba, como el ITER, el experimento de fusión europeo, pueda ofrecer un balance coste-beneficio superior al de muchas iniciativas de menor ambición y más cercanas a lo que las empresas necesitan hoy.

El coste de la energía lastra la competitividad de la industria europea. En un mundo donde los combustibles fósiles suponen el 80% del consumo de energía primaria, depender del suministro externo es un lastre insuperable, sobre todo si tu competidor económico o político -Estados Unidos ahora y antes Rusia- es uno de tus suministradores básicos. La electrificación a partir de energía renovable es una posibilidad de recuperar independencia y reducir los costes de electricidad, pero electrificar una economía requiere grandes inversiones. Conviene avanzar en esta dirección, pero siempre con sentido común y preservando la competitividad de nuestra industria. La transición energética no puede significar pérdida o deterioro de nuestra industria. El Pacto verde europeo debe traducirse en crecimiento, no en una pérdida de peso específico de la economía europea.

Foto: Un momento de la mesa de expertos del Observatorio.

Tras la implosión de la Unión Soviética en 1991, la Guerra Fría fue sustituida por la hegemonía norteamericana. El desarrollo económico chino supuso la recuperación de la bipolaridad que, con el paso de los años y la guerra de Ucrania, se ha transformado en una bipolaridad competitiva que, en ocasiones, alcanza el grado de beligerancia, hoy circunscrita al área económica. Es de esperar que la beligerancia no supere este límite. Europa no puede permanecer equidistante. Su seguridad depende de Estados Unidos. La agresión rusa a Ucrania desata el temor en las antiguas repúblicas soviéticas que hoy forman parte de la Unión Europea y de la OTAN. Desde los tiempos de Obama, Estados Unidos ha pedido a sus socios europeos un mayor compromiso presupuestario en Defensa. Ese esfuerzo económico en reforzar la capacidad militar europea no es aplazable.

El significado inmediato de la beligerancia económica entre Estados Unidos y China es el fin de la globalización y la reaparición de los grandes bloques comerciales. No parece que podamos nadar y guardar la ropa. Mucho menos que Europa sea la vía por la que se exporta a China tecnología que los americanos consideran sensible. Europa tendrá que reposicionarse. El viaje de Xi Jinping a Europa es prueba de que un enfoque europeo más alineado con Estados Unidos preocupa en Beijing. Replantearse un tratado de libre comercio con Estados Unidos es complicado y difícil, pero puede ser una iniciativa más alineada con la realidad que viene y las necesidades futuras de la economía europea. Tenemos un común entendimiento de las bases de una economía de mercado, lejos del intervencionismo propio del capitalismo de Estado chino.

Europa debería acabar con la competencia fiscal interna en materia de tributación societaria. La uniformidad fiscal en la materia sería más que recomendable. Si el G-7 ha conseguido fijar una tributación mínima para los grandes conglomerados empresariales, Europa debería ser capaz de eliminar la distorsión que supone la competencia interna en esta materia. Avanzar en esta dirección probablemente requiera eliminar la unanimidad necesaria para la toma de decisiones en esta y otras cuestiones. Unanimidad significa otorgar derecho de veto a cualquier país miembro, lo que conduce en ocasiones a la parálisis o a retorcidas negociaciones en las que las contraprestaciones que obtiene un país poco tienen que ver con la materia sometida a discusión. Mayorías cualificadas que requieran de forma simultánea la aprobación de un número suficiente de países que representen un porcentaje claramente mayoritario de la población europea deberían ser la norma para la toma de decisiones europeas.

Europa tiene que demostrar al resto del mundo que su fortaleza económica respalda una posición homogénea en las grandes cuestiones

Europa tiene que ser capaz de demostrar al resto del mundo que su fortaleza económica respalda una posición homogénea en las grandes cuestiones internacionales. Kissinger, el histórico Secretario de Estado norteamericano, recientemente fallecido, se preguntaba quién era Europa, quién descolgaba el teléfono para discutir esta o aquella cuestión. Ahora tenemos un alto representante que puede descolgar el teléfono, pero la homogeneidad brilla por su ausencia. Basta mirar a Gaza o a Ucrania. El poder, si se tiene, hay que ejercerlo. Si no, el desgaste es inmediato. Sobre todo, porque los que se sientan al otro lado de la mesa, no tienen por qué tomarte en cuenta.

Por primera vez en décadas, no está claro que el permanente acuerdo entre socialistas y populares siga dirigiendo la Comisión Europea. El crecimiento de la extrema derecha, en sus diferentes versiones europeas, puede alterar el tradicional entendimiento en el centro del espacio político. El mandato de las urnas será decisivo, pero sea cual sea la composición de la nueva Comisión, lo importante seguirá siendo ser capaces de mantener nuestro peso económico. Menos, más pobres e igual de divididos es una apuesta segura por la decadencia.

La Unión Europea es relevante porque su PIB es el 18,6% del PIB mundial. En términos de población somos poco más del 5% de los habitantes del planeta. Es un porcentaje que decrece y que lo seguirá haciendo. Podemos consolarnos con nuestra influencia cultural, pero no está claro que los teóricos receptores de dicha influencia estén mínimamente agradecidos. Si Europa quiere ser, en la segunda mitad de este siglo, la cuarta potencia mundial junto a Estados Unidos, China e India tiene que ser capaz de mantener su peso económico.

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