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Por si acaso
Por
La energía y la declinante competitividad europea
La competitividad industrial no depende solo de los costes energéticos, pero, en este campo, la única posibilidad que tiene la Unión Europea es, de la mano de la electricidad renovable, proceder a la electrificación de su economía
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Gas, carbón y electricidad son los principales consumos energéticos de la industria. Estados Unidos, gracias al fracking, se ha convertido en el primer exportador mundial de gas. La Unión Europea importa el 90 % de sus necesidades de gas. Reducida a una mínima expresión el suministro ruso por tubería a Europa, el precio del gas en Estados Unidos es cuatro veces más barato que el precio europeo.
China consume el 56% del carbón que se consume en el mundo. Más del 60% de su electricidad la produce con carbón. Depende del abastecimiento exterior en petróleo y gas, pero en carbón es autosuficiente. En estos tiempos de reducción de emisiones -al menos desde la perspectiva europea-, el consumo chino de carbón se ha incrementado en la última década un 1,1% acumulativo anual y, lo que es más llamativo, en 2023 creció un 4,7%. El año pasado el crecimiento de la demanda china impulsó el consumo mundial de carbón hasta su récord histórico. La Unión Europea es medianamente autosuficiente en carbón: produce el 60% de su consumo, pero, a diferencia de China, el consumo de carbón se redujo un 20,4% en 2023 y su demanda se ha reducido un 6,3% acumulativo anual a lo largo de la última década. La reducción de emisiones de CO₂ es parte consustancial de la política energética de la Unión Europea y así se refleja en el coste creciente de los derechos de emisión, con el lógico efecto en la demanda.
La competitividad industrial no depende solo de los costes energéticos, pero, en este campo, la única posibilidad que tiene la Unión Europea es, de la mano de la electricidad renovable, proceder a la electrificación de su economía. La energía fotovoltaica y la eólica terrestre son las formas más baratas de generar electricidad. Compiten satisfactoriamente -incluso en Estados Unidos- con la producción eléctrica de los ciclos combinados de gas. Invertir en renovables requiere también invertir en almacenamiento, tanto a través de baterías como, en el caso español, de bombeo hidráulico. Requiere también retrasar lo más posible el cierre de las centrales nucleares hoy en funcionamiento. Cada país miembro de la Unión tiene una combinación diferente de las distintas fuentes de producción eléctrica y, en función de ella, deberá tomar las medidas oportunas, pero renovables y almacenamiento serán, en todos los países, una realidad creciente.
Conseguido un precio de la electricidad competitivo en el marco internacional, el paso siguiente nos lo recuerda el informe Draghi. “Sin un plan para traspasar los beneficios de la descarbonización a los usuarios finales, el coste de la energía limitará el crecimiento”. Es imprescindible incrementar la contratación directa y a plazo entre productores y consumidores y es necesario también, sobre todo en España, desembarazar a la tarifa eléctrica de costes originados por decisiones políticas, que poco tienen que ver con los costes de producir y transportar hoy energía eléctrica. En España, cada año, los consumidores pagamos cerca de 8.000 millones de euros por tres conceptos: la anualidad correspondiente a la deuda derivada de la titularización del déficit de tarifa, el antiguo sistema de incentivo a las renovables y los costes de insularidad. Si se trata de decisiones políticas, es más correcto que las paguemos como contribuyentes que como consumidores de electricidad.
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Un precio barato de electricidad puede ser un incentivo a la electrificación de la economía, pero la restricción que es necesario abordar y resolver es el incremento de la capacidad de transporte y distribución de electricidad. Guste o no, la electricidad se transporta por cable. La normativa española, enfocada a reducir el déficit de tarifa de hace años, es absolutamente intervencionista. Todo desarrollo de red queda sometido a una planificación rígida y limitativa. Ninguna empresa de distribución puede, con el sistema vigente, garantizar a una empresa industrial que dispondrá de la potencia requerida en una fecha predeterminada. Semejante incertidumbre desincentiva cualquier proceso inversor tendente a la electrificación.
Además de los necesarios cambios normativos, las inversiones en renovables, almacenamiento y redes requieren tiempo hasta su materialización, tiempo que la propia normativa europea no concede. Tiempo que también es imprescindible para el desarrollo de las tecnologías que pueden hacer factible la descarbonización de la industria. El ejemplo del hidrógeno es útil para entender las distintas aproximaciones seguidas por Europa, Estados Unidos y China. De acuerdo con la nueva directiva europea de renovables, el 42% del hidrógeno industrial, usado sobre todo en refinerías de petróleo y en la fabricación de fertilizantes, deberá ser en 2030 hidrógeno “verde”, producido a partir de la electrolisis del agua con electricidad renovable. Estados Unidos, por su parte, carece de objetivos semejantes, pero otorga, durante diez años, un crédito fiscal de tres dólares por kilo de hidrógeno “verde” producido. China, por su parte, carece también de objetivos asimilables a los europeos, pero, gracias a su capitalismo de Estado y a un carbón barato y contaminante, produce más del 50% de los electrolizadores que se fabrican en el mundo.
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El hidrógeno que hoy consumen las fábricas de fertilizantes en Europa se produce a partir de gas natural y es tres veces más barato que el hidrógeno “verde”. La primera opción para un fabricante europeo es mudarse a Estados Unidos, donde el gas es más barato y, si se quiere avanzar en la descarbonización, el hidrógeno verde está subvencionado. La segunda es quedarse en Europa y producir unos fertilizantes más caros a causa de un 42% de hidrógeno “verde” cuyo precio triplica al del hidrógeno tradicional, con el detalle adicional de que encareceremos toda nuestra producción agraria. Para alcanzar un 42% en 2030 partiendo del 0% actual, la única posibilidad es importar los electrolizadores de China. Buena parte del CO₂ que aquí se quiere evitar con el hidrógeno “verde” habrá sido emitido previamente en China en la fabricación de electrolizadores. La realidad de hoy es que si aplicamos plazos perentorios a la descarbonización no queda más remedio que ponernos en manos de China, cuyo control de las tecnologías de descarbonización, desde baterías y coches a los citados electrolizadores, es absoluto.
Europa necesita tiempo para la electrificación y tiempo y dinero para desarrollar en nuestro suelo las tecnologías necesarias para electrificar. El tiempo, siendo el 7% de las emisiones mundiales, no tiene sentido que no nos lo demos, sobre todo si el país que representa el 31% de las emisiones mundiales incrementa sistemáticamente su consumo de carbón. Tampoco tiene sentido descarbonizar importando emisiones de China. Sin abandonar la neutralidad de emisiones en 2050, a Europa le conviene darse tiempo para electrificar su economía y construir una industria europea de la descarbonización. La industria europea, además, necesita que las importaciones y exportaciones de la Unión Europea se realicen en condiciones equivalentes con el resto del mundo: será necesario igualar en frontera los costes de emitir CO₂ que incluimos en nuestras cadenas de valor. La competitividad de la industria europea necesita algo más que unos costes de energía competitivos, pero sin ellos es difícil que podamos alcanzarla.
Gas, carbón y electricidad son los principales consumos energéticos de la industria. Estados Unidos, gracias al fracking, se ha convertido en el primer exportador mundial de gas. La Unión Europea importa el 90 % de sus necesidades de gas. Reducida a una mínima expresión el suministro ruso por tubería a Europa, el precio del gas en Estados Unidos es cuatro veces más barato que el precio europeo.