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ESG. La ley de la gravedad, aunque no se vea, existe
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ESG. La ley de la gravedad, aunque no se vea, existe

El fracaso del concepto ESG es la constatación de que la ley de la gravedad siempre hace caer todo aquello que pretende sostenerse en el aire. Constatar lo inevitable no nos puede hacer olvidar lo imprescindible

Foto: Molinos de viento del parque eólico Torremiró. (EFE/Andreu Esteban)
Molinos de viento del parque eólico Torremiró. (EFE/Andreu Esteban)
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2024 ha sido el año más cálido desde que existen registros. El famoso límite de 1,5ºC se ha superado por vez primera. Las emisiones de CO₂ siguen subiendo, año tras año. Trump puede atraer todas nuestras miradas, pero las emisiones de Estados Unidos disminuyen desde que el fracking incrementó la producción de gas, bajó su precio, y este combustible empezó a sustituir al carbón en la generación eléctrica. Las emisiones de la Unión Europea se reducen desde 1990, sobre todo debido a la pérdida de peso del sector industrial en nuestras economías. China, por su parte, emite más que Estados Unidos y la Unión Europea juntos. Sus emisiones son el 31% de las emisiones mundiales y siguen creciendo. La gran paradoja es que China controla la mayor parte de las tecnologías necesarias para descarbonizar la economía mundial, pero las fabrica con una producción eléctrica en la que el carbón, el combustible fósil más contaminante, supone el 61%. China consume más de la mitad del carbón que se consume en el mundo.

Si queremos reducir emisiones es imprescindible invertir en la descarbonización de nuestros sistemas eléctricos, del transporte, de la industria y de nuestros edificios. La realidad es que, año tras año, la inversión en las llamadas tecnologías limpias ha crecido. En 2024 se han superado los dos billones (de los nuestros) de dólares. Primer problema: este volumen de inversión es insuficiente. Es apenas la tercera parte del que sería necesario para mantener la temperatura media de la Tierra en el entorno de los dos grados a final de siglo. Segundo problema: en 2024, la tasa de crecimiento de estas inversiones se ha reducido del 24-29% del periodo de 2021 a 2023 hasta el 11% el año pasado. Tercer problema: China es la gran protagonista. Sus inversiones superan las de Estados Unidos y la Unión Europea juntos, por lo que su posición de dominio en todas las llamadas tecnologías limpias seguirá de momento perpetuándose.

Invertir más en descarbonización requiere, como primera condición, despejar el horizonte de rentabilidad de muchas de estas tecnologías. Algunas, como la solar fotovoltaica o la eólica ya son rentables, pero otras necesitan un impulso adicional. Los coches eléctricos son un 50% más caros que los de combustión interna, el precio de las bombas de calor triplica el de una caldera de gas, el precio del hidrógeno "verde" triplica el del hidrógeno que hoy producimos y consumimos, o el coste de los llamados combustibles sintéticos puede llegar a decuplicar el coste de producción de la gasolina o el gasóleo. Estos diferenciales de precio retraen la demanda. Sin demanda no hay ingresos, sin ingresos no hay rentabilidad y sin rentabilidad no hay inversiones. Biometano o baterías son tecnologías mucho más cercanas a la rentabilidad, pero aún requieren un empujón en forma de ayudas. La realidad es que todas estas tecnologías necesitan del capital riesgo o, en el mejor de los casos, de subvenciones que cierren el diferencial de precios, permitan que la demanda crezca y se generen las economías de escala que abaraten su coste.

Frente a esta realidad, en Europa hemos decidido avanzar aprobando normas que obligan a efectuar estas inversiones, aunque no sean rentables. Tenemos dos opciones: cambiar nuestra normativa, ajustando los plazos a la disponibilidad de tecnologías rentables, o simplemente, acelerar el desmantelamiento de nuestra industria, poniéndonos en manos de China, que es quien produce estas tecnologías de forma eficiente.

Foto: Thierry Breton, comisario de Industria y Mercado Interior. (EFE)

El otro intento europeo ha sido tratar de canalizar la inversión privada hacia estas tecnologías limpias. La idea fue obligar, a través de un reglamento, a las instituciones financieras, a informar de sus inversiones, de forma que existiera una presión social hacia la descarbonización. El problema es que el citado reglamento es tributario del buenismo de la sostenibilidad. Olvida el objetivo primordial para dispersarse por el mundo de lo deseable y tratar de abarcar lo inabarcable. Definió las inversiones sostenibles como aquellas inversiones en una actividad económica que contribuyan a un objetivo medioambiental, medido, por ejemplo a través de indicadores clave de eficiencia de recursos relativos al uso de la energía, de la energía renovable, consumo de materias primas, agua y suelo, producción de residuos y emisiones de gases de efecto invernadero e impacto sobre la biodiversidad y la economía circular o las inversiones en una actividad económica que contribuyan a un objetivo social y, en particular, toda inversión que contribuya a luchar contra la desigualdad, toda inversión que refuerce la cohesión social, la integración social y las relaciones laborales, o toda inversión en capital humano o en comunidades económica o socialmente desfavorecidas; siempre y cuando las inversiones no perjudiquen significativamente a ninguno de dichos objetivos y las empresas beneficiarias sigan prácticas de buena gobernanza, en particular en lo que respecta a que sus estructuras de gestión, relaciones con los asalariados y remuneración del personal pertinente sean sanas y cumplan las obligaciones tributarias. La lectura completa del texto supone una inmersión en la doctrina de las finanzas sostenibles, que tienen que atender simultáneamente criterios medioambientales, sociales y de gobernanza empresarial. En inglés, que siempre añade una aureola mítica a cualquier expresión, Environmental, Social and Governance (ESG). En lugar de todos estos conceptos un tanto evanescentes, hubiera sido mejor precisar la necesidad de informar, sin más, de las inversiones efectuadas en aquellas tecnologías relacionadas con la descarbonización de nuestras economías.

El problema de este enfoque ESG no es sólo que se olvida de lo importante, sino que acaba convirtiendo el concepto de inversión sostenible en un cajón de sastre en el que cabe casi todo lo imaginable en los ámbitos medioambiental y social, con dos restricciones: la no existencia de un daño significativo a ninguno de los objetivos medioambientales o sociales mencionados en el texto y que las empresas a las que se presta dinero o en las que se invierte estén correctamente dirigidas. Pese al esfuerzo de funcionarios y legisladores, la indefinición es absoluta. La construcción de una presa en un país en desarrollo, que lleve electricidad a una zona que carece de ella es una inversión en una comunidad económicamente desfavorecida, pero puede dañar la biodiversidad del río. ¿Es sostenible o no? Invertir en Tesla, la primera empresa automovilística del mundo por capitalización bursátil, que sólo vende coches eléctricos, ¿es, con Elon Musk y sus excentricidades al mando, una inversión sostenible o no? Al final, cuando se puede invertir en casi todo y si, se toma al pie de la letra la regulación, en casi nada, el perfil inversor se diluye y los retornos no pasan de discretos.

Foto: Mesa redonda 'Construyendo un futuro circular y sostenible'.

El auge de la doctrina ESG no se ha producido sólo en Europa. Como casi siempre en el mundo financiero, la pauta la marca Estados Unidos. 2021, el primer año de la presidencia de Biden, fue el año de éxito de la inversión ESG. Ya en 2022 se levantaron las primeras voces que advertían que los fondos ESG tenían menores rendimientos y comisiones de gestión más elevadas. Desde entonces, en Estados Unidos, algunos estados productores de petróleo o con gobiernos conservadores iniciaron acciones legales contra gestoras de fondos activas en la defensa de la llamada inversión sostenible. En el resto del mundo, el problema de fondo, que no es otro que la ausencia de un retorno adecuado ha producido la retirada de inversores, la fusión de fondos e incluso la supresión de la etiqueta ESG de otros. Lo peor, la doctrina ESG no ha canalizado los fondos hacia donde eran necesarios, y los europeos nos hemos quedado en medio de la nada. El capitalismo de Estado chino y las subvenciones norteamericanas han paliado el fracaso del buenismo de lo ESG y su dispersión de esfuerzos. En Europa aún nos lo estamos pensando, y, de paso, en países como España, desperdiciando los fondos Next Generation.

El fracaso del concepto ESG es la constatación de que la ley de la gravedad siempre hace caer todo aquello que pretende sostenerse en el aire. Constatar lo inevitable no nos puede hacer olvidar lo imprescindible. Europa necesita canalizar recursos hacia tecnologías que necesitamos, porque deben constituir piezas básicas de la que estructura industrial que debemos reconstruir. Y, como toda elaboración delicada, debe hacerse con pocos principios y mucho criterio.

2024 ha sido el año más cálido desde que existen registros. El famoso límite de 1,5ºC se ha superado por vez primera. Las emisiones de CO₂ siguen subiendo, año tras año. Trump puede atraer todas nuestras miradas, pero las emisiones de Estados Unidos disminuyen desde que el fracking incrementó la producción de gas, bajó su precio, y este combustible empezó a sustituir al carbón en la generación eléctrica. Las emisiones de la Unión Europea se reducen desde 1990, sobre todo debido a la pérdida de peso del sector industrial en nuestras economías. China, por su parte, emite más que Estados Unidos y la Unión Europea juntos. Sus emisiones son el 31% de las emisiones mundiales y siguen creciendo. La gran paradoja es que China controla la mayor parte de las tecnologías necesarias para descarbonizar la economía mundial, pero las fabrica con una producción eléctrica en la que el carbón, el combustible fósil más contaminante, supone el 61%. China consume más de la mitad del carbón que se consume en el mundo.

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