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Competitividad europea (II)

La capacidad de innovación estadounidense no ha dejado de crecer, mientras que la de nuestro continente languidece. Como consecuencia, la productividad y la renta per cápita norteamericanas se distancian progresivamente de las europeas

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (Europa Press/DPA/Philipp von Ditfurth)
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (Europa Press/DPA/Philipp von Ditfurth)
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La innovación es el imprescindible origen de la competitividad. La máquina de vapor y el ferrocarril, orígenes de la Revolución Industrial del siglo XIX, son inventos europeos. El italiano Alessandro Volta fabricó la primera pila eléctrica en 1799. El británico Michael Faraday fue capaz, décadas después, de transformar la electricidad en movimiento y éste, a su vez, en electricidad. Esta capacidad científica fue la base sobre la que se asentó el dominio europeo del mundo a lo largo del siglo XIX, hasta que, mediado el siglo XX, Estados Unidos tomó el relevo. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora, ochenta años después, la capacidad de innovación estadounidense no ha dejado de crecer, mientras que la de nuestro continente languidece. Como consecuencia, la productividad y la renta per cápita norteamericanas se distancian progresivamente de las europeas.

Las razones del declive innovador europeo empiezan por la falta de tamaño de su mercado y de sus empresas. Cuando se analiza con un cierto detenimiento, son veintisiete mercados y veintisiete regulaciones diferentes. Si un banco italiano quiere adquirir un banco alemán, el problema no es de competencia o de precio, es político. Si un banco español trata de crecer a costa de otro banco español, el mercado relevante a efectos de competencia es el español, no el europeo. Si una empresa industrial húngara trata de adquirir un competidor español, el Gobierno español trata, por todos los medios, de construir una alternativa española. Son actitudes que se reproducen en todos los países de la Unión. El resultado es un raquitismo empresarial, que se mantendrá si no somos capaces de adoptar un enfoque único europeo en todas las cuestiones que afectan al tamaño de nuestras empresas. No se trata sólo del crecimiento inorgánico a través de fusiones o adquisiciones. Países Bajos o Irlanda mantienen una fiscalidad empresarial más favorable que otros países de la Unión. Un mercado único solo debería permitir una fiscalidad empresarial única.

Internet nació como fruto de las investigaciones del Departamento de Defensa de Estados Unidos para mantener interconectados una serie de ordenadores en caso de un ataque nuclear. La carrera espacial impulsada por el presidente Kennedy fue el origen de numerosos avances técnicos que luego se diseminaron a lo largo de distintas industrias. Por citar un ejemplo más actual, un reciente editorial del New York Times, nos recordaba cómo las empresas de Elon Musk han recibido al menos 38.000 millones de dólares del Gobierno estadounidense. En concreto, por citar los datos de dos de las más conocidas, SpaceX ha obtenido contratos de la NASA por un importe de 15.000 millones de dólares y Tesla ha recibido 11.000 millones de dólares en subvenciones por su desarrollo del coche eléctrico. Nos guste o no, la innovación tecnológica más transformadora, bien en un estadio primitivo o lo largo de su proceso de maduración, ha contado con el apoyo gubernamental.

En Europa, si queremos mínimamente replicar el caso de éxito norteamericano, deberíamos contar con una voluntad política única materializada en un presupuesto común. En algunos ámbitos no estamos tan lejos. Cuatro de las quince mayores empresas europeas por capitalización bursátil son empresas farmacéuticas. La voluntad política común de todos los países europeos de mantener una sanidad pública y universal para todos sus ciudadanos, financiada a través de los presupuestos públicos, no es ajena al tamaño de las empresas farmacéuticas europeas, ni éste es independiente de su capacidad de innovación, cuyas inversiones en nuevos desarrollos cuentan con la certeza de la progresiva incorporación de los nuevos fármacos en los respectivos sistemas sanitarios.

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En todos los ámbitos de la actividad económica, establecer una voluntad política común requiere el diseño de una estrategia, cuyos pasos iniciales deberían ser la identificación de aquellas industrias o de aquellas partes de la cadena de valor de una industria que deberían ubicarse en suelo europeo. No es una tarea fácil, porque la libertad de comercio es la mayor garantía de creación de riqueza, pero en el mundo que viene, donde la dinámica de poder -puro y simple uso del poder- parece configurarse como la fuerza más relevante, necesitamos valorar también la seguridad de que nuestras economías pueden funcionar sin grandes alteraciones. La competencia es fuente de progreso, pero todos los actores deben jugar con las mismas reglas. Este principio es especialmente relevante si pretendemos descarbonizar la economía europea. Hacerlo como hasta ahora, a golpe de regulación, sin valorar sus impactos en la competitividad de nuestra industria, es un riesgo que no deberíamos correr.

Además del soporte público y del diseño de una estrategia común, es imprescindible la involucración de la inversión privada. De nuevo, el problema es la fragmentación del mercado europeo de capitales. La reciente Comunicación de la Comisión Europea sobre el Pacto por una Industria Limpia: una hoja de ruta conjunta para la competitividad y la descarbonización habla de la posibilidad de que los países miembros arbitren un sistema de garantías públicas como medio para fomentar que inversores institucionales inviertan en industrias relacionadas con la Transición Energética. El problema de la competitividad europea trasciende los límites de lo que la propia Comisión Europea llama “industria limpia”. La innovación, en cualquier sector, siempre supone un riesgo adicional: la mortandad de las empresas que tratan de asentar su crecimiento sobre una novedad tecnológica es, en cualquier sector, siempre elevada. Si Europa contara con un volumen de recursos enfocado al capital riesgo mucho mayor, tendríamos parte del camino de la recuperación de nuestra competitividad ya recorrido.

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La recuperación de la competitividad europea requiere también un cambio en la consideración de las empresas. Grandes, medianas o pequeñas son fuente de empleo, de progreso y de creación de riqueza. No son ubres que ordeñar, a las que cargar de costes y de burocracia. Son las que pueden aportar más criterio a la hora de determinar la estrategia europea en cada uno de sus sectores de actividad. Hablar con las empresas es una necesidad. Tomar decisiones regulatorias es una responsabilidad indeclinable del poder ejecutivo y, en su caso, en función de la importancia de la norma, del poder legislativo. Pero debe hacerse con conocimiento de las implicaciones que toda norma acarrea. La Comisión Europea ha arrancado su mandato con una voluntad manifiesta de rehacer el equilibrio entre descarbonización y competitividad. De nuevo ha anunciado una abundante producción normativa, cuya letra pequeña será determinante para saber hasta dónde es capaz de llegar.

La innovación es el imprescindible origen de la competitividad. La máquina de vapor y el ferrocarril, orígenes de la Revolución Industrial del siglo XIX, son inventos europeos. El italiano Alessandro Volta fabricó la primera pila eléctrica en 1799. El británico Michael Faraday fue capaz, décadas después, de transformar la electricidad en movimiento y éste, a su vez, en electricidad. Esta capacidad científica fue la base sobre la que se asentó el dominio europeo del mundo a lo largo del siglo XIX, hasta que, mediado el siglo XX, Estados Unidos tomó el relevo. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora, ochenta años después, la capacidad de innovación estadounidense no ha dejado de crecer, mientras que la de nuestro continente languidece. Como consecuencia, la productividad y la renta per cápita norteamericanas se distancian progresivamente de las europeas.

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