Unión Europea: emisiones, erre que erre, la casa por el tejado
Son las tecnologías y sus costes las que deben convertirse en el factor determinante de una eventual reducción de emisiones y sus plazos. Nunca, por más que en Europa nos empeñemos en lo contrario, será la regulación
Una bandera de la UE. (Europa Press/Archivo/Eduardo Parra)
En el marco del Pacto Verde, la Unión Europea asumió, como precepto legal, alcanzar en 2030 una reducción de emisiones de gases de efecto invernadero del 55% respecto a 1990 y unas emisiones netas cero en 2050. La norma, aprobada en 2021, prevé la fijación de un objetivo intermedio para 2040, que sirva de referencia para la política comunitaria de la próxima década.
La Unión Europea y sus países miembros son también signatarios del Acuerdo de París, pieza clave de la diplomacia climática desarrollada en el marco de Naciones Unidas. Según este acuerdo, firmado en 2015, en este año de 2025 los países firmantes deben comunicar sus compromisos voluntarios de reducción de emisiones para 2035. Compromiso interno para 2040 y compromiso externo para 2035. Las cifras que se proporcionen para ambas fechas deben, lógicamente, ser congruentes. Con un matiz muy europeo: para fijar el compromiso interno basta con un acuerdo por mayoría. El compromiso externo requiere unanimidad.
En un ámbito en el que Europa se está quedando progresivamente sola, la propuesta de la Comisión para 2040 es alcanzar una reducción de emisiones del 90%. El 55% de reducción para 2030 está al alcance y, por lo tanto, más madera. De los treinta y cinco puntos que faltan para el 100%, veinticinco para la próxima década y diez para la siguiente. Dinamarca, que ejerce la presidencia rotatoria del Consejo de la UE, ha impulsado un rango indicativo para la reducción de emisiones en 2035: entre un 66,3 % y un 72,5 % respecto a los niveles de 1990. Se trata de una propuesta indicativa, cuyo objeto primordial es tener algo que decir en la COP de este año. La discusión se presenta difícil. Un dato: el rango superior de la propuesta danesa coincide con el punto medio entre el 55% de 2030 y el 90% de 2040 de la Comisión. Los países se inclinan a reducir su compromiso.
Lo importante no es centrar la discusión en porcentajes y plazos. Es más, una negociación centrada en esos dos parámetros significa que Europa pretende ser pertinaz en su error. Para reducir emisiones o electrificar determinados consumos, la política del capitalismo de Estado chino o de Estados Unidos en tiempos de Biden ha consistido en regar con abundante dinero público las iniciativas empresariales planteadas en estos campos. La política europea ha consistido en poner plazos y encarecer la energía procedente de combustibles fósiles a través del establecimiento, desde 2005, del sistema de derechos de CO₂. El resultado es la pérdida de la competitividad de la industria europea, tanto en lo que podemos considerar industria clásica como en la industria relacionada con la transición energética -aunque, en este último caso, no se trata de perder competitividad, se trata de ser capaces de adquirirla-.
El impacto aislado del sistema de derechos de emisión europeo no es fácil de establecer. Hasta 2018, la producción industrial europea creció de forma sostenida gracias a unos costes energéticos moderados y un precio de los derechos de emisión bajo y estable. Aunque perdía ligeramente cuota de mercado, la industria europea era capaz de abastecer de forma mayoritaria su mercado. En 2018, la introducción de la Reserva de Estabilidad del Mercado de derechos produjo una notable subida de su precio, que con oscilaciones se ha mantenido hasta hoy. En 2022 la guerra de Ucrania supuso la pérdida del suministro de gas ruso por tubería y un incremento espectacular de los precios del gas y de la electricidad. Pese a una progresiva reducción desde 2023, puede decirse que las empresas europeas han convivido con altos precios de la energía y altos precios de los derechos de emisión. Cierto es que las emisiones se han reducido, pero también la actividad industrial. Sectores como el aluminio, hierro y acero, cemento y la industria química han reducido su producción y perdido cuota de mercado. En todos ellos, el coste neto de las emisiones se ha incrementado, no sólo por el precio de los derechos, sino también por la reducción de las asignaciones gratuitas. En la reforma del mercado europeo de derechos de CO₂, además reducir la oferta con la creación de la reserva de estabilidad, se redujo la entrega de derechos gratuitos a las empresas sujetas al sistema. Ha sido necesario comprar más derechos que eran más caros. Las emisiones se han reducido, en parte por una mayor eficiencia en los procesos industriales, pero también – y de forma destacada en los sectores citados- por una notable reducción de actividad. Encarecer una energía cara no suele ser una buena receta para la competitividad.
Fijar objetivos para 2040 sin analizar de forma pormenorizada la situación de las diferentes industrias no tiene mucho sentido. Es necesario dilucidar, para cada industria, qué tecnologías están disponibles para su eventual descarbonización y qué se necesita para su correcto despliegue. Son las tecnologías y sus costes las que deben convertirse en el factor determinante de una eventual reducción de emisiones y sus plazos. Nunca, por más que en Europa nos empeñemos en lo contrario, será la regulación.
Alcanzar un sistema eléctrico en el que más de un 90% de la electricidad producida lo sea sin emisiones es algo que está al alcance de los países europeos. La electricidad renovable es la más barata de producir. Las tecnologías de almacenamiento -baterías y bombeo- tienen un grado de desarrollo y competitividad aceptable. Los países que cuentan con energía nuclear tienen disponible una fuente de energía firme y sin emisiones. Sin nuclear, la generación firme necesaria puede proporcionarse a partir de biometano o gas natural con captura de carbono. Este debería ser el principal objetivo europeo para 2040.
Con sistemas eléctricos descarbonizados, el siguiente objetivo, que debe tratar de alcanzarse debería ser el desarrollo de la red de transporte y distribución de electricidad, de forma que la electrificación del consumo de energía en el transporte, en los edificios y en la industria pueda ser una realidad. Electrificar el transporte requiere diseñar un necesario equilibrio entre la salvaguarda y la transformación de la industria europea, la reducción de costes de los modelos eléctricos y su progresiva introducción en el mercado de la mano de una red de recarga rápida y pública. Otro tanto puede decirse de la electrificación de los consumos en edificios de la mano de la bomba de calor.
La industria es lo más difícil. En muchos casos, no están desarrollados hornos eléctricos o de hidrógeno que puedan suplir a los actuales a gas. Los procesos no electrificables están en un limbo tecnológico, en el que las empresas tratan de adentrarse y que requeriría una decidida ayuda pública que permitiera alcanzar soluciones.
Primero debe ser el diseño de la estrategia a seguir. Los plazos deberían ser la resultante. Cierto es que concretar en fechas la consecución de determinados logros es siempre posible, pero se trata de una aproximación falaz al problema. La casa hay que empezarla por los cimientos: descarbonizar el sistema eléctrico y construir una red capaz de electrificar la economía. Para tener la seguridad de que los muros se construyen rectos y verticales, nada mejor que garantizar una energía lo más barata posible.
En el marco del Pacto Verde, la Unión Europea asumió, como precepto legal, alcanzar en 2030 una reducción de emisiones de gases de efecto invernadero del 55% respecto a 1990 y unas emisiones netas cero en 2050. La norma, aprobada en 2021, prevé la fijación de un objetivo intermedio para 2040, que sirva de referencia para la política comunitaria de la próxima década.