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Por qué cada vez tenemos menos dinero y qué hacen los políticos mientras tanto
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Esteban Hernández

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Por qué cada vez tenemos menos dinero y qué hacen los políticos mientras tanto

Figuras de la economía como Joseph Stiglitz nos señalan que es hora de que nos vayamos familiarizando con el concepto 'acumulación por desposesión'

Foto: Joseph Stiglitz, Nobel de Economía. (Reuters)
Joseph Stiglitz, Nobel de Economía. (Reuters)

Desigualdad es un término usual en estos tiempos, que suele entenderse desde significados poco compatibles. Lo más frecuente es que se utilice para aludir a la diferencia de recursos entre unas y otras clases sociales o a la manera en que la brecha entre unas y otras se va ampliando. Casi siempre se convierte en un eufemismo que es fácilmente combatido por sus detractores, ya que es sencillo señalar cómo la desigualdad es constitutiva de las sociedades humanas, cómo la diferencia de poder y de opciones vitales se ha dado siempre y cómo esa diferencia también posee elementos de justicia: la recompensa adecuada para una persona que realmente aporta algo a la sociedad debe ser distinta de aquella que recibe el individuo que se inhibe en esa aportación o que perjudica a los demás. Desde esta perspectiva, lo malo no es la desigualdad, y ni siquiera lo es que aumente, sino que existan situaciones de gran necesidad. En su versión más benévola, lo natural no sería que pugnásemos por conseguir que disminuya, sino tejer un contexto social en el que las necesidades más básicas estuvieran más o menos resueltas, y a partir de esa base, la vida recompensaría el esfuerzo y el talento de cada cual. Eso sería justicia, y en cierta medida, los defensores de la renta básica apuntan hacia ese camino.

Los que están en la cima han aprendido a absorber el dinero de los demás mediante técnicas que estos ni siquiera conocen

Pero centrar el asunto en el concepto desigualdad para, a partir de ahí, tejer una argumentación sobre el significado del concepto contribuye a menudo a despistarnos. El problema es otro, y Stiglitz se acerca a él cuando señala que en esa continua búsqueda de rentas en que se ha convertido el capitalismo contemporáneo, muchas empresas no consiguen su beneficio por crear riqueza sino por obtener la mayor parte de la riqueza que ha sido producida sin su esfuerzo. “Los que están en la cima han aprendido a absorber dinero de los demás mediante técnicas que estos ni siquiera conocen: esa es su verdadera innovación”.

Los cambios

Stiglitz añade que algunas de las transformaciones más importantes en los negocios en las últimas tres décadas se han centrado no en hacer que la economía sea más eficiente, sino en crear o asentar monopolios y oligopolios y en idear nuevas maneras de sortear las regulaciones gubernamentales.

Los bancos utilizan una fórmula que usa un índice de pobreza para calcular el último dólar disponible que tiene la clase media

Esta es la esencia de lo que la desigualdad significa en este momento concreto de la Historia: una creciente disparidad de poder y recursos que permite que una capa social aumente enormemente su poder y sus recursos a través de formas que creíamos que solo eran posibles en el siglo pasado y que se realizan con la permisividad de los reguladores. El último ejemplo lo aporta Dick Bryan, profesor emérito de Economía de la Universidad de Sídney, que ha publicado un artículo en el 'Sydney Morning Herald' avisando de cómo los australianos de clase media están siendo empujados a la pobreza. Según Bryan, los bancos está utilizando una fórmula que incorpora un índice de pobreza para calcular el último dólar marginal de ingreso disponible que tiene la clase media.

Exprimiendo al máximo

En esencia, lo que dice Bryan es esto: a la pregunta de cuánto podemos cobrar por las hipotecas a la gente que las solicita, responden calculando, según un índice de pobreza, qué cantidad de renta les queda disponible a los solicitantes, y ajustan la cantidad a cobrar a ese remanente. O dicho de otra manera, primero se preguntan cuánto pueden pagar y a partir de ahí les exprimen al máximo. Y todo ello con la aquiescencia de los reguladores.

El poder adquisitivo es menor porque los costes de las necesidades básicas, como vivienda, transporte o electricidad, suben mucho más que los salarios

Más allá del caso australiano, lo cierto es que este se parece mucho a las situaciones que estamos viviendo en Occidente, y en especial en países como el nuestro que no se encuentran entre los favorecidos por los cambios. El poder adquisitivo es menor porque los costes de las necesidades básicas, como vivienda, transporte o electricidad, están subiendo en las últimas décadas muy por encima de lo que lo hacen los salarios. La educación o la sanidad también son más caras, y más aún si se debe recurrir a las privadas. Todo parece calcularse para que nos quede cada vez menos dinero, al mismo tiempo que grandes empresas, como las bancarias, las de telefonía o las textiles, ofrecen espectaculares cuentas de resultados.

La consecuencia

Esta es la desigualdad: cada vez más gente no llega a fin de mes o tiene dificultades para hacerlo, mientras que las empresas que proveen ese tipo de servicios obtienen enormes beneficios, y más aún sus accionistas, que presionan año tras año para que los dividendos sean mayores. En síntesis, lo que apuntan Stiglitz o Bryan es que una cosa es consecuencia de la otra; para que la segunda ocurra, la primera debe tener lugar.

Los políticos garantizan que los hogares no creen problemas de estabilidad para el sistema financiero en lugar de garantizar que el sistema financiero no cree problemas de estabilidad para los hogares

En fin, parece que lo que está produciendo es una transferencia de las rentas de una mayoría de la sociedad hacia las clases adineradas. La redistribución está ocurriendo, pero justo en el sentido contrario del que suele argumentarse. Esta acumulación por desposesión no solo tiene que ver con la privatización de bienes públicos o con las oleadas de financiarización, crisis y deuda que señalaba David Harvey, sino con la traslación de esos recursos de las capas medias y bajas occidentales recogidos en la época fordista hacia las manos de las élites globales.

La concentración de poder

¿Y qué hacen los políticos mientras tanto? Según Bryan, cumplen una función, la que les han asignado: garantizar que los hogares no creen problemas de estabilidad para el sistema financiero en lugar de garantizar que el sistema financiero no cree problemas de estabilidad para los hogares. Y así es. Que España haya incluido de la noche a la mañana un artículo en su Constitución para subrayar que lo primero que hará con sus recursos será destinarlos al pago de la deuda es buena muestra; que las instituciones europeas y nacionales permitan la concentración de poder en el mercado en cada vez menos manos, y con escasas cortapisas, es otra señal. Y no hay indicios de que esta tendencia vaya a modificarse. Ni tampoco de que esto genere mucho interés político, a pesar de las consecuencias que está teniendo en toda Europa.

Desigualdad es un término usual en estos tiempos, que suele entenderse desde significados poco compatibles. Lo más frecuente es que se utilice para aludir a la diferencia de recursos entre unas y otras clases sociales o a la manera en que la brecha entre unas y otras se va ampliando. Casi siempre se convierte en un eufemismo que es fácilmente combatido por sus detractores, ya que es sencillo señalar cómo la desigualdad es constitutiva de las sociedades humanas, cómo la diferencia de poder y de opciones vitales se ha dado siempre y cómo esa diferencia también posee elementos de justicia: la recompensa adecuada para una persona que realmente aporta algo a la sociedad debe ser distinta de aquella que recibe el individuo que se inhibe en esa aportación o que perjudica a los demás. Desde esta perspectiva, lo malo no es la desigualdad, y ni siquiera lo es que aumente, sino que existan situaciones de gran necesidad. En su versión más benévola, lo natural no sería que pugnásemos por conseguir que disminuya, sino tejer un contexto social en el que las necesidades más básicas estuvieran más o menos resueltas, y a partir de esa base, la vida recompensaría el esfuerzo y el talento de cada cual. Eso sería justicia, y en cierta medida, los defensores de la renta básica apuntan hacia ese camino.

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