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Esteban Hernández

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Hablemos ahora de la izquierda y de su 'establishment'

La irrupción de los populismos de derecha es una prueba de fuego para las nuevas izquierdas. Lejos de superarla, ha dejado al descubierto sus debilidades

Foto: Los líderes de los dos principales partidos de izquierda, Pedro Sánchez (i) y Pablo Iglesias. (Reuters)
Los líderes de los dos principales partidos de izquierda, Pedro Sánchez (i) y Pablo Iglesias. (Reuters)

Tras el Vistalegre de Vox, las advertencias sobre el regreso del fantasma totalitario estuvieron continuamente presentes en el debate español, y más con el ascenso del dextropopulismo en Occidente. Sin embargo, la insistente repetición de la advertencia “que vienen los fachas”, no es más que una exageración contraproducente. No, lo que estamos viviendo no es fascismo, y en España dista bastante de existir una fuerza política mayoritaria que pueda imponerlo. A pesar de ello, parte de las izquierdas elevan la voz de alarma, se echan las manos a la cabeza o insultan a los votantes de estas fuerzas emergentes, convencida de que las trompetas anuncian el albor de la catástrofe.

El fascismo es un marco que les resulta necesario, ya que es un fantasma adecuado para que el 'establishment' de la izquierda mantenga su 'statu quo'. Basta con invocar un enemigo poderoso y radical, con caracteres machistas, racistas, xenófobos, viejunos y autoritarios, para que el foco de atención se sitúe sobre el peligro y no sobre la falta de ideas de quienes lo señalan, esas fuerzas políticas con grandes dificultades para hacerse hueco en la consideración de las poblaciones a las que se dirigen.

La renuncia

Este carácter reactivo y de repliegue posee aspectos llamativos, porque es la consecuencia de haber reprimido justo aquello que daba sentido a la izquierda. Lo material no constituía solo la defensa de unos derechos concretos, o impulsaba la demanda de mejoras económicas para las clases con menos posibilidades, sino que conformaba, en un sistema articulado desde los recursos como es el capitalismo, un contrapoder imprescindible. Pero las izquierdas decidieron renunciar a esa palanca.

Al acoger la misma política económica que la derecha, los socialdemócratas solo pudieron diferenciarse mediante los discursos culturalistas

En los últimas décadas, el giro de los partidos socialdemócratas fue muy evidente, ya que fueron tomados por líderes y cuadros ligados al liberalismo económico, que con la excusa de la modernización y de la adaptación a tiempos cambiantes expulsaron a los viejos socialdemócratas y convirtieron sus partidos en una expresión más de la derecha económica. Muchos de sus expertos adujeron ser mucho más científicos que sus antecesores, y exhibían gráficos y cifras que siempre demostraban que todo iba bien, al estilo pinkeriano: el mercado funciona, todo está correcto, el descenso en vuestro nivel de vida es necesario, el problema de la democracia es que la gente tiene demasiadas expectativas, y los que veis problemas es porque pensáis negativamente y seguís anclados en el pasado.

El giro

Al realizar ese viraje, los partidos socialdemócratas empezaron a quedarse sin espacio electoral, porque las diferencias con sus rivales de la derecha resultaban mínimas, y la única manera de reconstruirlo fue presionar en los asuntos culturales. Ahí es donde las lógicas culturalistas tienen sentido, como la insistencia en los grupos oprimidos, en las mujeres, en las minorías o en los colectivos activistas, ya que les permitía conservar el rótulo 'izquierda' mientras desarrollaban las políticas económicas de sus rivales.

Desde el 15M, las nuevas fuerzas políticas han acogido el mismo marco que utilizaban los socioliberales, solo que lo han empujado más lejos

Lo peculiar es que este mismo giro tuvo lugar en la izquierda que iba más allá de los viejos partidos socialdemócratas. En España ha sido muy evidente en los años posteriores al 15M, donde las nuevas fuerzas apostaron por el mismo marco mental que los socioliberales, solo que empujándolo más allá. Las asambleas, el feminismo, los derechos sexuales, la situación de la juventud, las bicicletas, los patinetes y demás coparon el espacio, y dejaron lo material como aspecto residual.

Las izquierdas se dedicaron a proponer medidas paliativas para conservar el Estado del bienestar

Cuando entraron a analizar el asunto de los recursos, iban un poco más lejos que sus amigos socioliberales, pero permanecían en el mismo marco, el de tomar medidas paliativas para conservar el Estado del bienestar, la educación, la sanidad, luchar contra la pobreza energética o combatir los desahucios, y, como mucho, promovían la renta básica. Como ellos, ponían el acento en las peores situaciones materiales, y se olvidaban del resto de la sociedad. Y no hablaron nada del trabajo, ni de la financiarización de la economía, ni de economía política, ni de la redistribución en sí misma, ni del nuevo orden al que nos abocan las empresas tecnológicas, ni del papel determinante de los grandes inversores ni de todo lo que se está moviendo alrededor de los datos. Lo material quedaba reprimido, como si fuera el residuo de un pasado que estaba abocado a perderse en la noche de los tiempos: creían, como sus primos liberales, que el futuro iba a ser completamente distinto, que lo económico ya estaba solucionado y que había nuevos problemas sobre los que la gente exigía respuesta, aquellos vinculados al reconocimiento.

Y llegó la derecha

En estas llegó el dextropopulismo, que conjugó el discurso cultural que señalaba la decadencia de los tiempos con otro material que prometía la mejora del nivel de vida de los perdedores a través de la variable nacional y no de la de clase. La izquierda se encontró con que Trump primero y gente como Salvini o Le Pen más tarde eran mucho más contundentes y atrevidos en sus declaraciones y en sus propuestas. Cuando el líder italiano y la dirigente francesa afirmaron que “la UE no se construyó para los pueblos, para su prosperidad, sino para reforzar el poder de una pequeña clase mundial que genera muchísimo dinero”, o que “estamos recogiendo los valores de una izquierda que ha traicionado a los trabajadores, ayudamos a tantos precarios y parados que la izquierda ha abandonado”, o que “en las sedes del PD [Partido Demócrata] y socialistas entran más banqueros que obreros”, o que “los enemigos de Europa están en el búnker de Bruselas, son Juncker y Moscovici, que han traído precariedad y pobreza y se aferran a su poltrona”, a las izquierdas les rechinaron los dientes. Lo único que podían hacer era no entrar en el fondo del asunto, y descalificarlos en bloque, una postura que termina favoreciendo que los nacionalpopulistas se conviertan en fuerzas políticamente poderosas y se lleven a buena parte de sus votantes.

Según el 'establishment', la nueva derecha ha triunfado porque en la sociedad hay mucho racista, sexista, homófobo y xenófobo

Esto les resulta doloroso y por eso lo niegan de continuo. Según las izquierdas, el nacionalpopulismo no les ha robado votantes, y tampoco los perdedores de la globalización, incluyendo a la clase trabajadora y la media empobrecida, son seguidores de Trump, de Le Pen o de Salvini; eso es algo que solo afirman los nostálgicos. Desde su punto de vista, el triunfo de este tipo de opciones políticas se explica porque hay mucho racista, sexista, homófobo y xenófobo en Occidente y porque hay mucha gente corta que se deja engañar por las noticias falsas: por eso han votado a Trump, o a favor del Brexit, o a las derechas en auge. Dado que existe mucho fascista entre la clase media, la gente que se ha quedado atrasada, la que tiene miedo al futuro y se asusta ante los cambios, ha optado por refugiarse en la seguridad y en los signos identitarios. Es verdad que parece más una sarta de insultos que una explicación del ascenso de la derecha, pero con ella se manejan.

Las etiquetas

Lo más llamativo es que también en la izquierda no ligada a la nueva socialdemocracia se ha impuesto este análisis, aunque le conceden usos adicionales: no solo lo aplican a los votantes del dextropopulismo, sino que lo derivan hacia quienes les critican desde su mismo espectro político. La discusión acerca de 'La trampa de la diversidad', de Daniel Bernabé, ha movilizado muchos recursos discursivos de esta clase: nostálgico, viejuno, machista, rojipardo, obsoleto, como si sus ideas no fueran más que residuos del pasado que hubieran salido a flote como efecto del oleaje de los tiempos. Y en otro sentido, aunque por motivos similares, les ocurrió a Monereo, Anguita e Illueca con su reivindicación de la soberanía. Son formas de descalificar la crítica mediante la adjudicación de etiquetas a quien la enuncia.

Su mirada es científica y moderna y sus ideas nacen de la observación rigurosa: las de quienes les critican son simples impresiones y sentimientos

Sin embargo, el argumento de Bernabé no era un ataque sangrante, ni negaba la defensa de la diversidad, ni se proclamaba antifeminista ni nada similar: simplemente dejaba constancia de que lo material había sido olvidado. Y tiene razón. La diversidad se ha convertido en la expresión de la impotencia: la insistencia en lo cultural no es tanto una posición política ante los tiempos cuanto la renuncia a actuar, la aceptación de lo dado a cambio de un pequeño lugar al sol.

El argumentario

Afirmar esto implica recibir un rosario de descalificaciones, convenientemente revestidas de un discurso positivo típico: el 'establishment' de la izquierda, el socioliberal y el vinculado a Podemos, responde señalando que su mirada es científica, alineada con los tiempos, que sus ideas nacen de la observación académica, y no como las de quienes les critican, que solo ponen en juego impresiones y sentimientos y que en el fondo no hacen más que refugiarse en las ideas del pasado.

El nacionalpopulismo ha venido a partir el espinazo a las izquierdas socioliberales, y lo ha hecho a través de aquello que habían estado negando

Es lógico que utilicen este argumentario, porque ya no les queda otra cosa. Contaban con un discurso que les situó arriba, y cuesta desprenderse de él incluso cuando los hechos quiebran sus argumentos. El nacionalpopulismo ha venido a partir el espinazo a las izquierdas socioliberales, y lo ha hecho a través de aquello que habían estado negando, lo material. Quienes en su mismo espacio se han alejado del socioliberalismo, como Sanders y Corbyn, cuentan con programas mucho más pragmáticos y orientados hacia las necesidades de las sociedades contemporáneas.

El punto de apoyo roto

Reconocer esto tiene un precio que no están dispuestos a pagar, porque implica desprenderse de todo aquello que les ha hecho situarse en el 'establishment' de la izquierda. Y no me refiero únicamente a sus líderes y a quienes les rodean, y a toda ese serie de puestos a los que tendrían que renunciar si las izquierdas tomasen otro camino, sino a esa posición de superioridad que les gusta exhibir, en absoluto justificada por los hechos. Hay quienes, al ser los últimos en irse de las asambleas, o tener muchos amigos en el activismo, lograban tejer listas participativas gracias a las cuales resultaban elegidos; otros se convertían en los intelectuales orgánicos del movimiento; otros recibían reconocimiento simbólico; otros impulsaban sus carreras académicas; otros adquirían relevancia mediática, y así sucesivamente. Pero todo eso tenía un punto de apoyo, la fórmula que proponían para que las izquierdas se actualizasen, adquiriesen importancia social y recorrido electoral, y ahora esa idea está chocando con la realidad.

Han convertido a la izquierda en un grupo de albañiles que pintan una y otra vez las grietas que aparecen en las paredes del sistema

Esconder la cabeza bajo esa fórmula que les funcionó para ascender no va a ayudarnos a salir de esta. Sin una idea clara acerca de cómo funciona la financiarización y cómo nos está afectando, de los cambios estructurales que continúa promoviendo, de cómo la sistematización, la robotización y la nueva estandarización han transformado el suelo productivo, de cómo la economía de contenedor y la recolección y el procesamiento de datos nos están conduciendo hacia una nueva fase económica, del papel de la deuda en todo esto, y de cómo buena parte de las poblaciones occidentales ven cómo aumentan sus gastos mínimos sin que sus ingresos mejoren, poco cambiarán las cosas. Pero al 'establishment' de la izquierda, ya sea la socioliberal o la de Podemos, no le preocupa, porque España es diferente, y vive en un momento de felicidad en forma de presencia en La Moncloa. Cuando los hechos vienen a perturbar sus ideas, desprecian a quienes tienen otras perspectivas y llaman fachas a aquellos que dicen cosas que les disgustan. Si las cosas se ponen mal, gritan “que viene el fascismo”. Claro que sí, y el cinismo, el nihilismo, el sarcasmo y el orgasmo. O lo que sea necesario para no dar marcha atrás y conservar ese espacio privilegiado que ocupan.

La cuestión es que unos, los socioliberales, siguen en el mismo marco que sus amigos conservadores, y se han convertido en una expresión más amable de lo mismo, mientras que los otros siguen empeñados en correr hacia la nada: de asaltar los cielos han pasado a ser la muleta del partido en el Gobierno, y eso suele tener un precio electoral. Pero lo peor no es eso: ambos han convertido su espacio político en un conjunto de albañiles que van pintando las grietas que se abren en las paredes de nuestras democracias.

Tras el Vistalegre de Vox, las advertencias sobre el regreso del fantasma totalitario estuvieron continuamente presentes en el debate español, y más con el ascenso del dextropopulismo en Occidente. Sin embargo, la insistente repetición de la advertencia “que vienen los fachas”, no es más que una exageración contraproducente. No, lo que estamos viviendo no es fascismo, y en España dista bastante de existir una fuerza política mayoritaria que pueda imponerlo. A pesar de ello, parte de las izquierdas elevan la voz de alarma, se echan las manos a la cabeza o insultan a los votantes de estas fuerzas emergentes, convencida de que las trompetas anuncian el albor de la catástrofe.

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