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Esteban Hernández

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¿De verdad hay alguien a quien le importe la Unión Europea?

La propuesta del presidente francés, que desea un renacimiento europeo, no le ha interesado a casi nadie, quizá porque las élites europeas siguen en su burbuja

Foto: Macron y Trump, en la reunión del G20. (Marcos Brindicci/Reuters)
Macron y Trump, en la reunión del G20. (Marcos Brindicci/Reuters)

La propuesta de Macron para un renacimiento europeo parte de un punto incontestable: este es un momento de urgencia para Europa. Quizá los ciudadanos de nuestro continente no den demasiada importancia a este hecho, y probablemente nuestras élites tampoco, pero es un instante clave para definir el futuro, no solo de la UE, sino el de cada uno de nosotros. La recepción que el texto de Macron ha tenido en España, desde la celebración de la iniciativa desde el entorno socialista hasta los reproches por incluir algunos puntos poco liberales o demasiado proteccionistas, revela que seguimos enredados en posiciones partidistas, pero también dibuja la dimensión de la burbuja en la que los europeístas se han acostumbrado a vivir.

Hasta ahora, todo el discurso sobre los problemas europeos se centraba en una suerte de nostalgia culpabilizadora: con lo bien que nos iba y han tenido que venir los rusos con las noticias falsas y los populistas que fomentan el malestar y agitan las pasiones para conseguir votos. A partir de este momento, sin embargo, podremos traducir adecuadamente este tipo de afirmaciones: cuanto más se responsabilice a las noticias falsas, a las pasiones y a los votantes retrógrados de lo que va mal, más se está cayendo en la añoranza de unos tiempos que ya se han marchado. Cuando utilizan estos argumentos lo que quieren decir es que no desean dar ningún paso adelante. Este es el momento maquiavélico de la UE, pero la mayoría de los europeístas se niega a reconocer los cambios que estamos sufriendo.

Oídos sordos

Ese es el gran problema al que se enfrenta la propuesta de Macron: más allá de que sus ideas sean o no válidas (esa sería la segunda parte), lo relevante es que la dirige a aquellos que no tienen ningún interés en avanzar. El inmovilismo reina en la UE en un instante en que es necesario un renacimiento, sea o no en el sentido apuntado por Macron, puesto que han de sortearse escollos serios, internos y externos.

La UE es la potencia perdedora en este giro geopolítico, y no hay ningún indicio de que esa situación vaya a variar a corto plazo

El primero de ellos abarca multitud de aspectos, y puede resumirse en la pérdida de influencia internacional de la UE una vez que el mapa geopolítico se ha visto alterado con la conversión de China en segunda potencia mundial. La Unión tenía presencia en la medida en que reforzaba las políticas impuestas por su gran paraguas, EEUU, durante una época que fue de esplendor económico para las élites europeas. Tras el giro de Trump, que intenta afianzar la hegemonía de EEUU restando peso a sus aliados y que ve a la UE como un competidor, el nuevo peso de China y la persistente presencia rusa, Europa se ve presionada desde distintos ámbitos, y todo ello sin ejército propio, sin una política exterior cohesionada y sin una fuerza internacional real que la sitúe a la altura de otras potencias. A eso le sumamos su falta de posicionamiento tecnológico, es decir, su déficit en un terreno en el que se están jugando las nuevas formas de influencia, control, y generación de recursos, y su dependencia energética. De momento es la potencia perdedora en este giro geopolítico, y nada apunta a que esa situación vaya a variar a corto plazo.

La suma de partes

Los retos interiores tampoco son poca cosa. El primero tiene que ver con una cohesión escasa, resultado de los intereses diferentes de los países más fuertes, con la doble velocidad de la arquitectura euro gracias a la cual países como Alemania han salido ganando (y otros, como España perdiendo), y con una expansión hacia el Este que ha creado graves problemas de integración. Esa falta de cohesión es un lastre, fragiliza a la UE e impide tomar medidas contundentes dentro y fuera, ya sean de política fiscal o en materia exterior, entre otros aspectos. Un territorio no articulado no es un territorio, es una suma de partes, y tales operaciones son siempre provisionales: dependen de un equilibrio que puede romperse fácilmente.

La ausencia de cohesión social provoca que los países europeos se vuelvan frágiles y, por tanto, vulnerables a influencias exteriores

El segundo problema interno está directamente ligado al auge de los dextropopulismos y de las extremas derechas. El crecimiento de estas fuerzas tiene como causas el deterioro del nivel de vida en Europa, las menores posibilidades para muchos de sus ciudadanos, en especial en el sur, y la reinante falta de confianza en el futuro. La desigualdad, uno de nuestros grandes problemas, no es solo la diferencia de recursos entre unas partes y otras de la población, es también un contexto en el que los salarios de la mayoría de la población no aumentan al tiempo que suben los precios de los bienes necesarios para la subsistencia, como el alojamiento, la energía o el transporte. Desde esta perspectiva es fácil entender resistencias como las de los chalecos amarillos: es gente que cada vez tiene menos y paga más, que carece de perspectivas de futuro y que ve muy difícil que sus hijos reproduzcan su posición. Esa ausencia de cohesión social provoca que los países europeos se vuelvan frágiles y, por tanto, vulnerables a influencias exteriores. Los populismos de derecha y las extremas derechas han crecido gracias a los perdedores de la globalización, que son fundamentalmente las clases medias y trabajadoras europeas, y ese descontento lógico está siendo recogido por ideologías nada favorables a la UE. La configuración del Parlamento europeo tras las elecciones de mayo será una muestra de cómo fuerzas contrarias a una Unión fuerte contarán con un número significativo de escaños y, con ellos, con capacidad para poner palos en las ruedas a toda acción integradora.

Los intereses propios

Estos son los tres grandes retos que la UE debe afrontar y, si no los encara, seguirá deslizándose en la pendiente hacia la segunda división. Una Europa unida y fuerte contaría con grandes posibilidades en un mundo donde el tamaño importa mucho, pero si no es así, es probable que cada país mire mucho más por sus propios intereses que por los comunes. La Italia de Salvini se ha sumado a la ruta de la Seda china y se muestra cercana a Rusia, como ocurre con Le Pen y con otras fuerzas populistas ligadas a Bannon, lo cual es una señal evidente de que ese proceso ya se ha iniciado. Cuando las cosas van mal, el darwinismo reaparece, y cada cual busca la salida que más réditos le ofrece.

Este es el momento de la verdad, el de apostar por una UE real u olvidarse del asunto

Pero todos estos problemas se resumen en uno principal, las élites europeas, esas que pretenden seguir ancladas en un pasado que ya ha huido. No estamos en la era global, en la que era posible extraer recursos sin consecuencias; ya no es posible incrementar el descontento de las poblaciones sin que se vuelva en contra de algún modo. Cuando Donald Tusk afirma que hay potencias extranjeras que quieren influir en las elecciones europeas hay que darle la razón, pero también recordarle que las élites europeas hacen todo lo posible para que esa influencia encuentre un suelo sólido en el que germinar. Hemos vivido la secesión de las élites, por citar aquella famosa expresión de Christopher Lasch, y siguen sin querer regresar a casa.

Las élites no creen en la UE

Por decirlo de otra manera, este es el momento de la verdad, el de la prueba del algodón: el de apostar por una UE real u olvidarse del asunto. Hasta ahora, cuando la Unión no era más que un mecanismo cómodo de generación de ingresos para las élites, todo marchaba. Pero las cosas han cambiado, y esa tranquilidad de espíritu reinante está desvaneciéndose. Europa exige, si quiere ser efectiva y subsistir como gran potencia, que se dé un salto hacia delante, que se avance, que se desarrollan políticas integradoras y cohesivas que la refuercen interior y exteriormente. La otra opción es dejar las cosas como están, lo cual implica una fractura a medio plazo. En este instante crucial nadie quiere moverse, nadie quiere cambiar el paso, probablemente porque no creen en el proyecto europeo. Si de verdad quisieran que la UE persistiera como una gran potencia, darían pasos en esa dirección, se pondrían en marcha otras políticas y estructurarían el espacio europeo de una manera más sólida. Pero no es así. Suena extraño cuando acusan a los anti UE de querer acabar con el mejor instrumento del que hemos gozado, porque la responsabilidad primera es siempre de quienes mandan. Si en lugar de avanzar en la dirección correcta, nos hablan de rusos, de pasiones y de populismos, todas las opciones en contra de la UE se dispararán, lógicamente y con razón.

La propuesta de Macron para un renacimiento europeo parte de un punto incontestable: este es un momento de urgencia para Europa. Quizá los ciudadanos de nuestro continente no den demasiada importancia a este hecho, y probablemente nuestras élites tampoco, pero es un instante clave para definir el futuro, no solo de la UE, sino el de cada uno de nosotros. La recepción que el texto de Macron ha tenido en España, desde la celebración de la iniciativa desde el entorno socialista hasta los reproches por incluir algunos puntos poco liberales o demasiado proteccionistas, revela que seguimos enredados en posiciones partidistas, pero también dibuja la dimensión de la burbuja en la que los europeístas se han acostumbrado a vivir.

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