Postpolítica
Por
Los cuatro grandes problemas de España
Los partidos políticos, así como la mayoría de los intelectuales, están pasando por alto las cuestiones esenciales de esta época. Es hora de empezar a hacerse otras preguntas
España es curiosa políticamente hablando por muchos motivos. Uno de ellos, y no el menor, es la peculiar forma en que ha entendido la novedad. Para nuestros partidos, lo nuevo no consistía en descubrir algo que estaba escondido o en lo que nunca habíamos pensado, sino en transmutar el valor de un aspecto que era visto y conocido desde siempre. El filósofo y crítico de arte Boris Groys lo explicaba perfectamente respecto del ámbito cultural: algo que se consideraba profano, extraño, primitivo o vulgar de pronto se higieniza y se coloca en el primer plano, cobrando un valor que nadie esperaba.
Ese, en esencia, ha sido el trayecto de los partidos españoles en los últimos años. Le ocurrió a Podemos, que nació con aquello de la casta y como prolongación de la España del 15-M, pero que rápidamente se convirtió en una readaptación gentrificada de la vieja izquierda, tanto en sus tics internos como en sus ideas. Le ha ocurrido al PP, que con la salida de Rajoy decidió reinventarse regresando a los primeros 2000, a la época aznarista, con el pretexto de que ahora está de moda. Le ha pasado a Ciudadanos, que se promovía como la formación que representaba la España global, que era liberal en lo cultural y lo económico, pero que, llegado el momento de la verdad, ha girado hacia el orden, el cierre identitario y la bandera. Y le pasa a Vox desde sus inicios, que está intentando borrar lo que se construyó en la Transición: nada de autonomías, nada de aborto, nada de feminismo. En cuanto a los socialistas, se han convertido en un partido nuevo con Pedro Sánchez, pero sus propuestas forman parte de la ortodoxia que domina el progresismo desde hace algunas décadas, con su mezcla de feminismo, algo de redistribución, algo de ecología y un poco de tecnología como receta principal. En España, en realidad, hay dos clases de partidos, los que se mueven en el pasado y los que están por inventarse: todos nos venden como novedad aquello que ya estaba allí desde hace mucho tiempo.
Los nuevos problemas no suelen afrontarse. Y cuando se encaran, es a través de viejas soluciones
En otras partes del mundo están apareciendo propuestas políticas diferentes, con dosis elevadas de ambigüedad y algunas innovaciones, pero no aquí, donde seguimos anclados en nuestro peculiar mundo aparte. La cuestión es que, mientras tanto, han aparecido nuevos problemas que o bien no se afrontan o que, cuando se hace, se eligen viejas soluciones.
Los cuatro problemas esenciales
En Occidente, existen cuatro grandes grupos de problemas: los ligados al reparto de recursos y con ellos a las posibilidades vitales; los vinculados a la relación con el otro; los que surgen producto del nacimiento de nuevos valores sociales y de la demanda de estabilidad y seguridad de buena parte de la población, y, por último, los que emergen fruto de la recomposición geopolítica mundial. Y nada de esto es abordado por ninguno de los partidos españoles, ni de derechas ni de izquierdas.
La brecha abierta entre los grandes y los pequeños, entre quienes tienen fuerza económica y quienes carecen de ella, reconfigura nuestra sociedad
El primer grupo suele designarse como ‘desigualdad’ y es donde se encuadran los llamados ‘perdedores de la globalización’, que son otras maneras de poner de manifiesto que las estructuras económicas se han transformado en un sentido que perjudica a la mayoría de las poblaciones occidentales, y particularmente a la española. Esa brecha abierta entre los grandes y los pequeños, los que tienen fuerza y los que carecen de ella, se deja sentir en todos los estratos sociales. Los pequeños empresarios tienen pocas posibilidades de salir adelante en un entorno que les dificulta enormemente el éxito: costes fijos mucho más elevados, pérdida de opciones de negocio en un mundo empresarial concentrado, lo que conlleva un menor margen de beneficio y grandes dificultades para competir en un entorno en el que el tamaño es fundamental, y una presión fiscal más exigente que la que sufren las grandes empresas, que pueden escapar de los marcos fiscales nacionales con mucha mayor facilidad. Los autónomos, una mano de obra cada vez más abundante, suelen ser trabajadores por cuenta ajena a los que se han trasladado los costes de su actividad, y si la economía de plataforma continúa desarrollándose, se convertirán en el 'new normal', en la mano de obra dominante en el mercado laboral. Los asalariados cada vez se dividen más entre los pocos con empleos muy bien remunerados y una masa precaria, inestable y con sueldos que resultan poco adecuados para afrontar los gastos crecientes que suponen la vivienda, la energía, el transporte y otros bienes esenciales para la subsistencia.
Que la izquierda haya perdido la capacidad de representar el descontento con el capitalismo es consecuencia de los nuevos valores sociales
Este contexto, y aquí reside el segundo problema, está generando un cambio de valores en Occidente. La ruptura de la idea de futuro, la sensación de que los tiempos venideros traerían progreso en todos los sentidos, ha sido sustituida por la conciencia de deterioro, de caída y de competición acelerada por la supervivencia. Cuando Wolfgang Streek afirma que la izquierda ha perdido la capacidad de representar el descontento con el capitalismo y que las derechas populistas están entrando en ese espacio, señala una consecuencia obvia de los nuevos valores sociales. Fenómenos ambiguos como los chalecos amarillos son muestra de este tipo de descontento, que se traduce también en una gran dificultad de gobernar las sociedades. Es sobre este fondo desde el que es posible interpretar el valor ‘nación’, tan actual hoy, que no es más que una manera de interpretar el deseo de seguridad y estabilidad que las sociedades occidentales están demandando en un mundo sometido a corrientes poderosas e incesantes, en las que todo lo sólido tiende a disolverse en el aire. Un lema como 'Take back control' fue efectivo porque se dirigía a esas necesidades antropológicas que están siendo disueltas por el tipo de capitalismo en el que estamos inmersos, lo cual se manifiesta en numerosos aspectos de la vida cotidiana: la gente está aprendiendo a manejarse en la inestabilidad continua, en relaciones laborales y personales con escasas raíces y en las que domina la provisionalidad, y que hacen imposible dibujar planes vitales. El creciente descontento está dirigido en buena parte contra este mundo aterradoramente fluido.
El regreso de la geopolítica
El tercer gran asunto es el cambio en el poder global, con un regreso al nacionalismo que no es más que la expresión de un mundo de dos velocidades en el que los grandes países como EEUU, China o Rusia cobran mayor fuerza. Y este regreso de la geopolítica, esta vuelta a la tensión entre imperios, genera nuevos balances de poder en los que la gran perdedora, hasta el momento, es la UE. Los Estados como España, que dependen de la fortaleza del bloque europeo, pierden doblemente, ya que sufren el deterioro de la coalición de cara al exterior, y son débiles en el interior, ya que los países del norte, y en especial Alemania, han sido los mayores beneficiados de la actual configuración de la Unión Europea. Es lógico que en este escenario surjan muchas preguntas acerca del papel que Europa debe jugar en el futuro, de cómo debe actuar en el exterior y si el reparto interno debe rehacerse. Y la inestabilidad en uno y otro sentido debilitará aún más a la UE y generará tensiones, mucho más cuando las fuerzas euroescépticas están creciendo: no olvidemos que algunas de ellas están planteando preguntas muy pertinentes, gusten o no sus respuestas.
A España le ha tocado cuidar de los jubilados europeos, ejercer de lugar de vacaciones y ser fuente de recursos para los tenedores de la deuda
En este contexto de reconfiguración del poder mundial, es la hora de analizar cuál va a ser el papel de España. De momento y por desgracia, somos una nación subordinada: en el reparto de funciones globales, a España le ha tocado cuidar de los jubilados europeos, ejercer de territorio vacacional, ser fuente de recursos para los tenedores de la deuda y ocasionalmente producir futbolistas. España apenas cuenta con poder financiero, ni con fuentes de energía propia, poder militar o tecnología avanzada, y ni siquiera tiene agricultura y ganadería para abastecerse, lo cual nos convierte en un país especialmente débil. Más vale que empecemos a plantearnos cuál va a ser el futuro de España en el nuevo contexto geopolítico, porque nos jugamos muchísimo.
La relación con el otro
De los cuatro grandes problemas, hay uno que sí se tiene en cuenta, y que de hecho ha tomado por completo la política nacional, el de la relación con el otro. En España, uno de los principales puntos de enfrentamiento en Occidente, el de los inmigrantes, está presente, pero con una fuerza menor que en EEUU, Reino Unido o Italia, por ejemplo. El feminismo, sin embargo, ha cobrado mucho peso, ya que la izquierda coloca en él sus esperanzas, mientras que la derecha apuesta por combatir sus excesos. Pero el asunto estrella es el independentismo, saber cómo lidiamos con una parte de la población catalana cuyo objetivo es marcharse de España. En todos ellos se confrontan dos marcos, el de la derecha, que es el de la firmeza y la fuerza (con distintos grados, dependiendo de qué partido hablemos), y el de la izquierda, que aboga por el diálogo (también con diferencias cualitativas, según se trate de los socialistas o de Podemos). Lo malo es que ambas opciones se quedan en los marcos, que son utilizados como arma arrojadiza, en lugar de profundizar en las soluciones, que son complejas y que requieren voluntad y arrojo políticos.
La derecha retoma el elemento nacional, pero solo para combatir a los separatistas, sin ofrecer un plan para España en el nuevo mundo geopolítico
Pero salvo este grupo de problemas, los demás apenas se abordan. Por supuesto que se mencionan, pero a menudo de manera tangencial, simplista o banal. Por ejemplo, la lucha contra la desigualdad es una de las banderas de las izquierdas, pero su solución no es otra que subir los impuestos e incrementar las prestaciones del Estado del bienestar, o al menos frenar los recortes, justo en el instante en que ni eso basta ni tampoco la coyuntura deja mucho margen de acción: las exigencias europeas de cumplir lo acordado con el déficit, la capacidad de las grandes empresas de evadir las imposiciones fiscales nacionales y el auge de las tecnológicas, el siguiente paso en esa deriva, apenas dejan recursos para cumplir con lo que se promete. La derecha retoma el elemento nacional, pero solo para combatir a los separatistas, sin un plan para que España tenga un papel en el nuevo mundo geopolítico, y sin la menor intención de ofrecer estabilidad y seguridad, es decir, de conceder a la gente un margen de decisión sobre cómo quiere que sea su existencia, sin brindar opciones que nos permitan trazar planes vitales. Y ninguno de los partidos da una respuesta al problema geopolítico, más allá de afirmar un vago europeísmo según el cual esta UE es la única solución.
Las preguntas nuevas
De este modo, los partidos, y una importante mayoría de expertos, periodistas e intelectuales con proyección pública, pasan por encima de los grandes temas. No formulan preguntas esenciales, no aparecen proyectos a medio plazo, no generan debate sobre las grandes incógnitas de nuestro futuro. Esta es la tarea pendiente: afrontar esta serie de cuestiones urgentes con respuestas diferentes sí sería entrar en lo nuevo. Pero mientras eso ocurre, seguiremos en nuestro peculiar regreso a los viejos tiempos, es decir, a una época que ya no existe.
España es curiosa políticamente hablando por muchos motivos. Uno de ellos, y no el menor, es la peculiar forma en que ha entendido la novedad. Para nuestros partidos, lo nuevo no consistía en descubrir algo que estaba escondido o en lo que nunca habíamos pensado, sino en transmutar el valor de un aspecto que era visto y conocido desde siempre. El filósofo y crítico de arte Boris Groys lo explicaba perfectamente respecto del ámbito cultural: algo que se consideraba profano, extraño, primitivo o vulgar de pronto se higieniza y se coloca en el primer plano, cobrando un valor que nadie esperaba.