Postpolítica
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Calviño, el plan Marshall de Sánchez y lo que se está cociendo en EEUU
El Covid-19 ha desnudado las grandes ficciones de nuestro pasado reciente. Cuando las cosas se han puesto feas, cada país ha mirado por sí mismo. Ahora le toca a la economía
Late en parte de nuestra sociedad, sostenida por muchos intelectuales y expertos, cierta nostalgia por la globalización perdida que recuerda a las películas de John Ford, hermosas historias sobre un pasado mítico que nunca existió. Las pelis de Ford, eso sí, contenían una belleza y una épica que las trascendían. Nada de eso hay en nuestros intelectuales, periodistas incluidos, salvo una suerte de lamento por lo huido, por la oportunidad que se perdió. Las palabras de Harari, que han sido ampliamente secundadas, reflejan bien ese anhelo abstracto de cooperación, coordinación, multilateralismo, empatía y, por supuesto, tecnología, que tanto hemos escuchado en los últimos años.
El problema es que esa globalización nunca existió. Y tampoco voy a discutir si sobre el papel era una idea buena o mala, porque nos perdemos demasiado en los conceptos. Importan mucho más los hechos que su planteamiento ideal, y la verdad desnuda es que la globalización ha sido un mecanismo de huida de las formas de control por parte de quienes tenían más poder.
Sin contrapesos
Dos ejemplos. Cuando se argumentaba sobre las dificultades de regulación de los flujos financieros en la crisis de 2008, se insistía permanentemente en la necesidad de una arquitectura global que pusiera límites firmes a prácticas tan dañinas, pero nunca llegó, precisamente porque estaba organizada para eso. El otro ejemplo es la misma Unión Europea, un conjunto de países estructurados a través de una moneda común y de las decisiones del Banco Central Europeo, pero sin una arquitectura política, militar, fiscal o laboral que ejerza la dirección, que oriente o haga de contrapeso a esas decisiones monetarias.
Ambos elementos resumen bien la globalización, un orden fijado a partir de lo monetario y lo financiero, pero sin las estructuras políticas y sociales necesarias para orientar las decisiones. En esa deficiencia han radicado gran parte de los problemas de la mayoría de las clases medias y trabajadoras de Occidente.
El problema era un déficit en la apertura: necesitábamos menos fronteras, más interconexiones, más flujos y más tecnología
Cada vez que se realizaban estas críticas, teníamos dos tipos de respuestas que expertos, intelectuales y periodistas nos repetían monótonamente. O nos contaban los beneficios de la globalización, que el mundo estaba mejor que nunca, que el futuro era aún más brillante y que debíamos estar contentos porque las clases medias asiáticas eran más robustas que nunca mientras que las europeas eran mucho más endebles, o nos ofrecían una receta que consistía en más globalización: el problema era un déficit en la apertura, y necesitábamos menos fronteras, más interconexiones, más flujos y más tecnología; ahí estaba la solución.
La buena dirección
Pedro Sánchez formaba parte de los segundos. Cuando nuestro presidente compareció este año en Davos, reafirmó la tesis de la globalización feliz, a la que había que añadir más energía verde, más igualdad de género y más empatía. El domingo pasado dijo algo muy distinto en la rueda de prensa, que era necesario un plan Marshall y que se hacía precisa una economía muy diferente en la época poscoronavirus. Angel Gurría, secretario general de la OCDE, ha ido en la misma dirección. Bien podían haberlo defendido mucho antes y, entre otras cosas, esta pandemia nos habría pillado mejor preparados, pero tampoco nos vamos a detener en eso ahora. Es la buena dirección y ojalá que esa sea la reacción de los países principales, así como de las instituciones internacionales. Sin embargo, todo apunta a que no será así, y que tantos años de fragilidad intelectual y política nos van a seguir pasando factura.
La economía presente se sostiene sobre pilares muy frágiles; de otro modo, el virus no tendría la capacidad para detenerla tan brutalmente
En este sentido, será clave lo que está ocurriendo en EEUU, especialmente con el plan de estímulos que van a poner en marcha. La importancia de lo que se está cociendo allí no puede entenderse sin una explicación de lo que nos ha traído a este escenario. En el fondo, esta crisis económica tiene muchas características comunes con la de 2008. En aquel caso, había una serie de activos, los inmobiliarios, que soportaban una carga especulativa enorme. Por decirlo de forma gráfica, el edificio tenía forma de pirámide invertida, cuya frágil base era la gente que pagaba la hipoteca todos los meses. Sobre ella, había un montón de apuestas, entre otras, en forma de CDS y CDO, cuya efectividad dependía de que la gente común siguiera abonando sus recibos. Para complicar más las cosas, se concedieron a sabiendas hipotecas a personas que tenían difícil pagarlas. No era buena idea en ningún sentido, y cuando los pagos mensuales empezaron a desvanecerse, el edificio se cayó. El resultado lo conocemos porque todavía lo estamos pagando.
Lo productivo como problema
Ahora está ocurriendo algo similar, solo que en otro terreno. El virus, más allá de todas las desgracias personales que está causando, que son lo primero que debemos abordar, no tendría capacidad para detener la economía de un modo tan brutal si no se sostuviera sobre pilares muy frágiles. Ahora el problema no es la vivienda sino la economía productiva, especialmente la parte de ella ligada a las grandes empresas. La deuda corporativa es demasiado elevada y muchas firmas están en una condición endeble a causa de una gestión orientada justo hacia el lugar más perjudicial.
Es una manera de satisfacer las exigencias de rentabilidad inmediata que parece ideada por el Johnny Rotten del ‘No future’
Las empresas han sido dirigidas desde el cortoplacismo, buscando únicamente el beneficio para los accionistas, y los dividendos elevados y las recompras de acciones han sido los vehículos habituales. En 2018, las grandes firmas emplearon 806.000 millones de dólares en recomprar acciones; en 2019, fueron 710.00 millones. Es una manera de satisfacer las necesidades de rentabilidad inmediata que parece ideada por el Johnny Rotten del ‘No future’.
Las apuestas financieras
Este tipo de planteamiento empresarial ha producido muchas disfunciones. Algunas estratégicas para los países, que se notan en momentos como estos, cuando acucia la necesidad de material para hacer frente a la crisis sanitaria y la producción se encuentra deslocalizada; otras económicas, con la existencia de muchas firmas zombis, aquellas que no generan los suficientes ingresos para pagar los intereses de sus deudas (una versión contemporánea de las parejas pobres de EEUU que dejaron de pagar la hipoteca en 2008), y desde luego sociales, ya que el aumento de la desigualdad y el descenso en el nivel de vida tienen aquí su primera causa. No olvidemos que hay un montón de apuestas financieras, en forma de bonos y de futuros que se soportan en esta base de la pirámide, y el edificio está empezando a oscilar.
Boeing pretende que se le concedan 60.000 millones en ayudas cuando gastó 65.000 en dividendos y recompras en la última década
El sector de la aviación es un buen ejemplo. Según Bloomberg, desde 2010 las grandes aerolíneas estadounidenses han gastado el 96% de su flujo de efectivo disponible en recompras de acciones y hoy están solicitando al Estado su rescate. Boeing pretende que se le concedan 60.000 millones cuando gastó 65.000 en dividendos y recompras en la última década. Pero este sector no es la excepción, sino la norma. Hay una avalancha de demandas de dinero estatal por parte de grandes firmas al hilo del coronavirus. Más que para cubrir el parón, lo quieren para solucionar sus problemas.
El rescate nacional
Esta es la situación de fondo: las grandes firmas de la economía productiva en dificultades, un sector financiero en riesgo porque extrae de ellas sus beneficios, una crisis sanitaria muy peligrosa de fondo, y con consecuencias sociales y geopolíticas de calado que se derivarán de este escenario.
Lo que está decidiendo EEUU para afrontar esta crisis, con tensiones entre demócratas y republicanos, es con cuánto dinero rescatar a sus empresas, en qué términos y a qué sectores priorizar. Es la tendencia general, reforzar lo que es suyo: Alemania está en ese camino, incluso nacionalizando las compañías si es preciso, y Francia asegura que hará lo mismo.
EEUU, como los principales países del mundo, no está pensando en un plan keynesiano ni en un New Deal, sino en algo muy distinto
Por decirlo con otras palabras, en una situación tan grave como esta, se va a inyectar capital público a sectores en dificultades, pero no para sanearlos, sino para dejarlos en disposición de que sigan haciendo lo mismo, priorizar el beneficio para los accionistas y continuar en el cortoplacismo. Sin medidas que supongan una contrapartida, la inyección de dinero público tendrá ese destino. Que ese plan se acompañe temporalmente de “dinero de helicóptero” para ayudar a la subsistencia, como ha mencionado Trump, puede ser muy útil, pero poco relevante si no se mantiene. Vamos camino de repetir la respuesta a la crisis de 2008 en lugar de introducir los cambios que el sistema precisa.
Lo esencial
EEUU, como los principales países del mundo, no está pensando en un plan keynesiano, sino en otra cosa. Esto no es Keynes, y mucho menos el plan Marshall que solicitaba Sánchez. Aquel plan fue el producto de una mentalidad, de una visión económica y de un planteamiento social muy diferentes del de regar con dinero los mercados para solucionar sus dificultades. Se ejecutó en Europa, pero tuvo sus orígenes antes de la II Guerra Mundial, cuando Roosevelt implantó el New Deal, una acción decidida que transformó su país y las formas mundiales de pensar la sociedad y la economía. Lo esencial del New Deal no fueron las medidas concretas que llevó a efecto, sino su decisión de relegar lo financiero al segundo plano y priorizar la estabilidad: puso las empresas productivas a producir y no a generar ganancias exageradas para los accionistas, reorganizó los sectores estratégicos, introdujo limitaciones a la concentración en muchos sectores, abriendo la puerta al éxito de muchas pequeñas y medianas empresas, elevó el nivel de vida de los trabajadores e impulsó la creación de una amplia clase media. El New Deal fue esto, mucho más allá de los instrumentos que utilizó para ese propósito, que a menudo se confunden. Y esa mentalidad se tradujo después en el plan Marshall.
Hay dos opciones políticas en este instante; con los matices que se quiera, pero no hay más
No, no es esto lo que asoma. Es más bien el apuntalamiento del giro iniciado por Trump, de solidez nacional, repliegue estratégico y aumento de poder para enfrentarse a China. Esa es, desde luego, una opción política típica de nuestro tiempo que está extendiéndose, y que puede hacerse más popular. La otra, la nostálgica de la globalización feliz, la que englobaba al sector liberal de derechas y de izquierdas, vive pensando, como Calviño, que esto es un paréntesis y para final de año todo estará como antes y se volverá a hablar de lo mismo. Y la petición de Sánchez o de Conte no es más que una variable de esta, reclamar más medios para poder hacer lo mismo que EEUU y Alemania, ya que el músculo de los países del sur es mucho menor, de manera que las empresas nacionales tengan el apoyo necesario para salir de esta crisis.
El futuro político es ahora
Lo esencial ahora, y para eso deberían servir estas medidas de urgencia, es no repetir el error una tercera vez, y seguir anclados en una arquitectura política defectuosa, sin controles efectivos para los flujos financieros, una enorme falta de balance social y una economía que aprieta a sus ciudadanos en su nivel de vida y sus posibilidades vitales. Es decir, los mismos males que la globalización que conocimos, no la que idearon o nos contaron.
En realidad, hay dos opciones políticas para Occidente en este instante, con los matices que se quiera, pero no hay más. La primera es reproducir entre Estados lo que ha pasado en el interior de ellos: del mismo modo que la parte superior de la escala social se ha enriquecido, las bajas se han empobrecido y las medias se están desvaneciendo, los Estados grandes se harán más grandes, los pequeños más pequeños y los del medio irán hacia abajo y perderán capacidad de influencia y de acción: es la lógica de los imperios.
China vs. EEUU
La otra implica operar al revés y corregir las diferencias internas (algo que será esencial en EEUU, y más cuando el coronavirus estalle y tenga que manejar situaciones sociales complicadas) de modo que haya más estabilidad y cohesión; que genere un mundo más equilibrado, también en las relaciones entre regiones y Estados, ya que solo quienes tienen un nivel similar de fuerza pueden llegar a acuerdos beneficiosos para el conjunto.
Escucho a parte del ‘establishment’ occidental preocuparse mucho por el ascenso de China, por la posibilidad de que salga reforzada de la crisis y gane cada vez más espacio en Occidente. Hacéis bien en preocuparos, ya que la primera opción dará el triunfo a China en un par de décadas. La segunda, como ocurrió tras la guerra mundial, es la manera de ganar, nos lo señala la historia reciente. Pero, como dice el refrán, no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Late en parte de nuestra sociedad, sostenida por muchos intelectuales y expertos, cierta nostalgia por la globalización perdida que recuerda a las películas de John Ford, hermosas historias sobre un pasado mítico que nunca existió. Las pelis de Ford, eso sí, contenían una belleza y una épica que las trascendían. Nada de eso hay en nuestros intelectuales, periodistas incluidos, salvo una suerte de lamento por lo huido, por la oportunidad que se perdió. Las palabras de Harari, que han sido ampliamente secundadas, reflejan bien ese anhelo abstracto de cooperación, coordinación, multilateralismo, empatía y, por supuesto, tecnología, que tanto hemos escuchado en los últimos años.