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La izquierda y los que pagan la factura: la política, explicada a todo el mundo
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Esteban Hernández

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La izquierda y los que pagan la factura: la política, explicada a todo el mundo

Los tres elementos que están definiendo la confrontación electoral estadounidense revelan los aspectos esenciales de la política contemporánea y señalan los tiempos que vendrán

Foto: Disturbios en Wisconsin. (Tannen Maury/Efe)
Disturbios en Wisconsin. (Tannen Maury/Efe)
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Al menos en apariencia, estamos ante el fin de un ciclo político. EEUU está recuperando poder en el mundo, la UE vive un momento de distensión interna después de unos inicios de pandemia duros, China está encontrando dificultades para avanzar en su plan de desarrollo y los populismos están en retroceso. Si el Brexit y la entrada de Trump en la Casa Blanca fueron los momentos estelares de las transformaciones políticas en Occidente, la derrota del presidente estadounidense en las elecciones de noviembre podría marcar el momento del declive de esa época.

Sin embargo, convendría ser prudentes. En primera instancia, porque faltan dos meses para las elecciones estadounidenses, y si en otros instantes eso es mucho tiempo, ahora es una eternidad. Puede que muchas de las certezas de hoy no sirvan dentro de unas pocas semanas. En segundo lugar, porque lo que nos está revelando el escenario ideológico estadounidense va mucho más allá de Trump.

En principio, la contienda electoral estadounidense se articula a partir de una división con límites bien marcados. Todavía hablamos de izquierda y derecha y de conservadores y progresistas, y existe cierto consenso acerca de que, en las elecciones presidenciales de EEUU, se enfrentan dos ideas muy diferenciadas en cuanto a política internacional, con los partidarios de la desglobalización por un lado y los del multilateralismo por otro; en cuanto a la economía, con un sector que pretende conservar cierta redistribución mientras otro aspira a liberar de trabas al mercado; en lo referido a los impuestos, con los demócratas que pretenden subirlos mientras los republicanos aseguran que deberían bajarse; y, por supuesto, en lo cultural, con las tensiones entre familia tradicional y nuevas familias, machismo y feminismo, jóvenes y mayores, los conflictos ligados con el racismo y demás asuntos que tan presentes están en nuestra cotidianidad informativa.

EEUU es interesante porque refleja los cambios políticos, las ideas que están hoy en juego y las ideologías desde las que se libran las batallas

Sin embargo, las diferencias existentes entre las fuerzas políticas son mucho menores de lo que parece. En países como el nuestro es muy evidente, ya que han sido la coyuntura y la presión internacional las que han llevado a tomar decisiones mucho más que los deseos o la ideología de los gobernantes: Rajoy puso en marcha la mayor subida de impuestos que recordamos, en contra de lo que afirmó antes de ser elegido, igual que antes González había realizado reformas en España con un claro impulso neoliberal. En EEUU, republicanos y demócratas también exageran mucho las diferencias ya que, salvo los elementos ligados a la forma de liderazgo y ciertos aspectos de la política exterior, los puntos de conexión son mayores de lo que parecen. No estoy afirmando que dé igual que gobiernen unos u otros y que todos terminen haciendo lo mismo, porque hay grados e intensidades diferentes, pero las tendencias y necesidades de la época marcan más, en general, que el color de los gobiernos, y en la economía este es un aspecto diáfano.

No obstante, el escenario estadounidense es especialmente interesante porque refleja los cambios políticos, las ideas que están hoy en juego y las perspectivas desde las que se libran las batallas ideológicas. Dejaremos para otro momento lo mucho que ha influido el desarrollo de la digitalización y el auge de los gigantes tecnológicos en este escenario, y nos centraremos en las tendencias. Una de las más peculiares lleva nombre de mujer.

Las Karen y la derecha

Karen es el apelativo con que parte de la sociedad americana se refiere a un sector de las mujeres blancas de clase media que entiende que sus privilegios no deben ser vulnerados. Son esas personas que aparcan en espacios reservados a los minusválidos y que si alguien les afea su comportamiento reaccionan agresivamente; y si quien lo hace pertenece a una minoría étnica llaman a la policía y denuncian que están siendo hostigadas por alguien peligroso. Son, gente que piensa que está por encima de los demás: pueden no llevar mascarilla y negarse a hacerlo de manera airada, o interpelar a un camarero con un “por qué no te vuelves a tu país”.

Con ese apodo se señala a personas tradicionalmente privilegiadas que no dudan en humillar a los demás para afirmar su posición

Karen no es sólo es un término despectivo para nombrar a un tipo de mujeres, sino una metáfora que explica muchas de las tensiones presentes. Es una manera de señalar a personas tradicionalmente privilegiadas que no dudan en humillar a los demás para afirmar su posición. Ese marco, personas que se creen superiores y que se niegan a perder sus teóricas prerrogativas, es parte constitutiva de los discursos políticos contemporáneos: así es como puede interpretarse el machismo, el racismo o el odio al colectivo LGTBI. El racismo policial es exactamente eso, la conciencia de que las vidas de las minorías no importan, porque son seres inferiores y peligrosos que no están sujetos a los mismos derechos que los blancos; el hombre blanco continúa siendo machista porque entiende que la mujer debe quedar sometida a sus deseos; y así sucesivamente.

Según la derecha, las clases medias altas culturalmente abiertas, los activistas y a las minorías se han aliado contra los americanos

Esta percepción se complementa con reproches muy similares que vienen desde otro lugar. A la hora de explicar los motivos por los que a mucha gente les va mal, la parte de la sociedad que ocupa posiciones favorecidas recurre tanto a la falta de esfuerzo (no se han formado, no se han actualizado, no quieren entender cómo funciona el mercado) como a la falta de disposición: muchos de los perdedores lo son porque quieren perpetuar un mundo subsidiado, en el que el Estado resuelve la papeleta en última instancia, o en el que el empresario debe cargar con mano de obra poco adecuada como consecuencia de una legislación laboral que exprime al máximo a quienes ponen en marcha un negocio. Por un lado o por otro, encontramos la misma matriz: esas personas privilegiadas que quieren seguir siéndolo, en lugar de entender que tienen que hacer un esfuerzo para ponerse a la altura de los tiempos, y que reaccionan frente a los cambios de manera agresiva.

De modo que tenemos a las clases medias altas culturalmente abiertas, a los activistas y a las minorías aliadas contra de una parte de la población, esa que representa la resistencia hostil a perder su posición. Desde el progresismo, en esto consiste en realidad la derecha. En España conocemos bien el discurso, ya que a menudo se define a las derechas como una continuación actualizada de las actitudes franquistas, o a los nacionalistas españoles como opresores que no quieren perder su posición de dominio y para ello intentan acabar con la diversidad de culturas, lenguas y visiones que conforman el Estado.

Los saqueos y la izquierda

La forma de contestar a estas recriminaciones no es nueva, se ha desarrollado de una manera u otra desde los años 60, pero sí mucho más intensa. El renacimiento de una derecha (neo)liberal en un país claramente rooseveltiano conjugó la cultura y la economía. La idea de fondo se anclaba en la decadencia de su país, en el que se estaban perdiendo los hábitos y las tradiciones, y en el que el izquierdismo emergente estaba convirtiendo la sociedad en individuos que sólo miraban por sí mismos. La receta económica que emplearon para triunfar la conocemos, porque desde Reagan se ha convertido en la idea que ha dominado la economía mundial, pero la evolución en el aspecto cultural ha sido muy significativa, aunque surge desde el mismo lugar: la derecha de entonces insistía en la coalición de facto entre los demócratas que querían perpetuarse en el cargo y las minorías, a las que subsidiaban a través de los elevados impuestos que cobraban a las clases productivas blancas. Con ese dinero regaban a sus votantes, activistas jóvenes, feministas, los colectivos negros y en general, toda clase de personas ociosas que vivían del maná público. Así se ganaban las elecciones.

En distintas zonas de EEUU ha crecido la sensación de que las clases blancas pobres están perdiendo para que otros salgan ganando

En nuestra época, esa visión cobra otra expresión, porque arraiga en un nuevo suelo. Los republicanos siguen teniendo una base sólida entre clases con recursos, pero han encontrado nuevos aliados. La desestructuración laboral ha producido nuevos perdedores, buena parte de la clase media se ha visto enfrentada a un descenso significativo en su nivel de vida, y muchos trabajadores con salarios decentes han dejado de percibirlos. Especialmente en determinadas áreas de EEUU, ha crecido el sentimiento de estar siendo despreciados, de ser los verdaderos pagadores de la situación: son escoria blanca tanto para los ricos como para las minorías raciales. Es fácil en ese contexto incluir en la ecuación la variable racial: como somos pobres blancos, nadie nos tiene en cuenta, y eso permite tanto que los inmigrantes se queden con los trabajos como que los ricos se lleven las fábricas fuera.

La segunda reacción favorable a las derechas, o contraria al progresismo (que en ocasiones coinciden y en otras no), proviene del ámbito cultural. El dominio en la esfera pública del lenguaje correcto, el continuo afeamiento a comportamientos no adecuados a la normatividad progresista ha llevado a capas de la población a rebelarse no sólo contra esa nueva normalidad, también contra sus excesos. Ha aumentado la percepción de que un varón blanco, y más si pasa de los 30, está sujeto a un escrutinio constante y tiende a ser sospechoso de racismo y machismo por naturaleza, por lo que los enfrentamientos con ese mundo progresista que les señala de continuo se vuelven más frecuentes.

La conclusión es sencilla: es hora de que los socios y los enemigos entiendan que EEUU es una potencia generosa, pero no estúpida

La suma de estos factores ha favorecido enormemente los populismos de derechas en el ámbito anglosajón, pero también en Europa. Y no es un asunto banal, porque toda la política exterior estadounidense de los últimos años se ha basado en este marco: somos un país grande y generoso y nuestros socios han estado aprovechándose miserablemente de nuestra candidez. Europa ha vivido de nuestro esfuerzo militar y, en lugar de apoyarnos, ha obtenido ventajas comerciales enormes a nuestra costa; China nos roba los trabajos y la propiedad intelectual y encima nos amenaza; México nos manda inmigrantes que se quedan nuestro trabajo y además llena nuestras calles de drogas. La conclusión es sencilla: es hora de poner punto final a esa situación y de que socios y enemigos entiendan que EEUU es una potencia generosa, pero no estúpida. Hay que recomponerlo todo.

Ese sentimiento de ser explotados ha sido la base de la reacción de la derecha, ya que parte de sus clases sociales, por un lado o por otro, creen que son ellas quienes están pagando el pato para que los demás vivan mejor. Desde ahí parte también la mejora en las encuestas de Trump gracias a las manifestaciones y los disturbios. No es sólo la idea de ley y orden la que está en juego. Los privilegios blancos, en forma de abusos policiales, generaron una respuesta social que impulsó el movimiento Black Lives Matter y que los demócratas recogieron rápidamente. Pero, en plena pandemia, las protestas degeneraron en saqueos, y estos en más violencia, en especial en ciudades gobernadas por los progresistas.

Trump ha regresado al marco que quería, el de unos progresistas enfrentados al estadounidense medio, lo que le resulta muy beneficioso

El 'establishment' demócrata no sólo no ha condenado los saqueos, aseguran los seguidores de Trump, sino que ha sido complaciente con ellos, ha jugado con la idea de acabar con la policía, bajo el lema ‘Defund the police’, y sigue animando a que las manifestaciones continúen. En algunas urbes, como Nueva York, los tiroteos y los muertos por arma de fuego han aumentado considerablemente, y la inseguridad vuelve a estar muy presente en las mentes de sus ciudadanos. El mensaje que se transmite no es sólo que los demócratas sean débiles a la hora de manejar esas situaciones, sino que las están instigando, apoyándose en los antifa y en las minorías, para sacar partido electoral de la situación. Trump, así, tiene lo que quería: minorías animadas por los demócratas que terminan por generar graves problemas sociales. Regresa al marco del pasado, los progresistas contra el estadounidense medio, y eso le resulta notablemente beneficioso.

La ausencia de autoridad

El segundo asunto político en juego es la relación con la autoridad, que es mucho más que ley y orden, mano dura y rigidez contra la desobediencia, la apuesta de Trump, y más en una pandemia. Una función esencial de los Estados es la ofrecer confianza y seguridad a sus ciudadanos y las situaciones de crisis ponen a prueba de manera insistente la fiabilidad de los gobernantes en ese sentido; si esa función no se cumple, la estabilidad interna cae sustancialmente. La actuación de Trump en la pandemia ha sido, según sus gobernados, muy deficiente, y eso explica por qué ha pasado de encaminarse decididamente hacia la reelección en enero a estar muchos puntos por detrás de Biden (a quien llama Joe Hiden) en los pronósticos electorales. No ha actuado como un líder fiable. Y esto va más allá de sus ocurrencias con la lejía y demás.

Frente a la descreencia en los políticos y al recelo respecto de los técnicos, su propuesta no era tanto la del hombre fuerte como la del hombre exitoso

Antes de Trump, el marco de autoridad estaba bastante claro. La confianza, en una época en la que los políticos sufrían un creciente desprestigio, se ponía con frecuencia en el mundo experto. En el ámbito económico era muy evidente, ya que eran los especialistas de los bancos centrales, de las instituciones internacionales y de la burocracia europea quienes tomaban las decisiones, dado que, aseguraban, su objetividad les permitía evitar el cortoplacismo y los intereses de los políticos, siempre pensando en su reelección. La ciencia, no sólo la económica, se concretaba como el área más fiable, aquella que debía orientar a las sociedades para que se tomasen mejores decisiones.

Sin embargo, y dado que esa gestión orientada por expertos estaba provocando disfunciones en el campo económico, el prestigio científico como fuente de autoridad también encontraba resistencias. Ahí apareció Trump, que se ofreció como solución al problema clásico de desconfianza respecto de las élites. Frente a la descreencia en los políticos y el recelo respecto de los técnicos, su propuesta no era tanto la del hombre fuerte como la del hombre exitoso: él, que había triunfado en un mundo difícil y duro como era el de los negocios, también sabía cómo podía triunfar su país. Toda la retórica sobre el pensamiento ‘fuera de la caja’, sobre no seguir las normas, sobre buscar las soluciones por encima de las burocracias, que había estado tan presente en las recomendaciones de gestión empresarial, es lo que aseguró que iba a poner en práctica. Prometía un gobierno resolutivo, contundente y orientado hacia el éxito, encabezado por un líder que sabía qué hacer.

La pandemia ha dañado electoralmente a Trump porque decía saber cómo solucionar los problemas, pero no ha sabido lidiar con el reto más grave

Su propuesta le funcionó electoralmente, porque atrajo tanto a la derecha económica que coincidía en su visión como a clases en declive que entendían que su perspectiva era la adecuada. Era el momento del cambio, había alguien que lo prometía y que parecía tener la energía adecuada para llevarlo a la práctica.

A Trump le fue bien, a pesar de todo el alboroto que causó, y sus perspectivas electorales eran muy buenas hasta que llegó la pandemia. Su descenso en las encuestas era previsible, porque en época de amenazas, y el coronavirus lo es, las poblaciones se alejan de los líderes que no ofrecen seguridad y cohesión. Su gestión de la pandemia le ha dañado porque el hombre exitoso, el que decía saber cómo solucionar los problemas, no ha sabido lidiar con el reto más grave que su país ha tenido que afrontar en su mandato.

El discurso contra Trump se basaba en la existencia de una esfera meritocrática, científica y moral que era puesta en cuestión por las masas populares

Sin embargo, eso no significa que haya perdido todas sus opciones. Dos cosas han venido en su ayuda. La primera, la ya citada, las revueltas y los vínculos con ellas de los demócratas. La segunda es que la autoridad anterior, la de los expertos, aquella en la que dicen apoyarse los demócratas, también ha quedado en entredicho. Ha crecido la desconfianza en ellos, porque la sensación es que los científicos han emitido mensajes contradictorios: lo que un día era esencial a la semana siguiente era desmentido. No se trata tanto de la aparición de los grupos negacionistas, que también ayudan a Trump, sino de la constatación de que las dos principales soluciones que se han dado en distintos países, el confinamiento o la apertura a la espera de la inmunidad colectiva, la podía ofrecer cualquiera sin ser científico, porque son las dos resoluciones estándar.

Esto es bastante más perturbador de lo que parece, porque pone en cuestión las bases en las que se apoya la misma política contemporánea. Como bien subraya Thomas Frank en su reciente ‘The people, no’, el discurso puesto en marcha contra Trump se basaba en la existencia de una esfera meritocrática, científica, correcta y moral que era puesta en cuestión por las masas populares, que carecen de conocimiento, que se mueven por impulsos y sentimientos, que ignoran las razones, y que han sido engañadas por políticos sin escrúpulos. Lo curioso, y Frank se explaya en ese asunto, es que ese mismo discurso fue utilizado contra el populismo en 1890, y en 1932 contra Roosevelt, es decir, contra fuerzas claramente progresistas. Ahora es al revés, y son los demócratas quienes lo emplean de forma profusa contra el pueblo. Los deplorables de los que hablaba Clinton parte de esa misma oposición entre una esfera objetiva, racional y meritocrática, que se apoya en la ciencia, y un mundo de engañados y desdentados que defienden a líderes protofascistas.

Cuando la falta de confianza se extiende en un sistema, es como si el canario cantase en la mina

Más allá de esta curiosa inversión, es significativo que aquello que se ofrecía como mejor solución esté siendo tomado con mucha distancia por un creciente número de ciudadanos. Si el mundo experto, meritocrático y objetivo no es capaz de ofrecer caminos de salida, o si ni siquiera es coherente en sus propuestas, o si existe la sensación de que un día afirman una cosa y al día siguiente la contraria, es fácil entender que el alejamiento de la ciudadanía sea mayor de lo esperado. En la economía tenemos un buen ejemplo, porque los expertos dirigieron la salida de la crisis de 2008, y sus consecuencias han sido dañinas para una parte no menor de la población, con lo que la confianza en sus modelos y recetas, los sistémicos, ha decaído sustancialmente. Si ocurre lo mismo en otras esferas, ninguna de las dos fuentes de autoridad, la experta y la del líder que promete el éxito, estará disponible para generar confianza en las sociedades, lo que producirá un vacío importante. No es un problema menor: cuando la falta de confianza se extiende entre los sistemas, es como si el canario cantase en la mina. A la ciencia le está empezando a pasar igual que al periodismo; quizá en otro tiempo había confianza en que los medios más prestigiosos utilizaban buenas dosis de objetividad en sus informaciones; ahora cada cual confía en el suyo, y no cree ni un ápice de lo que cuentan los contrarios. Hay distintas verdades a disposición, y se elige la más conveniente. El caso estadounidense, como el español, es significativo en este sentido.

La gran división

EEUU es un país con divisiones sustanciales. El norte y el sur, el interior y las costas, blancos y negros, las urbes contra el mundo rural y las diferencias raciales son algunas de sus expresiones más evidentes. Pero, en este momento de la historia, la brecha abierta decisiva es la económica, y la pandemia tiende a hacerla más profunda, con una esfera financiera y tecnológica que está viéndose muy beneficiada al mismo tiempo que los pequeños negocios cierran y los empleos desaparecen. Las medidas de Trump, como las de Occidente en general, han ayudado más a las clases con más recursos, a través del dinero de la Fed para las compañías demasiado estratégicas para caer y para mantener la rentabilidad de las acciones, aunque debe señalarse que los cheques que ha enviado a sus ciudadanos han generado cierta tranquilidad pasajera.

Esta división se agrandará como efecto del coronavirus. No se trata sólo de que muchos empleos no vayan a regresar hasta que la situación sanitaria se solucione, sino que estamos inmersos en una transformación de la economía que tiende a generar sociedades más desiguales. No es extraño que en EEUU hayan aumentado el número de textos dedicados a la concentración de su economía, el último de los cuales es el recomendable ‘Monopolized’, de David Dayen, porque es una de las explicaciones más evidentes de esta diferencia de ingresos entre unas clases y otras, pero tampoco debe olvidarse que la desestructuración del mercado laboral a través de los nuevos empleos ligados a la economía del contenedor y a la digitalización está ya presente y va a continuar avanzando.

Los factores que tienden a dividir al país encuentran un elemento que los atraviesa: la economía es el combustible que aviva todos los fuegos

Esta gran división, sin embargo, no es un elemento central de los discursos políticos. Suele aparecer en algún momento, pero siempre en un plano secundario. Sanders lo utilizó en las primarias, Elizabeth Warren en su precampaña, pero poco se ha vuelto a saber entre los candidatos sobre este asunto, salvo alguna mención de Trump a la importancia de traer los empleos de vuelta. Sin embargo, es un factor decisivo. Las diferencias en nivel de vida y en posibilidades de futuro cuentan con variables geográficas, ya que las posibilidades de las regiones del interior son menores que las de las grandes ciudades; las urbes también se fragmentan, con barrios en los que es cada vez más caro residir mientras que otros se pauperizan, y con áreas convertidas en ghettos; y están las diferencias raciales, que son una fuente notable de desigualdad. Pero todos estos factores tienen uno en común que los empuja y los intensifica: si quisiéramos traducirlo a un viejo lenguaje, diríamos que las causas de la división estadounidense son muchas, pero que la determinación en última instancia se sustenta en la economía, que es el combustible que aviva todos los fuegos.

Y así es, en la medida en que el sentimiento de ser olvidado, relegado, estafado o humillado parte de una primera realidad, la cotidiana: del trabajo que se realiza o de la ausencia de él, de los recursos con los que se cuenta, de las posibilidades de futuro para uno mismo y para su familia, de las comodidades o privaciones que se sufren diariamente. Por utilizar un ejemplo reciente, el coronavirus acecha en todas partes, pero mucho más en zonas densamente pobladas, conformadas por pisos con pocos metros cuadrados, que en barrios cuyas viviendas unifamiliares cuentan con amplios jardines y piscina. Este ejemplo es una metáfora de la vida en sí misma, y cuando las posibilidades de una vida digna se desvanecen, los motivos para el descontento se hacen mucho mayores.

De esto va la política

Las cuestiones desde las que se articula la política contemporánea, como los asuntos culturales, los líderes fuertes o los sensatos, el nacionalismo o el globalismo, las tensiones entre distintas poblaciones de un mismo país, sea por aspectos raciales o nacionalistas, encuentran bajo ellas algo que les da su sentido. Los tres grandes elementos de la política estadounidense, como hemos visto, son un nivel de vida en descenso que deja a muchas personas en situaciones cotidianas difíciles y con perspectivas de futuro mucho más negativas que positivas, una descreencia en las fuentes de autoridad, y por lo tanto en las instituciones, que son percibidas por cada vez más personas como fuente de problemas y no de soluciones (y los políticos son el grupo que mejor lo refleja), y un sentimiento generalizado de que son ciudadanos de segunda categoría en un Estado que privilegia a otros grupos sociales, que se da tanto en quienes votan a la derecha como a la izquierda, y que son la fuente principal de los conflictos.

Esos tres factores confluyen además en una situación definida por la inestabilidad generalizada. Aparece en el ámbito sanitario, porque desconocemos el alcance y la duración que tendrá la pandemia y tememos que las urgencias puedan colapsar; la hay económica, por la profundidad de la crisis y por la incertidumbre sobre cómo saldremos de ella; la hay afectiva, porque la solidez de las relaciones está declinando y las familias son cada vez menos extensas; la hay ideológica, porque ni siquiera hay causas a las que la mayoría de la gente decida entregarse, salvo la de sobrevivir y mejorar la posición; y la hay colectiva, porque la gente está cada vez más aislada, incluso a pesar de que el número de interacciones crezca. Las personas a las que les va bien lo toman como una excepción: por eso hay tantos profesionales que afirman “yo soy un privilegiado, porque puedo ganarme la vida”, o “tengo suerte porque trabajo de lo mío”, una señal clara de que la idea general es que las cosas no funcionan, a pesar que la posición subjetiva pueda ser buena.

Esta inestabilidad generalizada es la que conforma el clima político del presente y el que dará forma al futuro próximo. Las formaciones políticas, los líderes y los pensadores que sepan dar una respuesta satisfactoria a estas preguntas, en el sentido de ofrecer más estabilidad a las sociedades, de generar más confianza en las respuestas institucionales y de conseguir que el nivel de vida aumente para una mayoría de la población serán los que mayor recorrido tengan. Las respuestas a esta cuestión, que son mucho menos sencillas de lo que parecen, pueden venir desde orientaciones ideológicas diferentes: unas pueden ser opresivas y otras liberadoras, unas apuntalar y cohesionar las sociedades y otras dividirlas aún más, porque los caminos de la solución pueden buscarse por vías distintas, y porque las sociedades pueden gobernarse de diferentes maneras. Pero todas serán respuestas a esta pregunta. De modo que puede pensarse que si Trump pierde, los problemas irán solucionándose poco a poco. Pero sería un error. Sin ofrecer estabilidad y seguridad vitales, habrá una segunda oleada más potente. Porque de esto va la política hoy.

Al menos en apariencia, estamos ante el fin de un ciclo político. EEUU está recuperando poder en el mundo, la UE vive un momento de distensión interna después de unos inicios de pandemia duros, China está encontrando dificultades para avanzar en su plan de desarrollo y los populismos están en retroceso. Si el Brexit y la entrada de Trump en la Casa Blanca fueron los momentos estelares de las transformaciones políticas en Occidente, la derrota del presidente estadounidense en las elecciones de noviembre podría marcar el momento del declive de esa época.

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