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El "apoyo político al más alto nivel" y lo que se está cociendo en los barrios del sur
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Esteban Hernández

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El "apoyo político al más alto nivel" y lo que se está cociendo en los barrios del sur

Los barrios populares madrileños y las movilizaciones que se han iniciado en ellos son la señal evidente del deterioro económico y político. Anuncian lo que puede llegar

Foto: Un bar de Vallecas. (Sergio Pérez/Reuters)
Un bar de Vallecas. (Sergio Pérez/Reuters)
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Hemos vivido, y todavía quedan muchos rescoldos, en una sociedad de clase media. Más allá de la situación material concreta, existía una autopercepción, y con ella una mentalidad dominante, que constituía el centro de la cohesión social. Podría resumirse así: una madre de clase obrera cuyo oficio consistía en limpiar casas, guardaba la esperanza, muchas veces satisfecha, de que sus hijos pudieran contar con una formación universitaria que les ofreciese un futuro mejor que el que ella tenía, o de que su sacrificio les permitiera disfrutar de una posición más holgada con el paso de los años. Esa esperanza ampliaba el espectro de clase media por encima de su situación estadística, porque permitía percibirse como perteneciente a ese estrato aun cuando fuera como punto de destino, pero también porque existían resortes sociales que ayudaban en ese objetivo. La provisión de servicios públicos era parte importante de ese sentimiento, ya que ofrecía una base para alejar del estado de necesidad y para confiar en la mejora de la posición social. No ocurría sólo en España, donde el estado de bienestar no era especialmente fuerte, sino que recorría todo Occidente.

El capitalismo fue desagradecido con la clase media, ya que hizo de ella un uso utilitario. La empleó como fuerza de choque contra el comunismo soviético en los países occidentales, y las capas medias jugaron ese papel con notable entusiasmo. Fue la clase que ganó la pelea ideológica durante la guerra fría, porque supuso un bastión claro de defensa del capitalismo occidental frente a ese mundo que se percibía gris, constreñir y sin ilusión que emanaba del otro lado del telón de acero. En los barrios populares españoles, la idea de un futuro mejor a través del ascenso social contribuyó mucho a su despolitización, porque los estratos obreros fueron desconectándose de los partidos de clase. El pago que recibieron las clases medias y las populares no estuvo en consonancia con su utilidad, porque una vez que la URSS cayó, las capas medias comenzaron su lento y continuo regreso al pozo de la historia y las populares fueron de cabeza a la pauperización.

Las dos fases del declive

Este declive de la idea que sostuvo a la clase media, la posibilidad de mejora social, ha tenido dos fases. La primera fue la recomposición del mercado para que el reparto de los beneficios del ámbito productivo fuera menos equitativo. Desde la época en que las grandes empresas giraron hacia los accionistas como guía y única orientación, el mundo del trabajo ha perdido peso, en salarios, condiciones y oportunidades. Ese declive ha significado también la pérdida de ingresos para pymes y autónomos, la aparición de mucho trabajo por horas o días, así como la disminución de los recursos para los desempleados. La consecuencia fue que la mayor parte de la gente pudo disponer de menos recursos y, por tanto, se le hizo más difícil sufragar los gastos precisos para la subsistencia. Sin embargo, aún quedaban los bienes públicos como salvaguarda: eran la ayuda que compensaba la pérdida de poder adquisitivo.

Fruto de esta doble presión, las clases con menos recursos entendieron que sus deseos de mejora social no iban a encontrar acomodo en la realidad

La segunda fase, que se acrecentó con la profundización en la globalización y más todavía tras la crisis de 2008, cambió ese escenario. Los Estados tenían muchas más dificultades para recaudar impuestos de quienes se movían en el escenario global, que podían sortear con facilidad las regulaciones nacionales, y muchos de ellos se endeudaron más, lo que supuso la pérdida de recursos que destinaban a la provisión de bienes públicos. Este proceso tuvo una doble vía: por una parte hubo servicios públicos que dejaron de serlo, y por otra los que continuaron prestándose fueron deteriorándose, y cada vez estaban más saturados y se prestaban en condiciones más difíciles.

Al mismo tiempo que estas dos fases tenían lugar, el coste de los bienes esenciales, desde la vivienda hasta la energía, aumentaba, en algunos casos sustancialmente. Fruto de esta doble presión, la clase media fue desapareciendo, también porque las clases con menos recursos entendían que los deseos de mejora social no iban a encontrar acomodo en la realidad.

La diferencia entre quienes pueden pagar la sanidad, la educación y el transporte privados y quienes no marca una nueva línea de clase

Fue abriéndose una brecha, con clases en clara separación, y con las capas intermedias que quedaban haciendo equilibrios para no caer. Una de las señales más evidentes de esa brecha es la necesidad de acogerse a los servicios públicos. Ya decía Margaret Thatcher que quien tenía 30 años y se desplazaba en transporte público era un perdedor, y esa idea cobra mayor vuelo hoy, porque amplía su espectro. La diferencia entre quienes pueden pagar la sanidad, la educación y el transporte privados y quienes no marca una nueva línea de clase. Se aprecia en muchos aspectos, pero uno de los más evidentes ha sido la educación: la titulación que ofrece garantías laborales implica estancias en el extranjero, credenciales de instituciones académicas de elevado coste o formación de posgrado difícilmente asequible para buena parte de la población, como ocurría con los MBA (que ya ni siquiera son tan útiles como antes).

Lo que la pandemia revela

En la pandemia esa diferencia ha quedado muy patente. Vivir en una casa con metros cuadrados suficientes, poder recurrir a médicos privados en el caso de que alguna dolencia irrumpiera en la época del coronavirus, contar con la asistencia educativa necesaria o no desplazarse nunca en transporte público, además de la posibilidad de teletrabajar, han marcado confinamientos muy diferentes.

Pero hubo un elemento adicional: los servicios públicos, lo único que quedaba ya del estado de bienestar que prometía un futuro mejor, estaban en proceso de deterioro y sujetos con hilos. Y cuando llegó la pandemia, los hilos fueron rompiéndose: eran lo único a lo que mucha gente podía acogerse, y no funcionaban justo cuando más necesarios eran. Dicho de otra manera: lo único que quedaba del Estado del bienestar y con él de la idea de clase media, eran los servicios públicos, y estos cada vez eran peores y abarcaban menos prestaciones.

Sus residentes son usuarios de lo público porque es con lo que cuentan: carecen de recursos para encontrar soluciones individuales a sus problemas

Los barrios del sur de Madrid, como tantos otros de España, tienen una elevada densidad de población, las casas son pequeñas, los espacios verdes escasos y los precios bastante caros para los metros cuadrados que poseen. Sus residentes son usuarios frecuentes de lo público, porque es con lo que cuentan: el transporte, la sanidad y la educación, además de las ayudas, y están confinados en ellos, porque no tienen otras vías de salida. Carecen de recursos materiales para encontrar soluciones individualizadas a sus problemas.

La soledad

En otros tiempos esos barrios también tenían casas pequeñas, sus dotaciones eran peores que las actuales, y sus residentes eran de clase obrera. La diferencia no sólo está en los precios de las viviendas, que entonces eran más asequibles, ni en la evidente desigualdad que se percibe con otras zonas, sino en que la esperanza de ascenso social se ha roto. La idea de la clase media ha dejado lugar a la constatación que eran pobres en excedencia que han regresado a su situación original. En ese escenario, la debilidad de los servicios públicos les deja todavía más solos.

Es la entrega de muchos empleados públicos la que mantiene en pie el sistema; sin ella, se notarían todas las grietas

Los servicios públicos se encuentran en una mala situación porque se les provee de los medios y del personal necesario para que puedan actuar correctamente. Sus defensores argumentan que funcionan mucho mejor de lo que se dice, pero no es cierto: los rotos del sistema son cubiertos por el voluntarismo de buena parte de sus trabajadores, que aportan su dedicación, sus horas y su sacrificio para cumplir con su trabajo y paliar las deficiencias sistémicas. Es la entrega de muchos empleados públicos la que mantiene en pie el sistema; sin ella, se notarían todas las grietas. En la pandemia se han visto todas las costuras.

El encierro

De modo que, en lugar de esa esperanza en ascender en la escala social, las clases trabajadoras se ven en un encierro que va más allá de los confinamientos, que afecta a sus posibilidades vitales de una forma muy clara, que refleja la trampa que supone pertenecer a las capas sociales con menos recursos y la soledad en la que se encuentran. Resulta clarificador, en ese escenario, que la petición de la comunidad de Madrid al Gobierno haya sido solicitar más policías y la ayuda del ejército. No porque sea un problema, sino porque lo que hace falta de manera urgente y en primer lugar son médicos, sanitarios, medios, profesores, transportes públicos con una frecuencia de paso mucho más frecuente, más ayudas para las situaciones complicadas, más apoyo a los pequeños empresarios de esas zonas, más apoyo institucional. Y después todo lo demás. Apenas ha llegado nada de eso. Lo hemos visto con el dinero para las ayudas: no ha habido problemas para canalizar recursos, propios o de la UE, hacia las grandes empresas, pero cobrar los ertes, el ingreso mínimo vital o las ayudas a las pequeñas empresas es una odisea. Y lo vemos, desde luego, en lo sanitario.

Regresa al acoso como excusa: el descontento no es más que un plan para destruir Madrid y así poder acabar con su gobierno

El mensaje que transmiten con esas decisiones es muy perturbador. Es como si estuvieran diciendo que no habrá ayudas para ellos, y que lo que está poniéndose en marcha en su lugar es un mecanismo de contención del descontento, también mediante la fuerza.

En ese escenario, la presidenta de la Comunidad afirma en un tuit que las manifestaciones que tuvieron lugar en uno de esos barrios no eran más que “altercados contra nuestras medidas sanitarias” y que “están apoyados políticamente al más alto nivel”. Una vez más, regresa al acoso como excusa: el descontento no es más que un plan para destruir Madrid y así poder acabar con su gobierno.

Cada vez hay menos

Recapitulemos: de una sociedad que estaba en ascenso se pasó a otra al declive de las clases medias y de las trabajadoras, se quebró la esperanza de ascender socialmente y sólo quedaron los servicios públicos como expresión del estado del bienestar: os quedaréis donde estáis, pero mantendremos las prestaciones. Más tarde, esos servicios se debilitaron enormemente, y la parte de la clase media que podía pagarse prestaciones privadas se separó del resto. Las clases populares vivieron este deterioro más intensamente, y con la llegada de la pandemia se constató que estábamos en una sociedad de dos direcciones, y una parte recibía ayudas y tenía posibilidades, y otra no. En la segunda ola, los nuevos confinamientos se realizan en los barrios populares. Y cuando hay desórdenes, se justifican argumentando que están instrumentalizados políticamente, que al final malvados ideológicos utilizan a la gente porque quieren acabar con el gobierno de Madrid. Cada vez se les deja menos, y cuando hay descontento, se achaca a conspiraciones ideológicas.

Nuestras élites han perdido el norte. Han dado forma a un sistema muy desigual, que genera un malestar evidente, y más en momentos de necesidad acuciante, como el actual, que transparenta las estructuras sociales. El resultado obvio es que la población ya no siente protegida por las instituciones, que descree del sistema y que declara cada vez en mayor proporción que no votaría a ningún partido si hubiera elecciones. Esa mezcla de desamparo e indignación, de momento, se traduce en una impugnación a la política y a sus representantes, como otras veces hemos visto, pero en esta llueve sobre mojado. Hay quienes afirman que este montón de chispas pueden encender fuegos que beneficien a Vox, lo que quizá no sea tan probable en estos barrios, pero lo cierto es que todas estas fuerzas se canalizarán de alguna manera. Quizá de un modo más desinstitucionalizado, quizá de un modo político. La gente tenía esperanza, dejó de tenerla, perdió la confianza en las instituciones y ahora se encuentra entre la soledad y la rabia. Ese clima anuncia algo.

Hemos vivido, y todavía quedan muchos rescoldos, en una sociedad de clase media. Más allá de la situación material concreta, existía una autopercepción, y con ella una mentalidad dominante, que constituía el centro de la cohesión social. Podría resumirse así: una madre de clase obrera cuyo oficio consistía en limpiar casas, guardaba la esperanza, muchas veces satisfecha, de que sus hijos pudieran contar con una formación universitaria que les ofreciese un futuro mejor que el que ella tenía, o de que su sacrificio les permitiera disfrutar de una posición más holgada con el paso de los años. Esa esperanza ampliaba el espectro de clase media por encima de su situación estadística, porque permitía percibirse como perteneciente a ese estrato aun cuando fuera como punto de destino, pero también porque existían resortes sociales que ayudaban en ese objetivo. La provisión de servicios públicos era parte importante de ese sentimiento, ya que ofrecía una base para alejar del estado de necesidad y para confiar en la mejora de la posición social. No ocurría sólo en España, donde el estado de bienestar no era especialmente fuerte, sino que recorría todo Occidente.

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