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La debacle del empleo de cuello blanco: por qué el trabajo ha perdido importancia
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Esteban Hernández

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La debacle del empleo de cuello blanco: por qué el trabajo ha perdido importancia

Ha llegado el momento de las fusiones, de las adquisiciones y las reconversiones; el empleo que se perderá ahora será el cualificado. Es parte de un cambio estructural

Foto: Las fusiones en la banca implicarán muchos despidos. (EFE)
Las fusiones en la banca implicarán muchos despidos. (EFE)
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Es la hora de los despidos de cuello blanco. A la destrucción de empleo en la primera ola de la pandemia, al agotamiento de muchas empresas, que finalizará con el cierre de una parte relevante de ellas, se sumará la destrucción de empleo de la segunda ola. A todo esto se añadirán, como ocurrió en anteriores crisis, los despidos de cuello blanco. Es la hora de las fusiones, de las adquisiciones, o de la digitalización y de la reconversión tecnológica, o de la adaptación a las exigencias de los accionistas, y eso significará, y lo estamos viendo en bastantes firmas cotizadas, la reducción del número de sus empleos. Será un problema en muchos sentidos, porque tampoco se adivinan muchas opciones para crear trabajos que compensen los perdidos y porque aumentarán la presión sobre las cuentas públicas.

Pero más allá de las urgencias, es significativo el declive del trabajo de cuello blanco, es decir, de esa parte del empleo que parecía asegurar mejores salarios, por lo que revela de la fragilidad en la que nuestra sociedad se mueve permanentemente.

Cuestión de clases

Uno de los aspectos más relevantes de nuestra época, y que explica mucho mejor de lo que pensamos las tensiones políticas, es la estructura de clases. Habitualmente, y la sociología lo sigue teniendo muy en cuenta, para saber la posición social que se ocupa se suelen tener como puntos de referencia el nivel salarial y el trabajo desempeñado.

Durante un tiempo fue así, y la ocupación concreta indicaba también una posición social. Se era médico, abogado, ingeniero, camarero, mecánico, barrendero, y ese hecho señalaba no solo una consideración social, también los recursos que se poseían y, por tanto, la clase social a la que se pertenecía. Éramos lo que hacíamos.

Los salarios bajos son demasiado frecuentes, e incluso las personas con buenos sueldos son conscientes de que su situación es provisional

Durante un tiempo, además, el trabajo fue la vía de ascenso en la escalera social: con la formación adecuada, o con la iniciativa, o con la suerte, se podía desempeñar un oficio, por cuenta propia o ajena, que elevase el nivel de vida, de forma que, al final del camino, se estuviera en un lugar mejor del que se partió. Ayudaron las rentas con las que el estado del bienestar complementaba, en especial en bienes esenciales, que hacían la vida más sencilla y más barata, y el recorrido profesional hacía el resto.

Dan para vivir y poco más

Pero esa no es nuestra época. El trabajo, en general, no suele ser más que un medio de permanencia en la clase de la que se parte, y la falta de él o su intermitencia un motivo de descenso social. Los salarios bajos son demasiado frecuentes, y hay demasiada inestabilidad, de modo que incluso las personas con buenos salarios son conscientes de que se encuentran en una situación provisional. Hay alguna profesión que todavía funciona como espacio seguro, pero la gran mayoría está bifurcada, y los salarios muy elevados conviven con muchísimos en el nivel de subsistencia.

Lo que nos eleva de clase social no son los salarios sino los activos; lo importante ya no es lo que hacemos, sino lo que tenemos

Además, los gastos esenciales, al contrario que en la época del estado de bienestar, consumen buena parte de los recursos: una vivienda implica un porcentaje demasiado elevado del salario, ya sea en propiedad o alquilada, la energía o el transporte son caros. De esta forma, las rentas salariales sirven para mantener el nivel de vida, en el mejor de los casos, y difícilmente para mejorarlo. Solo una pequeña parte de la sociedad tiene a disposición los suficientes recursos como para ahorrar y convertir ese excedente en una red de seguridad.

Lo cierto es que lo que nos eleva de clase social no son los salarios. Lo importante ya no es lo que hacemos, sino lo que tenemos. Esto es evidente en el inicio de la vida laboral: la posición de los padres determina en buena medida la educación que se recibe, las personas con las que es posible establecer relaciones, los contactos precisos para iniciar una trayectoria profesional adecuada. Pero eso es parte de lo que se tiene, y es justo lo que hace posible que se esté en buena posición de partida.

El dinero se hace con los activos

Esa sustitución de lo que se hace por lo que se tiene opera también en el transcurso de la vida laboral. Y no solo por las posibilidades que abre gozar de una buena posición social en el inicio, sino porque el ascenso social proviene de los activos: lo que nos eleva de clase, habitualmente, no es el empleo en concreto, sino los bienes que se poseen; son los activos los que establecen la diferencia entre gozar de una buena posición y simplemente ir lidiando con lo que llega. El dinero ya no se hace con el salario, sino con activos que se revalorizan.

La experiencia que han acumulado en su profesión, lejos de convertirse en un activo, muta en pasivo: se convierte en obsoleta rápidamente

Esta orientación impregna todo. En otros tiempos, era la tarea la que se revalorizaba con el tiempo: cuanta más experiencia se ganaba en el oficio, cuantos más años se permanecía en la empresa, cuanto más conocimiento se acumulaba, más recursos se conseguían. Ahora, esa misma experiencia se convierte en prescindible, en mano de obra que debe ser reciclada, o prejubilada, o actualizada. La experiencia que han acumulado en su profesión, lejos de convertirse en un activo, muta en pasivo: se convierte en obsoleta rápidamente. Sin embargo, los activos, y a ellos se ha dedicado nuestra arquitectura económica durante las últimas décadas, es mucho más fácil que cobren valor con el tiempo, y si se sabe comprar y vender los adecuados, se obtendrán bastantes beneficios. La vivienda es el ejemplo más evidente, pero desde luego no el único ni el más importante. Lo que importa para el nivel de vida, es que los activos adquieran más valor, más recorrido, más rentabilidad.

Esto es lo que se van a encontrar ahora los trabajadores de cuello blanco que serán despedidos: lo que hacen ha perdido valor, tendrán complicado regresar al mercado laboral y, normalmente, si encuentran una opción será en peores condiciones. En ese instante, se les revela la realidad de nuestro sistema: lo que hacen ya no cuenta, lo que tienen sí. Eso explicará el recorrido posterior de muchos de ellos: si han pactado buenas condiciones de salida o han acumulado activos, sea por herencia o por inversiones, su nivel de vida no sufrirá o sufrirá poco. Si dependen de su trabajo, les esperan malos tiempos

Es la hora de los despidos de cuello blanco. A la destrucción de empleo en la primera ola de la pandemia, al agotamiento de muchas empresas, que finalizará con el cierre de una parte relevante de ellas, se sumará la destrucción de empleo de la segunda ola. A todo esto se añadirán, como ocurrió en anteriores crisis, los despidos de cuello blanco. Es la hora de las fusiones, de las adquisiciones, o de la digitalización y de la reconversión tecnológica, o de la adaptación a las exigencias de los accionistas, y eso significará, y lo estamos viendo en bastantes firmas cotizadas, la reducción del número de sus empleos. Será un problema en muchos sentidos, porque tampoco se adivinan muchas opciones para crear trabajos que compensen los perdidos y porque aumentarán la presión sobre las cuentas públicas.

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