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Los vicios privados en la política (y el poder de los valores)
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Esteban Hernández

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Los vicios privados en la política (y el poder de los valores)

Vivimos en una época extraña, en la que los valores comunes son percibidos negativamente, pero que nos incita a seguir sueños personales. Parece una mala idea, y lo es

Foto: Pedro Pascal es el villano avaricioso de 'Wonder Woman 84'. (Warner)
Pedro Pascal es el villano avaricioso de 'Wonder Woman 84'. (Warner)

En este año malo para el cine y nefasto para las salas, en el que los estrenos se aplazaron y solo unas cuantas películas de las previstas llegaron a las pantallas, la última gran producción en estrenarse en cines ha sido ‘Wonder Woman 84’. No es extraño que se estrene en Navidad, dado que tiene algo de cuento mágico, de fantasía cuajada de buenos sentimientos.

Más allá de la calidad cinematográfica de la película, tiene un argumento llamativo, y más para una película de superhéroes. Su centro es uno de estos objetos con poderes mágicos, como la lámpara de Aladino, creado en tiempos ancestrales y que es capaz de convertir los deseos en realidad. Conseguir aquello que anhelamos, convertirnos en aquello a lo que aspiramos o tener lo que la realidad nos niega ha sido materia habitual de toda clase de narraciones.

Lo peculiar de esta excusa argumental es que la convierte en el centro de una lectura social. Esa posibilidad de que el ser humano tenga definitivamente lo que desea es lo que conduce a la destrucción como sociedad. Constituye el fin de la civilización, porque en el instante en que se da rienda suelta a los deseos subjetivos, lo común se destruye. Este argumento podría entenderse fácilmente como un aviso sobre la necesidad de moderación y de renuncia, de la aceptación de límites aplicada a las conductas personales. En realidad, no sería más que la recuperación de aquel viejo malestar en la cultura freudiano.

Ser los primeros

Pero más allá de la venganza de los resentidos y de los humillados y su negativa a regresar al puesto que ocuparon, también señala expresamente el deseo de poder, de grandeza, de vencer en la competición, como el mal mayor. Y no es una mala metáfora de nuestra época, cuyos peores problemas provienen de esa necesidad de ser los primeros en cualquier 'ranking', de ganar más que las empresas del sector, de poseer más dinero que otros billonarios, de tener más poder que los competidores, sean estos personas o países. De ser y tener más, y el año próximo todavía más. Los obvios efectos desestructuradores de esta concepción de la existencia tienen gran semejanza con el cáncer, esas células que quieren vivir siempre y que terminan acabando con todas las demás, y después con el cuerpo que las alberga.

El deseo privado era legítimo y positivo: seguir nuestros sueños suponía el mejor camino y se nos incitaba a hacerlo de una manera decidida

Vivimos tiempos extraños, porque el deseo de hacer una sociedad mejor prácticamente desapareció del debate público, en parte porque era visto como un peligro. En última instancia, configuraba una utopía, y estas conducían inevitablemente a dictaduras y totalitarismos. Sin embargo, el deseo privado era percibido como legítimo y positivo: seguir nuestros sueños era la mejor idea posible, y se nos incitaba a hacerlo de una manera decidida. Teníamos que pelear al máximo por realizar nuestras aspiraciones, por convertirnos en quienes deseábamos ser, para que nuestros anhelos encontrasen su realización.

Vicios privados, ocaso de la civilización

Este regreso al individualismo, esta liberación de las energías, poseía además enormes beneficios. No hemos percibido sus problemas, en buena medida porque hemos estado anclados en una peculiar creencia mucho tiempo presente y que Mandeville definió en su fábula de las abejas: los vicios privados generan virtudes públicas. El progreso surgía de las pasiones y de los vicios humanos, pero, al compensarse con el interés, forjaban una existencia pacífica.

Es una constante narrativa: el poder contra el amor, los vínculos familiares contra los profesionales, o los seres queridos o el éxito

Era también la concepción del mercado de Adam Smith llevada a la subjetividad: dado que todo el mundo quería que su negocio fuera lo más exitoso posible, la competencia provocaba que unos limitasen a otros, que ejercieran de contrapeso, lo que daba lugar a una existencia armoniosa. Sin embargo, los dibujos en el papel son una cosa y la realidad otra. Nuestra época demuestra de una manera cada vez más evidente que para que esos límites existan tienen que estar en liza poderes equivalentes, y nuestra sociedad no está tejida con esos mimbres: hay quienes ostentan mucho poder y la gran mayoría ninguno; hay quien posee cantidades enormes de recursos y muchísimos más que tienen muy pocos. Así es difícil que existan contrapesos. Como viene a decir ‘WW84’, vicios privados, fin de la civilización.

En la película, como tantas otras en las que el deseo de poder fagocita al ser humano, son los lazos de amor los que acaban solucionando el problema. Es una constante narrativa, el poder contra el amor, los vínculos familiares contra los profesionales, los seres queridos o el éxito, que en las últimas décadas ha sido más frecuente que nunca, quizá porque parece que solo los sentimientos pueden frenar el desastre.

Los otros deseos

Pero ya que estamos en Navidad, y es una época en la que siempre aparece Frank Capra en nuestras pantallas, no está de más recordar que existen otros deseos, que parecen haberse difuminado de nuestro espacio público, que son tan o más poderosos que los sentimientos. Capra los describe en ‘Caballero sin espada’ (‘Mr. Smith goes to Washington’), una película realizada en su apogeo como cineasta y que ha merecido reconocimientos de toda clase, incluido el de la Biblioteca del Congreso de EEUU.

Un joven idealista, Jefferson Smith (un maravilloso James Stewart), es nombrado senador por extrañas circunstancias, y acude a Washington DC con la ilusión de quien va a pisar un templo sagrado. El centro político de EEUU es tremendamente importante para él, porque contiene todos los símbolos que hacen grande a su nación. En su visita al monumento a Lincoln, percibimos la emoción que siente, no solo por estar ante parte de la historia de su país, sino por encontrarse con lo que percibe como un emblema de la lucha por la dignidad humana.

Es la contraposición entre los ideales y esa ciudad de lobistas, corruptos, intereses, dinero y poder que es Washington DC lo que da forma a la película

Jefferson Smith, pues, es un bienintencionado que acude al nido de víboras, una suerte de prolongación de una película anterior de Capra, ‘Mr. Deeds goes to town’ (‘El secreto de vivir’). Es la contraposición entre los ideales y ese espacio de lobistas, corruptos, intereses cruzados, dinero y poder que constituye Washington DC (y esa es más que nunca la percepción completamente mayoritaria entre los estadounidenses). Pero Capra y Stewart vivían en otro país, en el que Washington representaba algo casi mítico, y ese era también el encanto de la película: el deseo de que ese mundo idealista imaginado, por el personaje y por el director, se concretase en la realidad.

Jefferson Smith, por lo tanto, es un ingenuo, una representación más del provinciano que llega a la gran ciudad. Pero no es ingenuo por su desconocimiento del poder y de sus mecanismos reales, sino por la persistencia en sus ideales una vez ha descubierto cómo funcionan las cosas. Se sabe uno más de esos tantos que lucharán y perderán, pero no por eso va a dejar de hacerlo. Para Jefferson Smith, como para Capra, la dignidad, los vínculos con los otros, los ideales, la necesidad de hacer un mundo mejor, de luchar contra la maldad y el egoísmo, esas cosas que parecen hoy menores frente al dinero y al poder, es lo que nos constituye como seres humanos. Su deseo está tejido con la lucha por esos valores, y nos haría mucha falta esa mirada en nuestra sociedad.

Las grandes palabras

Si viviera en nuestra época, a un tipo como Jefferson Smith no le tacharían de idealista, sino de hipócrita, porque en demasiadas ocasiones esa racionalidad altruista es percibida como puro engaño, como un disfraz que oculta el deseo depredador. Lo cierto es que las grandes palabras se nos han gastado por su uso y por su mala utilización, y desconfiamos de ellas. Pero la potencia del personaje de Smith, como en muchas de las películas de Capra, es que nos hace creer de nuevo en ellas; nos hace desear la dignidad y la justicia, y anhelar que el mundo pueda tener un lugar para ellas.

Esa es la fuerza del cine, la fuerza de la narración. Sí, Capra pinta un mundo irreal, que no es el que reina ahí fuera, pero es de esa manera como comienza construirse un mundo mejor. De modo que está bien que haya ficciones con buenas intenciones, que nos muestren un rato otras posibilidades, que nos ayuden a separarnos de la vaciedad y de la avaricia cotidianas. Y si esas ficciones son lo suficientemente potentes, ayudarán a construir una realidad mejor.

En este año malo para el cine y nefasto para las salas, en el que los estrenos se aplazaron y solo unas cuantas películas de las previstas llegaron a las pantallas, la última gran producción en estrenarse en cines ha sido ‘Wonder Woman 84’. No es extraño que se estrene en Navidad, dado que tiene algo de cuento mágico, de fantasía cuajada de buenos sentimientos.

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