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Cambio de rumbo mundial: el discurso radical que explica la decisión del G-7
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Esteban Hernández

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Cambio de rumbo mundial: el discurso radical que explica la decisión del G-7

Las grandes tensiones geopolíticas están configurando otro escenario. Está surgiendo una visión económica distinta que se dejó sentir en el G-7. Vamos hacia una nueva política

Foto: Biden, durante su discurso en Cleveland, Ohio. (Evelyn Hockstein/Reuters)
Biden, durante su discurso en Cleveland, Ohio. (Evelyn Hockstein/Reuters)

El regreso del Estado fuerte era una realidad si se observaba el mapa mundial. Muchos de los países más influyentes en el orden global, como China, Rusia, Turquía, India o Irán, por citar Estados con ideologías diferentes, habían exhibido músculo nacionalista. En muchos casos, además, estos países se caracterizan por el alejamiento de la democracia, por el establecimiento de una relación autoritaria entre los líderes y el pueblo cada vez menos mediada por las instituciones.

Pero esa vuelta a los términos del Estado nación y a la competición imperial no es exclusiva de potencias no occidentales que no creen en la democracia, sino que se ha instalado también en países como Reino Unido o EEUU, cuyo repliegue nacional es muy evidente. Son democracias, pero han acudido de nuevo a la fortaleza del Estado como una lógica necesidad: era preciso, dado que las relaciones internacionales se han convertido en una dura competición por el poder, los recursos y la influencia.

Foto: El ministro alemán de Finanzas, Olaf Scholz. (EFE)

El giro geopolítico de los últimos años, que se ha acelerado durante la pandemia, se expresa en especial en la guerra comercial entre EEUU y China, que envuelve al mundo entero, que ha provocado cambios sustanciales respecto de la globalización precedente. China ha conseguido que a EEUU le tiemblen las rodillas, y eso nos conduce a otro mundo.

El repliegue nacional de EEUU tiene mucho sentido cuando se trata de plantar cara a la potencia ascendente, China. No se puede competir con un país como el asiático, que planifica de continuo, que se fija objetivos a medio plazo, que sigue desarrollándose, y cuyas fuerzas sociales y empresariales quedan subordinadas a las metas comunes, con un Estado endeble. China tiene visión de futuro, una estructura de mandarines meritocrática, un control notable de sus procesos internos y una decidida voluntad de hegemonía; cuenta con la fuerza de su demografía, ha demostrado su capacidad para resolver problemas y está organizando su porvenir como primera potencia. Un Estado estructuralmente débil, y con un gobierno cuya capacidad de acción real quede limitada, cuenta con muchas menos probabilidades de éxito.

Los Estados occidentales se han encontrado con que, al contrario que China, sus barones, las empresas, estaban por encima del Rey, el Estado

Los Estados occidentales pertenecen a esta clase, si los comparamos con el chino y con algunas de las potencias restantes, por la manera en que se organiza el poder en su seno. La globalización empujó a los Estados hacia una configuración débil, hacia arquitecturas internacionales construidas bajo la hegemonía estadounidense, que provocaron efectos internos desestructuradores. El principal fue el derivado de unas nuevas reglas de mercado que permitieron a muchas empresas acogerse a modos de funcionamiento en el que las normas nacionales eran poco relevantes. Aparecieron nuevos actores poderosos, y las grandes tecnológicas y los grandes fondos son los mejores ejemplos, que operaban en una esfera diferente y propia. Durante un tiempo, eso no pareció resultar un problema, tampoco para EEUU. Pero en esta época en la que ha vuelto la geopolítica, los Estados occidentales se han encontrado con que, al contrario que China, sus barones, las empresas, estaban por encima del rey, el Estado.

1. El frente interior

Desde este punto de vista debe interpretarse la decisión del G-7, que es un comienzo para recuperar el control perdido. Biden ya había anunciado su deseo de crear un mínimo global en el impuesto de sociedades, de subordinar a las tecnológicas, de que Wall Street aportase lo que debe a su país: necesita realinear en términos de interés nacional a esos actores que se habían escapado de su radio de acción. Dirigir un país en una guerra por la hegemonía supone unidad de actuación, coordinación de las acciones y pulso firme, y se carece de todo esto cuando hay partes del Estado que siguen sus propios intereses sin cumplir con sus deberes comunes. Este es el nudo que Biden tiene que desenredar si quiere tener algún éxito.

Las acciones de Biden no son sorprendentes en términos de defensa de su territorio, de su población y de su influencia

Este mismo hecho lleva aparejada una segunda debilidad, que es muy relevante en términos sociales y que ofrece una ventaja enorme a los rivales: la falta de cohesión interior. Un país dividido ideológica y económicamente, como es EEUU, se sitúa en posición de inferioridad frente a los competidores, que pueden ahondar en esas brechas para hacerlas más profundas. China también tiene problemas de esa clase, pero cuenta con dos ventajas: una cultura mucho menos individualista y con una mejor aceptación de la autoridad, y la legitimidad que ofrece el éxito. Su población ve cómo su nivel de vida se incrementa, cómo su país ha recuperado el poder y la influencia internacionales, y cree que el futuro será mejor, una posición que permite a los gobernantes diluir los problemas con mayor facilidad. El humor occidental va en sentido contrario: nuestro nivel de vida se ha deteriorado, especialmente entre las clases medias y las trabajadoras, la sensación dominante, y más tras la pandemia, es que el sistema no funciona bien, y subyace un ánimo pesimista y una sensación de soledad, de sálvese quien pueda.

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En este frente interior, Biden debe recomponer en su país el estado de ánimo, el nivel de vida y la confianza en el futuro. Las medidas que ha comenzado a tomar resultan sorprendentes si se comparan con la ortodoxia económica dominante en las últimas décadas, pero lo son mucho menos en términos de defensa de su territorio, de su población y de su capacidad de influencia exterior. Pretende dotar a su nación de mucha mayor cohesión y de una dirección común, y eso no puede hacerse desde las mismas ideas que le llevaron a convertirse en frágil. Biden no es el único en romper el consenso liberal, porque ha ocurrido en muchos otros Estados con la pandemia, desde Japón hasta el Reino Unido, pero sí promete que sus acciones no serán coyunturales, sino permanentes. Según Biden, estamos en un momento de inflexión, de esos "que ocurren una vez cada muchas generaciones", y no miente. En esa afirmación laten muchos de los cambios que estamos comenzando a percibir en la política contemporánea.

2. La primera ola

En términos políticos, esta doble importancia del Estado y del nivel de vida de los nacionales había empezado a desplegarse hace algún tiempo. Diversos países del Este de Europa habían encabezado ese giro, a partir de un repliegue en términos conservadores que les permitió ganar apoyo social. Se ha subrayado con insistencia el peligro que suponía para las sociedades democráticas occidentales esa apuesta política desde lo identitario y lo cultural, con su oferta de mayor orgullo nacional, recuperación de soberanía, valores ligados a lo religioso y desprecio por las costumbres moralmente diversas.

Sin embargo, en esa lectura solía pasarse por alto que también añadían elementos de cohesión social. Recordemos algo muy evidente, pero poco subrayado: Orbán era un campeón liberal, el alumno más aplicado de los países del Este, hasta que se dio cuenta de que si seguía por ese camino y las políticas que quería imponer el FMI ganaban mayor peso en su país, la clase media desaparecería; su giro autoritario fue también en la dirección de proteger el nivel de vida de la población húngara. La derecha polaca opta por una cierta redistribución a partir de coartadas religiosas, como la defensa de la natalidad y de la familia, pero estas no opacan el hecho de que sus nacionales terminan recibiendo ayudas que pretenden elevar su nivel de vida.

El vínculo entre ciudadanos necesitados, valores conservadores y repliegue nacional ha sido una opción con recorrido en Occidente

Esta vinculación entre regreso nacional y mayores beneficios para sus ciudadanos ha estado muy presente en la derecha occidental. La llegada al poder de Trump tuvo que ver con la promesa de recuperar los trabajos, y los 'brexiters' aseguraron que a los británicos les iría mucho mejor fuera de la UE, pero también Johnson está llevando a cabo políticas económicas poco ortodoxas. Ese vínculo entre ciudadanos necesitados, deseosos de abandonar el mundo líquido de la economía presente, y valores conservadores ha sido una opción con mucho recorrido en los últimos años occidentales. Le Pen es indisociable de esta tendencia, como lo es Salvini y como lo fue Trump. Vox no, parte de otra premisa, promueve un mundo mucho más fluido aunque se ampare en la bandera española, y buena parte de su recorrido, además de a la indignación latente, se debe a los problemas nacionales de articulación territorial y a un combate tejido en términos culturales.

En todo caso, las nuevas derechas occidentales han supuesto un giro notable respecto de las precedentes, en la medida en que cada vez se han alejado del liberalismo dominante en un doble sentido: han optado por un regreso decidido a los valores fuertes de la derecha, al tiempo que han incluido compensaciones antiliberales en sus balances económicos, siempre desde la perspectiva del refuerzo de sus nacionales. Así las cosas, el regreso a lo sólido parece una opción aprovechada únicamente desde el lado diestro de la política. No es exactamente así.

3. Un desafío a Biden

Muchos liberales, de izquierda o de derecha, entienden que las palabras fuertes, las que aluden a los vínculos, al poder de la comunidad, a la solidez de los lazos, a términos como soberanía, o autonomía estratégica, o dirección del Estado, o familia, o trabajos estables, solo pueden pronunciarse desde las distintas derechas, y su posición política se resume en combatir ese regreso de lo fuerte, siempre particularmente dañino para el progreso.

Pero ese no es el momento en el que nos encontramos. Lo que reaparece es la presencia del Estado, el repliegue en la globalización, la vuelta a términos nacionales, aunque sea de modo limitado. Pero ya no es eventual. Y, en ese regreso, los problemas internos cobran una nueva expresión. Hasta ahora, existía un desapego de las clases con más recursos por sus propios países. Lo que importaba era la expansión, los beneficios, forzar más aperturas para llegar más lejos. Esta distancia era particularmente evidente en países poco estructurados.

Foto: El presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters)

Los oligarcas rusos, por ejemplo, no necesitaban un estado de derecho fuerte para proteger sus propiedades y sus intereses, ya que el capital obtenido lo invertían en países que ya contaban con él. Se iban a Londres; no les preocupaba demasiado Rusia. Lo mismo ocurrió con muchos países latinoamericanos, por poner otro ejemplo evidente, pero no fue muy distinto con las élites occidentales, desinteresadas de sus territorios de procedencia: sus inversiones eran globales El auge chino ha cambiado todo esto, porque la presencia del enemigo provoca esa doble necesidad de devolver las élites a sus países para coordinar la acción, y de estabilizar socialmente unos territorios cada vez más desorganizados. La medida del G-7 va en la dirección de traer de vuelta a esas élites.

Es cierto que el auge de Wall Street y el desarrollo chino han ido de la mano, pero en esta época debería ser de otra manera

No es una pretensión nada sencilla, ni siquiera para Biden, porque ese repliegue obliga a reconducir las tendencias de fondo y a disciplinar a unos actores poco acostumbrados a supeditarse al poder político. Un buen ejemplo lo hemos visto estos días, con Wall Street pujando por trazar nuevas alianzas con China, lo que puede interpretarse como un desafío a Biden, además de un movimiento extraño: cualquier inversión en China queda supeditada a la voluntad del Partido Comunista, lo cual es muy azaroso, porque sus criterios pueden cambiar en muy poco tiempo. Es cierto que el auge de Wall Street y el desarrollo chino han ido permanentemente de la mano, pero en esta época debería ser de otra manera, como Biden no se cansa de señalar.

Lo que el presidente estadounidense pretende ha quedado bastante claro con sus planes, pero también en sus discursos. Hemos visto muchas noticias acerca de la presencia de Biden en Tulsa realizando un acto de desagravio y de asunción de la responsabilidad por el racismo estadounidense, pero muy pocas respecto de un discurso pronunciado unos días antes en el colegio Cuyahoga, en Cleveland, Ohio (Cleveland Rocks), en el que puso de manifiesto ideas muy relevantes.

4. El discurso

Sus afirmaciones en ese discurso, que van en la línea de sus declaraciones de sus últimos meses, ratifican el cambio de rumbo: la acción del gobierno va a impulsar decididamente la creación de empleo; la economía del goteo se ha terminado; si a las empresas les están faltando trabajadores es porque pagan poco, y lo que deben hacer es aumentar los salarios para atraer mano de obra; la clase media construyó EEUU y los sindicatos construyeron la clase media; Wall Street no forjó EEUU y ha llegado el momento de que pague la parte que le corresponde; los buenos empleos, en especial en sectores como el de la energía, deben dejar de deslocalizarse y tienen que quedarse en EEUU; habrá acciones de protección del mercado estadounidense; y EEUU debe convertirse en el mayor exportador del mundo en lugar de ceder ese lugar a China. Coronó esta serie de afirmaciones recurriendo a un viejo valor sólido: "Mi padre solía decirme: Joey, un trabajo es mucho más que un cheque. Se trata de tu dignidad. Se trata de respeto. Se trata de tu lugar en la comunidad. Se trata de poder mirar a tu hijo a los ojos y decirle: 'Cariño, todo va a ir bien'".

Foto: EC.

En el plano discursivo, es un regreso en toda regla a Roosevelt, al New Deal o, como lo conocíamos en Europa, a la socialdemocracia: presencia decisiva del Estado, vuelta del proteccionismo en muchas áreas, impulso de los salarios, control del mercado, impuestos mayores, orgullo y dignidad a través de las mejoras. Y todo ello enunciado en Cleveland, Ohio, en el centro de la América que va hacia abajo. Recapitulemos: nacionalismo, dignidad, trabajo, Estado, política, proteccionismo, competición internacional. Biden como rojipardo; Biden como todo lo que ha estado combatiendo el liberalismo en estos años: si este discurso hubiera sido pronunciado por una fuerza política de otro signo, habría sido señalado como radical y populista (o como fascista, si atendemos a nuestros progresistas de guardia) por el liberalismo dominante.

5. La economía política

Biden, sin embargo, dijo en Cleveland algo más, que "la política económica es más difícil que la política exterior. ¿Sabéis cuál es la base de la política exterior, la que determina nuestro estatus en el mundo? Una sola cosa: nuestro desempeño económico. Nuestro desarrollo económico". Es cierta la afirmación de Biden, y supone una reivindicación imprescindible de la economía política en estos tiempos. Marca cambios significativos, que veremos si puede llevar a cabo, porque se enfrenta a dos clases de fuerzas completamente reacias a adoptarlos, y que combaten de manera decidida cualquier cambio en ese sentido: la izquierda progresista y la derecha liberal. O, en otras palabras, las dos fuerzas políticas más importantes en las últimas décadas, aquellas que forjaron la reacción contra el régimen socialdemócrata imperante en Europa, y, en buena medida en EEUU, tras la Segunda Guerra Mundial.

Foto: (Reuters)

Por una parte, la socialdemocracia implicaba un control claro del Estado, la sujeción del capital a reglas, la organización a partir de fronteras bien definidas y de normas que operaban en el interior de los países, impuestos progresivos, protección del trabajo, equilibrios salariales a partir de la negociación institucional entre empresarios y trabajadores. Pero implicaba también una presencia sustancial del Estado en la dirección económica de la sociedad, así como la existencia de grandes empresas de servicios públicos, desde la energía hasta la industria. Todo eso se fue desvaneciendo con la globalización, instigada por unas fuerzas de derechas que pretendían un mundo mucho más fluido, la preeminencia de lo privado sobre lo público, y el aflojamiento continuo de las normas.

El sueño americano suponía la construcción de una sociedad para el hombre blanco de clase media, y se articulaba en términos patriarcales

Pero el New Deal y los Estados socialdemócratas también fueron impugnados desde el otro lado del espectro político. El sueño americano suponía la construcción de una sociedad para el hombre blanco de clase media, y se articulaba en términos patriarcales, en los que la familia suponía el establecimiento de una ciudadanía de segundo rango para las mujeres, y en términos racistas, toda vez que las poblaciones afroamericanas continuaban estando excluidas de la vida social. Las nuevas ideas políticas empujaron en el sentido de las reformas culturales, fijando un marco de pensamiento mucho más liberal, mucho menos sujeto a las viejas identidades.

Ambos polos tomaron como diana al New Deal, y ambos fueron exitosos. Como señalan Piketty, Martínez-Toledano y Gehtin, los votantes de izquierda pertenecían cada vez más a sectores sociales con formación superior, aquellos que entendieron de una forma más viva la necesidad de los cambios en las costumbres y las desigualdades de raza y de género. La inmigración, uno de los aspectos que más tensiones ha creado en las sociedades del norte de Europa y de América en los últimos años, era bien percibida por ambos; a los primeros les permitía conseguir mano de obra para los países occidentales y generar más recursos, y a los segundos en tanto elemento de solidaridad y cosmopolitismo. Se fraguaron así dos nuevas perspectivas políticas, una que consiguió reorganizar el equilibrio de poderes en la sociedad, favoreciendo decididamente las necesidades del mercado y del capital financiero, mientras que la segunda forjó otro tipo de valores sociales. Lo que se perdió por el camino fue la vieja socialdemocracia, superada por las críticas y las acciones de un lado y de otro.

5. Una nueva socialdemocracia

Eso era la política hasta ahora, al menos en EEUU. En Europa continuamos anclados en ese eje global/nacional que ha definido nuestro escenario electoral: llevamos varios años inmersos en la pelea entre un eje sistémico, liberal en lo económico y en lo cultural, y otro que pugna por acabar con él, que sigue siendo neoliberal en su estructura, pero que ofrece elementos compensadores desde el lado nacional, y que es fundamentalmente conservador en sus valores.

La llegada de China ha roto está dinámica, fundamentalmente porque ha llevado al país más importante del mundo a buscar otra clase de soluciones. La asonada del Capitolio, con toda su carga simbólica, ha puesto de manifiesto la debilidad interna de EEUU, y el propósito de Biden de reconstruir la sociedad pasa por una nueva perspectiva socialdemócrata, que está por definirse en su concreción última, pero cuyo aliento ya está presente.

Foto: El presidente de Estados Unidos, Joe Biden. (EFE)

Dado que sus objetivos consisten en conseguir mayor poder para EEUU en el plano internacional, y cohesionar el orden interno, debe contar con un Estado fuerte y con un tipo de economía mucho más inclusiva. Y, para ese objetivo, Biden recurre al pasado de su país, a la fórmula que le funcionó en un momento similar, el New Deal. La guerra contra China lo exige, y por eso la economía política se vuelve más importante que las políticas económicas.

6. Hemos cruzado la línea

El reciente libro del historiador Eric Rauchway, 'Why the New Deal matters' recuerda un aspecto que parece olvidado, pero sin el cual, como subraya Zach Carter, no puede entenderse la historia del siglo XX norteamericano: el New Deal transformó EEUU, pero también impidió que las tentaciones autoritarias se apoderasen del país. El final del mandato de Hoover fue un momento especialmente complicado, como lo fue la época en sí. La crisis a la que abocó un tipo de economía como la que defendía Hoover, es decir, una con las mismas bases intelectuales que la dominante hoy, llevó al país a una situación dificilísima. Roosevelt reaccionó en términos de cohesión sistémica, y eso impidió que el fascismo arraigase en EEUU. Los 'new dealers' contemporáneos suelen insistir en ello: las condiciones están dadas, y mucho más con los instrumentos tecnológicos y el poder que diversas grandes empresas han acumulado, para que ese giro autoritario se produzca. El gobierno estadounidense ha percibido el peligro, y trata de cortar de raíz las bases de su expansión: la desigualdad, la pérdida de recursos, la pérdida de la dignidad.

Biden vuelve a utilizar el término "pleno empleo" e insiste en la necesidad de subir los salarios: sin esa estabilidad interna, perderá su poder

Otro reciente y recomendable libro, 'Fulfillment: Winning and Losing in One-Click America', de Alec MacGillis, explica de un modo desnudo, desde el hueso, el contexto social en el que se está construyendo otra clase de la sociedad: el tipo de trabajador que podía permitirse una vida de clase media baja está ahora en ese filo de la marginalidad a la que conducen los salarios escasos, el aumento de los precios de los bienes esenciales, la imposibilidad de contar con una pequeña estabilidad, de aferrarse a una tabla. Por eso, en el apartado economía política, y en su plan de combate por la hegemonía, Biden ha vuelto a utilizar el término "pleno empleo" e insiste en la necesidad de aumentar los salarios: sin esa estabilidad interna, el país se vuelve especialmente frágil.

Conseguir esa cohesión desde una expresión diferente del New Deal no será sencillo, porque más Estado significa la supeditación de los más grandes actores económicos a objetivos comunes, inversión para crear trabajos, sostén de la democracia, inversión pública, acción geopolítica. Todo aquello que hasta hace muy poco era tachado de insensatez populista ahora ocupa el centro del escenario estadounidense. Biden tiene complicado conseguir esos objetivos porque los republicanos se lo van a poner difícil, porque las grandes empresas se lo van a complicar aún más y porque, como notó Franklin D. Roosevelt, domesticar al poder financiero implica una tarea muy ardua. En todo caso, ahí se va a jugar el futuro estadounidense.

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Y también el de Occidente. En dos sentidos: un EEUU más fuerte y más cohesionado tendrá mayor poder internacional, y no solo frente a China, también respecto de la UE. Y, en segundo lugar, la economía política de Biden es una refutación en toda regla a las bases económicas en las que se ha desarrollado Europa en las últimas décadas. Es un golpe en la nariz de la mentalidad frugal, a las creencias de Bruselas, a la arquitectura económica de la UE. Y con un añadido, que volvemos a los Estados fuertes, es decir, que tendrán importancia los que puedan serlo, y España no está en esa lista. En fin, como afirmó Biden en Ohio, hemos cruzado la línea. Veremos dónde nos conduce el nuevo mundo.

El regreso del Estado fuerte era una realidad si se observaba el mapa mundial. Muchos de los países más influyentes en el orden global, como China, Rusia, Turquía, India o Irán, por citar Estados con ideologías diferentes, habían exhibido músculo nacionalista. En muchos casos, además, estos países se caracterizan por el alejamiento de la democracia, por el establecimiento de una relación autoritaria entre los líderes y el pueblo cada vez menos mediada por las instituciones.

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