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Cuando desear una vida económicamente digna se vuelve reaccionario
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Esteban Hernández

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Cuando desear una vida económicamente digna se vuelve reaccionario

Ha llegado una nueva época, y no todo el mundo se está adaptando a ella. El resentimiento está presente, pero con una nueva expresión, la de gente que culpa a otros de sus errores

Foto: Hay paro, pero querer que haya trabajo es nostálgico. (EFE)
Hay paro, pero querer que haya trabajo es nostálgico. (EFE)

Hace no demasiado tiempo, triunfaba la idea de que vivíamos en el mejor momento de la humanidad. Era el fin de la historia traducido a términos cotidianos: ¿cuándo se había vivido mejor? ¿Cuándo se había gozado de mayores comodidades? ¿En qué época había habido menos guerras? Por alguna razón, este hecho, que se expresaba como irrefutable, era negado por las poblaciones en sucesivos procesos electorales, pero se trataba de un fenómeno claramente explicable. Se trataba de votantes que negaban la realidad por un exceso de pesimismo, que tendían a reparar en los aspectos negativos en lugar de celebrar los positivos, gente con temor a los cambios que pretendía refugiarse en el pasado; en fin, personas presas de un humor oscuro.

El discurso funcionó durante unos cuantos años, porque era insistentemente repetido, desde instancias políticas hasta científicas, y los adalides del optimismo hicieron fortuna. El problema es que la realidad no les acompañaba, porque había terrenos en los que obviamente estábamos retrocediendo. Cuando la desigualdad aumenta tanto, es complicado asegurar que vamos hacia un entorno mejor; si los bienes necesarios para la subsistencia se encarecen (y no es un asunto pospandémico, llevamos así años, y no hay más que fijarse en los precios de la vivienda), es complicado afirmar que todo va bien; si el cambio climático amenaza con provocar grandes catástrofes, quizá no estemos ante un mero exceso sentimental de gente enfadada. Algunos motivos hay para tener fundadas prevenciones sobre el futuro que nos espera.

Respuestas que no sirven

El discurso optimista tenía algo de falso, en la medida en que se intentaba negar las disfunciones de nuestro sistema a través del recurso al pasado: si nos comparábamos con la Edad Media, ¿no estábamos mucho mejor? ¿No había muchos más avances médicos que en la prehistoria? ¿No era mejor la vida ahora que durante la Guerra de los Cien Años? Eran preguntas con respuestas sencillas, pero tampoco nos resolvían grandes cosas.

Foto: Abuela y nieta en Vitoria. (EFE)

Mientras vivíamos en el mejor de los mundos, los problemas comenzaron a acumularse. Los mismos optimistas se cansaron de quienes enunciaban sus proclamas con más entusiasmo, y tampoco las poblaciones occidentales acogieron especialmente bien la idea de que todo era maravilloso. El discurso tenía que mutar.

Algo se ha avanzado: antes eran gente cabreada que se negaba a cambiar, ahora son corazones tiernos que buscan algo de calor

Su nueva expresión cuenta con una palabra mágica, nostalgia. Ya no son poblaciones enfadadas y atemorizadas por el futuro, sino aquellos que miran al pasado reciente y constatan que hubo épocas con mejores condiciones de vida. Por supuesto, es una idea falsa, porque aquellos tiempos, y en concreto los del Estado fordista en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial y hasta mediados de los setenta, eran racistas, machistas, patriarcales y autoritarios: hoy tenemos mucha más libertad, y hemos avanzado muchísimo en derechos.

Ideas perturbadoras

Pero tampoco tienen mucha suerte con esa nueva perspectiva, porque es evidente que hubo tiempos no tan lejanos en los que la gente podía comprar una vivienda en pocos años con su salario, en la que los hijos de las clases obreras iban a la universidad, en la que existieron trabajos estables, y en los que la relación entre recursos y gastos necesarios para la subsistencia favorecía a los trabajadores y a los pequeños empresarios y no a los financieros. Por algún motivo, esas ideas son perturbadoras hoy, y quienes las ponen de manifiesto no son más que pobres gentes engañadas por sus recuerdos, que les hacen añorar unos tiempos que fueron mucho más grises de lo que ahora afirman. Son personas que buscan el calor del hogar, el fuego de la chimenea en el invierno y demás. Algo se ha avanzado: antes eran gente cabreada que se negaba a avanzar, ahora son corazones tiernos que buscan algo de abrigo.

Lo que ocurre es muy diferente: es una añoranza de signo contrario, no por los viejos tiempos, sino por los que se están marchando

Esto es curioso, porque una vez que hay quienes entienden que hubo tiempos mejores, y desde luego en las condiciones materiales lo fueron para Occidente, las comparaciones empezaron a molestar. El problema ya no es la pérdida de opciones vitales, ni las escasas oportunidades de futuro con las que cuenta buena parte de la población, ni el desvanecimiento de la clase media, ni el bajo nivel de recursos de las clases trabajadoras, sino la nostalgia, que despide un inevitable aliento franquista (o del viejo comunismo, que es intercambiable a sus efectos).

La pataleta

Pero lo que ocurre es otra cosa, una añoranza de signo contrario, no por los viejos tiempos, sino por los que se están marchando. Es la nostalgia por una globalización que huye, por una época que se desliza entre los dedos y que muchos se resisten a abandonar, a pesar de que tanto EEUU como China han dado la puntilla al orden liberal global, y han iniciado una nueva etapa. En términos territoriales es evidente: cuando el mundo está cambiando de manera sustancial, la UE, su entorno liberal y todo aquello de los consensos, los grandes acuerdos comerciales, la tecnocracia y el ‘rule of law’ y demás, se ha encerrado en el calor del hogar, han encendido la chimenea y pasan la noche con la manta, esperando que al amanecer sus pesadillas se desvanezcan. Mientras, los grandes países se mueven con rapidez para situarse en el nuevo escenario. Y lo mismo ocurre en el entorno ideológico.

Foto: Foto: iStock.

De modo que todo esto de la nostalgia podría reformularse así: es la pataleta de gente demasiado politizada, sin capacidad para leer las transformaciones, que ha ocupado un lugar destacado, y que ahora quiere desplazar la responsabilidad del fracaso de sus ideas. En España, ocurre en dos ámbitos: el de la izquierda activista, ligada a Podemos, que se ha convertido en irrelevante política y socialmente, y el de los liberales tecnocráticos, que tenían (y dicen tener) las fórmulas para solucionar todos los problemas, pero que nos han terminado metiendo en agujeros de los que es complicado salir: justo de esos de los que se queja el ciudadano. Sacar a colación la nostalgia no es más que la constatación de una impotencia. Como el discurso sobre el optimismo, no es más que una manera de tapar las insuficiencias propias y las disfunciones de un sistema, a la que añaden un punto de rabia por su fracaso ideológico.

Hace no demasiado tiempo, triunfaba la idea de que vivíamos en el mejor momento de la humanidad. Era el fin de la historia traducido a términos cotidianos: ¿cuándo se había vivido mejor? ¿Cuándo se había gozado de mayores comodidades? ¿En qué época había habido menos guerras? Por alguna razón, este hecho, que se expresaba como irrefutable, era negado por las poblaciones en sucesivos procesos electorales, pero se trataba de un fenómeno claramente explicable. Se trataba de votantes que negaban la realidad por un exceso de pesimismo, que tendían a reparar en los aspectos negativos en lugar de celebrar los positivos, gente con temor a los cambios que pretendía refugiarse en el pasado; en fin, personas presas de un humor oscuro.

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