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Los expertos de la Comisión nos dan una lección política que no deberíamos olvidar
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Esteban Hernández

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Los expertos de la Comisión nos dan una lección política que no deberíamos olvidar

La fuga de los responsables jurídicos de la defensa de la Competencia es tremendamente simbólica, porque pone encima de la mesa el principal problema de nuestro sistema económico

Foto: Margrethe Vestager. (John Thys/Reuters)
Margrethe Vestager. (John Thys/Reuters)
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La guardia pretoriana de Vestager se marcha a los bufetes que defienden, entre otras firmas, a las grandes tecnológicas. Un caso más, en apariencia, de puertas giratorias, de esos que suelen solventarse desde las críticas a las personas en concreto. Al final, todo se reduce a las discusiones sobre gente sin escrúpulos que decide dar el salto al lugar en el que está el dinero. Ojalá solo fuera eso. Tiene que ver con la capacidad de nuestro sistema para actuar correctamente, con los equilibrios de poder que lo conforman y con la posibilidad de corregir sus errores.

Hace pocos días, 'Bloomberg' publicaba que 'La mayoría de los estadounidenses creen que el mercado de valores está manipulado y tienen razón', un artículo en el que se aseguraba que "el abuso de información privilegiada por parte de los ejecutivos es generalizado y nadie, ni los reguladores, ni el Departamento de Justicia, ni las empresas mismas, está haciendo algo para detenerlo". La pasada semana hemos tenido un capítulo más en la información recurrente acerca de los paraísos fiscales, esa que se inició con los 'Papeles de Panamá', que muestra hasta qué punto es sencillo para cualquiera que tenga el suficiente dinero evadir las normas fiscales. Y en España hemos visto cómo los intentos por controlar un mercado de la luz desatado se han convertido en un pulso entre las eléctricas y el Gobierno que van ganando las primeras. Y eso sin recordar hechos del pasado reciente, como la falta de control que nos llevó a la crisis de las subprime. No se trata de personas que tienen pocos escrúpulos, es algo sistemático, estructural, decisivo.

La causa, no la consecuencia

Todos estos asuntos, incluido el de las eléctricas, tienen un punto en común, fácil de detectar, como es la dificultad de los reguladores para regular, o por ser menos complacientes, su incapacidad para hacerlo. No es una cuestión azarosa, de falta de medios o de interés, y ni siquiera en voluntades compradas, como afirman quienes hacen de la corrupción o del capitalismo de amiguetes la deficiencia principal de nuestro sistema. Cuando la diferencia de poder entre los distintos actores es tan grande, es muy difícil que el terreno de juego no se incline. Desde luego por una cuestión de recursos, como explicaba el economista Jan Eeckout a El Confidencial: "En la Comisión Europea suelen decir que hay que escoger qué batalla librar, ya que, si se presentan 20 casos, solo van a poder elegir uno, porque es el que pueden afrontar con los medios y con el personal del que disponen. Y una vez que se inicia el procedimiento, las empresas del sector pueden presentar una cantidad inmensa de economistas y de abogados muy expertos en este ámbito que sostengan sus posiciones, mientras que los funcionarios son pocos. La pelea es muy desigual". Pero sobre todo porque, cuando el poder está concentrado, la falta de recursos no es la causa, sino la consecuencia.

Cuando el poder económico se concentra, y deriva en monopolios y oligopolios, no solo reorienta la cadena y la coloca en manos de pocos jugadores, también dificulta enormemente que los reguladores puedan ejercer su tarea. Es esa enorme disparidad de poder entre los principales operadores y quienes deberían controlarlos, es decir, el poder político y administrativo, lo que se ponen de manifiesto todos estos casos.

Demasiado a menudo las prácticas incorrectas no reciben sanción, o se consigue que esta sea mucho menor que el beneficio conseguido

El problema es mucho más profundo de lo que su enunciado puede sugerir, porque nos indica que los equilibrios de poder dentro de una sociedad están rotos, que los barones tienen más peso que el rey, que las fuerzas privadas superan fácilmente todo aquello que debería asegurar un funcionamiento correcto del mercado y de la sociedad. Y, a partir de ahí, los fallos en cadena se convierten en habituales: para controlar un poder, se ha de contar con una fuerza similar, y no es el caso. Por eso el regulador supervisa y hace como si sometiera a control, pero muy a menudo permanece solo en el plano de la apariencia, ya que las prácticas incorrectas no reciben sanción, o se consigue que esta sea mucho menor que el beneficio conseguido.

Las instituciones que se deben defender

Muy a menudo, en nuestra política, al igual que en la europea, se subraya la importancia de las instituciones, la conveniencia de que sean respetadas, que no se subviertan, que no sean utilizadas de modo torticero. La vida pública española está dominada por esta convicción, y buena parte del debate de los últimos años está incrustado en esta polémica. Pero cuando hablamos de instituciones, a menudo se olvidan aquellas que son esenciales en un sistema capitalista: las que son capaces de poner límites a los poderes económicos.

Este es un aspecto crucial, porque siempre que se habla de instituciones se reducen a su vertiente política: contrapesos entre los poderes del Estado, absorción del ejecutivo de funciones ajenas, tensiones entre la judicatura y el ejecutivo, por citar algunas. Pero no hay ninguna alusión a un aspecto esencial en nuestro tiempo, el equilibrio entre los poderes económicos y los políticos. En la medida en que los mecanismos de control de la economía se han debilitado enormemente y han sufrido con regularidad fallos estrepitosos, ya no podemos hablar de instituciones sólidas.

Es muy extraño combatir los poderes iliberales en lo político, pero fomentarlos en lo económico, porque los segundos acaban produciendo los primeros

Es un problema central de nuestro capitalismo, y del liberalismo en el que se sustenta como edificio ideológico, ya que si solo se pone el foco en los elementos puramente políticos y olvida que los equilibrios se desarrollan también en el ámbito económico, y más en nuestra época, deja de ser liberalismo, porque permite la concentración de poder en un terreno mientras la combate en el otro. La esencia del liberalismo es tejer una red que impida que el poder acabe en pocas manos porque, según su propia ideología, el poder excesivo deriva siempre en tiranía. Y es raro constatar que, mientras se multiplican las advertencias sobre los peligros de los regímenes iliberales para las democracias occidentales, se permita y se fomente que los monopolios y oligopolios se conviertan en el modo habitual de funcionamiento de la economía de mercado. El poder nunca se detiene en un ámbito, y una vez que ha colonizado el mercado, lo hace también con la política.

Este es el momento político en el que nos encontramos, que afecta mucho más a los progresistas que la derecha. Es un escenario complejo porque tras el covid, con la segunda crisis económica en una década, creció la conciencia de que había que arreglar algunos fallos estructurales en la economía de las sociedades occidentales. Biden impulsó un plan de recuperación que prometía cambiar sustancialmente las cosas, se tejió una alianza para un impuesto mínimo global a las empresas, se construyó cierta conciencia sobre la necesidad de elevar los salarios, se habló de reindustrializar trayendo sectores estratégicos de vuelta a Occidente y varias apuestas de ese estilo por las que apostaron los progresistas. Pero, transcurrido el tiempo, lo que percibimos es que los gobiernos no son capaces de llevar a cabo esos planes, que su fuerza es menor de la que necesitan, y que quienes se resisten a este viraje, tanto en lo que se refiere a la necesidad de impulsar más mercado y menos regulación, como en la ortodoxia económica, como en la economía verde, están recuperando posiciones a marchas forzadas. Dado que ese es el programa económico de las derechas, a ellas no les genera ninguna contradicción, pero sí a la izquierda, que ha prometido algo que no se ve en condiciones de cumplir; puede aportar parches, pero poco más.

Por eso resulta altamente simbólico que el salto al otro lado de los abogados de la Comisión, porque se produce en el derecho de la competencia, es decir, en el terreno institucional previsto para impedir la concentración de poder. De modo que quizá sea hora de constatar definitivamente que la concentración del capital y de la propiedad en pocas manos no es capitalismo: destruye la misma idea de propiedad privada, porque la limita a un porcentaje bajo de ciudadanos. Dicho de otro modo, el capitalismo, para funcionar, necesita límites; si no, se convierte en oligarquía. Y es muy extraño combatir los poderes iliberales en lo político, pero fomentarlos en lo económico, porque los segundos también acaban produciendo los primeros. En la medida en que cala entre la ciudadanía la idea clara de que las normas se aplican al común de los ciudadanos, pero no a aquellos que tienen el suficiente poder y dinero, la deslegitimación de la democracia como forma de gobierno se multiplica.

La guardia pretoriana de Vestager se marcha a los bufetes que defienden, entre otras firmas, a las grandes tecnológicas. Un caso más, en apariencia, de puertas giratorias, de esos que suelen solventarse desde las críticas a las personas en concreto. Al final, todo se reduce a las discusiones sobre gente sin escrúpulos que decide dar el salto al lugar en el que está el dinero. Ojalá solo fuera eso. Tiene que ver con la capacidad de nuestro sistema para actuar correctamente, con los equilibrios de poder que lo conforman y con la posibilidad de corregir sus errores.

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