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Esteban Hernández

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Arnaldo, la monarquía y lo que le contamos a la gente

Los temas políticos duros se han convertido en el centro del debate público. Pero tanta insistencia genera una paradoja, y fortalece un sentimiento hostil hacia las instituciones

Foto: El Congreso, durante el pleno de ayer. (EFE/Mariscal)
El Congreso, durante el pleno de ayer. (EFE/Mariscal)

Uno de los aspectos más llamativos del debate público contemporáneo es que se tiende a pensar que cuanto más se insiste en temas concretos, más importantes terminan siendo para los ciudadanos. Esos asuntos, más allá de la actualidad inmediata (el volcán, un suceso concreto, etc.), suelen girar alrededor de temas políticos duros: la monarquía, la renovación del CGPJ, cómo actuar con los populistas, la organización territorial del Estado, las peleas intrapartido y entre ellos, etc. Incluso temas como la reforma laboral o la de las pensiones tienden a quedar subsumidos en sus elementos políticos, como el hecho de que generen o no grietas en la coalición de gobierno, o el grado de contento de Bruselas con ellos. Se forma así una particular convicción en la política y en los medios respecto de cuáles son los asuntos nucleares, los decisivos, los de primer rango.

Sin embargo, todas estas apelaciones continuas a una actualidad puramente política terminan generando hartazgo en la opinión pública, cuando no descontento. Y con cierta lógica: solo a una parte pequeña de los españoles le importa la reforma del CGPJ, y menos aún las tensiones que causa. La insistencia en esta clase de temas tiende a saturar al receptor, y más tarde a encresparlo, dado que la mayor parte de la información que recibe es negativa. Tampoco la repetición continua de estas temáticas tiene demasiada incidencia electoral, ya que los debates suelen manifestarse en términos puramente partidistas; no se analizan los asuntos, sino que se culpa a los contrarios. Por lo tanto, su efecto es el de convencer a los ya convencidos; simplemente refuerzan, a menudo en exceso, decisiones ya tomadas.

El círculo vicioso

Pero también causan algo peor. Al principio, y por simple aburrimiento, tienden a alejar a una mayoría de la población de los asuntos públicos. Pero ese desinterés es temporal, porque transmuta, dado que todo es ruido y furia, en desprecio por la política y por los políticos, que son percibidos como una fuente de problemas más que como una solución. Finalmente llega la indignación contra el sistema en sí, ya que es del todo evidente que no funciona, y contra quienes lo dirigen.

Tantas críticas por parte de los demócratas liberales hacia el mal funcionamiento de la democracia dan alas a sus rivales

El crecimiento de los partidos antisistema ha surgido, antes que de sus propuestas concretas, de esta unión entre la percepción clara de que las cosas no funcionan y la creencia de que quienes están al frente operan únicamente en su propio beneficio. Esta mezcla es el fuego que aviva todo movimiento extrasistémico, se agarre después a los contenidos que quiera. La paradoja es que tantas críticas por parte de los demócratas liberales hacia el mal funcionamiento de la democracia terminan alimentando a aquellos que quieren combatir. Por eso la así llamada polarización es tan perniciosa: da igual que se señale a una parte del espectro político, porque el ruido contamina a todos, y el desprestigio cala en el sistema entero. La renovación del Tribunal Constitucional es uno más de estos casos.

Foto: El candidato Enrique Arnaldo Alcubilla comparece ante la Comisión Consultiva de Nombramientos del Congreso de los Diputados. (EFE/Chema Moya)

Los defensores de la democracia liberal subrayan que, a pesar de este círculo vicioso, las críticas tienen que seguir formulándose, ya que de otro modo se caería en una peligrosa censura (o autocensura). Y más aún cuando, en momentos como este, el sistema necesita fortalecer decisivamente sus instituciones. Se insiste en los cambios que la sociedad precisa, con las instituciones en primer lugar, porque si no se fortalecen, todo lo demás caerá detrás. De manera que se pone el acento nuevamente sobre ellas, y así se regresa al círculo vicioso que, poco a poco, alimenta las creencias antisistema.

El enredo reside en algo que la democracia liberal se niega a ver, y por eso regresan una y otra vez los problemas de política institucional, cuando el poder está hoy lejos de ella. Por así decir, se quiere dar el segundo paso antes que el primero. El fuego contra el sistema se aviva por las disfunciones políticas, pero nace en otro lugar.

Lo que le importa a la gente

La sociedad se sostiene a partir de sus regularidades, y estas se asientan en la sensación de que las cosas funcionan, que si buscas trabajo lo encontrarás, que llegarás a final de mes, que si tienes un problema médico te darán cita pronto, que un trámite bancario no será un infierno, que el transporte público llegará regularmente, que la justicia será rápida, y un montón de elementos más que configuran aquello que Giddens denominaba seguridad ontológica, esa confianza que debe recorrer el entramado social cotidiano. Esa confianza queda coronada por las instituciones, que en última instancia aseguran ese buen funcionamiento.

Estamos convencidos de que vivimos en una sociedad que marcha cada vez peor, incluso cuando a nosotros nos va bien

Esa clase de sentimiento es el que se está disolviendo, porque lo que se percibe es que las dificultades son cada vez mayores. Las cosas se complican en todos los terrenos: en el trabajo, con las administraciones, con la sanidad, con los servicios de atención al cliente, con los bancos, con los precios de las eléctricas, con las dificultades para acceder a un crédito, con el mismo futuro. Percibimos en muchos órdenes de la vida disfunciones demasiado serias. Y esa imagen no se marcha de nuestra cabeza ni siquiera cuando nos va bien en lo particular: como señalan los datos del CIS, los españoles tenemos la sensación de que la economía va mal, también aquellos a los que las cuentas les cuadran. En esta separación entre situación subjetiva y percepción social yace un mundo, social y electoral.

Foto: El candidato Enrique Arnaldo Alcubilla en el Congreso el 2 de noviembre. (EFE)
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Una excusa

De modo que, y por decirlo en pocas palabras, es solo cuando las cosas funcionan, cuando este entramado social es satisfactorio, cuando a la gente le importan las instituciones, no antes. En ese caso, se convierten en una parte esencial de un tipo de vida que quieren conservar. Pero si no es así, si las cosas no marchan, las instituciones son solo relevantes si logran arreglar lo roto; y si las disfunciones persisten, las instituciones se convierten en un problema.

Por eso, la insistencia en poner el acento en los temas políticos duros se convierte en una suerte de molestia dolorosa, en una excusa, en algo que se hace en lugar de arreglar los problemas de fondo. Y dado que estos no se encaran, porque no se quiere tocar el poder real, cuanto más se mire hacia ellas, más se entenderá como otra pelea partidista por el poder, menos importantes resultarán para la población y más se avivarán los aires de cambio de sistema.

Uno de los aspectos más llamativos del debate público contemporáneo es que se tiende a pensar que cuanto más se insiste en temas concretos, más importantes terminan siendo para los ciudadanos. Esos asuntos, más allá de la actualidad inmediata (el volcán, un suceso concreto, etc.), suelen girar alrededor de temas políticos duros: la monarquía, la renovación del CGPJ, cómo actuar con los populistas, la organización territorial del Estado, las peleas intrapartido y entre ellos, etc. Incluso temas como la reforma laboral o la de las pensiones tienden a quedar subsumidos en sus elementos políticos, como el hecho de que generen o no grietas en la coalición de gobierno, o el grado de contento de Bruselas con ellos. Se forma así una particular convicción en la política y en los medios respecto de cuáles son los asuntos nucleares, los decisivos, los de primer rango.

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