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Del 'gin-tonic' a Benidorm: lo que nos impide cambiar España
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Esteban Hernández

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Del 'gin-tonic' a Benidorm: lo que nos impide cambiar España

En un mundo que vive permanentemente pendiente de la novedad y de la innovación, están desapareciendo todos aquellos resortes intelectuales que nos ayudan a conformar un futuro mejor

Foto: Segunda semifinal del Benidorm Fest. (Morell/EFE)
Segunda semifinal del Benidorm Fest. (Morell/EFE)

Probablemente, el mayor problema político y económico de nuestra época consista en la incapacidad para pensarla en términos pragmáticos. Nos pasamos la vida poniendo nombres en inglés a viejas y malas prácticas que se vuelven más aceptables gracias a una nueva terminología, o utilizando eufemismos en economía y en política internacional para no llamar a las cosas por su nombre y, de esta manera, suavizar sus consecuencias. Nos pasamos la vida alabando la novedad y la innovación, pero solo para huir de la realidad.

Probablemente, haya sido el teórico cultural Boris Groys el que mejor haya definido la versión hoy dominante de la innovación. Para Groys, lo nuevo no se constituye a partir del descubrimiento de lo que estaba escondido o haciendo comparecer lo que nunca habíamos pensado, sino transmutando el valor de algo que era visto y conocido desde siempre. Aquello que era considerado profano, extraño, primitivo o vulgar se higieniza y reaparece en el primer plano cultural, cobrando un valor inesperado.

Quienes reconvierten el barrio expulsan a los antiguos inquilinos, lo cambian, y después son a su vez expulsados por operaciones rentistas

Un ejemplo práctico es la gentrificación. Barrios deteriorados, y por tanto con precios bajos, son repoblados por jóvenes ligados a las clases creativas que les dan nueva vida. El barrio cambia, concita interés, atrae a pequeños negocios, que encuentran en ese territorio un nicho diferente, y se crea una comunidad que comparte gustos e intereses, lo que atrae a su vez a personas de mentalidad afín. Este movimiento representa bastante bien la idea: un entorno vulgar y deteriorado se transmuta y cobra un valor al principio inesperado. Después aparece el capital, percibe una rentabilidad evidente en ese barrio de moda, adquiere viviendas y locales y expulsa a muchos de sus habitantes, sustituidos por otros similares pero con mayor poder adquisitivo, o por turistas atraídos por un barrio vibrante. Este es el camino habitual: quienes reconvierten el barrio expulsan a los antiguos inquilinos, lo cambian, y después son a su vez expulsados por operaciones rentistas.

El 'gin-tonic' y el Benidorm Fest

Esta misma idea aparece en muchos movimientos culturales de nuestro tiempo. El festival de Benidorm y el de Eurovisión son también buenos ejemplos. Se trata de certámenes cuyo interés y prestigio había decaído, y gracias a una transmutación, en general ligada a una ideología lúdica, adquieren nuevo brillo, interesan a cada vez más gente y se convierten en tendencia inevitable. Pero ha ocurrido con muchas otras cosas, desde el 'gin-tonic', bebida obrera por excelencia décadas atrás reconvertida en artículo de prestigio, hasta el alimento cogido directamente de la huerta, hace décadas una cosa pobre y poco higiénica que ahora es símbolo de calidad, salud y respeto por la naturaleza.

Esta permanente mirada hacia atrás para ver qué se puede actualizar, este rebuscar una vez tras otra en los archivos, arroja consecuencias graves

Sin duda, estas operaciones no dejan de contener elementos políticos, ya que son reconversiones que se toman como símbolo de modernidad y de comunión con lo popular, se convierten en algo totalmente actual y plenamente reivindicable, y por tanto generan un terreno idóneo para la guerra cultural. En el festival de Benidorm hemos visto cómo elementos poco valiosos en los tiempos de la innovación, como la música popular regional (en este caso gallega) suscitan adhesiones fervorosas, y cómo elementos que se ocultaban a la vista, como las tetas, son exhibidos y celebrados con alegría y energía, reconvirtiéndolos en fuente de orgullo. Es un tipo de transmutación que entronca claramente con la propuesta de Groys y que, como pasaba con los barrios gentrificados, se convierte en tendencia y, a la vez, en generación de ingresos.

Estas cuitas culturales se han convertido en el motor de buena parte de las discusiones sociales, en la medida en que ponen de relieve el eje fundamental desde el que todas ellas se desarrollan, el de la modernidad contra el pasado. Con un punto de vista peculiar, porque han servido para que quienes recuerdan el pasado sean llamados neorrancios por quienes recrean continuamente el pasado. Más allá de los gustos musicales de cada cual, que cada uno tiene los suyos, no deja de ser una paradoja que quienes celebran algo que estaba tan desprestigiado como los festivales de Benidorm o Eurovisión, los vean ahora como modernos y empoderadores mientras señalan como anticuados y retrógrados a quienes señalan que no hace tanto los salarios y las oportunidades laborales eran mejores.

En fin, la creación actual literaria, cinematográfica y musical vive ancladas en esta permanente mirada hacia atrás para ver qué se puede actualizar, en este rebuscar una vez tras otra en los archivos, pero también ocurre con la política y la economía, y con consecuencias bastante graves.

La incapacidad para pensar lo importante

Como aspecto significativo, aunque no del todo relevante, hay que señalar que las grandes innovaciones en la política española de los últimos tiempos, las que trajeron los nuevos partidos, han consistido en traer a escena elementos desprestigiados, asumidos o sin valor, para llevarlos al centro del debate. Le ocurrió a Podemos con el Régimen del 78, y con la idea de que la derecha actual no es más que la continuación del franquismo por un nuevo camino; le ocurre a Vox cuando quiere volver a poner en el debate asuntos culturales como el divorcio, el aborto, las costumbres sexuales o la organización autonómica. Algo que se entendía superado, y que por tanto ya no tenía valor político, cobra nuevo interés gracias a su reactualización. Tampoco los partidos dominantes en España han escapado a esta tentación, y todo lo que ofrecen son las mismas fórmulas de hace diez o quince años, puestas en valor a través de la peligrosidad creciente de sus rivales. Todo lo nuevo que traen es la elevación de tono: del 'España se rompe' se ha pasado al 'Comunismo o libertad'. Mientras, la izquierda solo acierta a esgrimir la alerta antifascista.

Comprender cómo funcionan las cosas es lo que permite saber cómo actuar y, por tanto, cómo alcanzar nuestros objetivos

Esta recuperación espectacular del pasado es notablemente perniciosa, y no tanto por su habilidad para enredarnos en discusiones culturales continuas, como por la incapacidad que arroja a la hora de pensar un mundo que está cambiando de manera profunda. El mayor perjuicio de este entorno que define la innovación como la recreación del pasado mediante su adaptación al espectáculo, es que nos conduce hacia la incapacidad para pensar lo importante, es decir, lo estructural. Un ejemplo muy reciente: la crisis entre Rusia, EEUU y la UE ha sido descrita desde la maldad de Putin, la insensatez estadounidense, la importancia de defender a un país que quiere pertenecer a la OTAN o tantas otras cosas que sirven para el discurso pero no para la realidad. Simplemente, se ha actualizado el discurso de la vieja guerra fría. Pero sin tener en cuenta el conjunto de intereses, económicos, energéticos y geopolíticos que tratan de hacer valer las fuerzas en juego, todo lo demás sirve de muy poco. Porque comprender eso es lo que permite saber cómo actuar y, por tanto, alcanzar nuestros objetivos, los ligados a intereses y los éticos. Hay múltiples ejemplos también en la economía reciente, enredada en fórmulas poco eficaces para el momento actual y, todavía peor, para los que vienen.

Lo que nos impide cambiar las cosas

Este permanente mirar atrás no hace más que borrar del mapa el pensamiento estructural, el que va al núcleo, a la raíz. Con una primera consecuencia, el ahogamiento de cualquier tipo de pensamiento crítico. Por decirlo en términos de Héctor G. Barnés, "hemos renunciado a que haya una alternativa, un canon y un contracanon, una visión de futuro que ponga en cuestión lo establecido como ocurrió tradicionalmente en la música popular". Y estamos en un instante político, geopolítico y económico, en que necesitamos un pensamiento diferente desde un punto de vista puramente pragmático: con las fórmulas actuales no modificamos nada; empeoramos los problemas, porque nos han cambiado el escenario.

Foto: Las integrantes del grupo Tanxugueiras en la semifinal del Benidorm Fest. (EFE)

Es cómodo, no obstante, porque permite seguir trasladando al plano cultural las discusiones, y seguir argumentando a partir de la tensión entre el pasado y el presente, entre lo moderno y lo antiguo. Mediante ese desplazamiento, todo aquello que da forma a nuestro mundo, lo que lo articula y estructura, desaparece de escena. Convertir en asuntos políticos un himno a la teta o una canción regional popular no deja de ser un entretenimiento, similar al causado por una polémica arbitral en un partido de fútbol o por la enésima ruptura de la relación de un par de famosos. Quizá atribuir tanta relevancia simbólica a unas cuantas canciones no sea más que una forma de compensar la impotencia política de quienes los esgrimen.

La reducción de la política al espectáculo, con la consiguiente desaparición de lo estructural de escena, es especialmente grave en lo ideológico y en lo económico porque impide que lo nuevo de verdad aparezca: no puede haber innovación sin modificar las estructuras. O, por decirlo de otra manera, esa continua repetición de lo mismo nos impide innovar de verdad. Esto es, cambiar las cosas.

Probablemente, el mayor problema político y económico de nuestra época consista en la incapacidad para pensarla en términos pragmáticos. Nos pasamos la vida poniendo nombres en inglés a viejas y malas prácticas que se vuelven más aceptables gracias a una nueva terminología, o utilizando eufemismos en economía y en política internacional para no llamar a las cosas por su nombre y, de esta manera, suavizar sus consecuencias. Nos pasamos la vida alabando la novedad y la innovación, pero solo para huir de la realidad.

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