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El papel de los barones en la guerra interna del PP (y el hombre de consenso)
España lleva tiempo enredada en una lógica paranoica de la política que favorece que los enemigos internos sean vistos como mucho más peligrosos que los externos. Los efectos que provoca son insospechados
Hay una pulsión muy activa en la política española a la que el PP es especialmente adicto. No se suele competir por el poder, sino para vencer al enemigo; no se aspira tanto a gobernar cuando a derrotar al rival. Cuando se está inmerso en ese estilo paranoico de la política, y España ha sido muy dada a él, los adversarios internos son siempre mucho peores que los externos.
La salida de las elecciones de Castilla y León ha devuelto el instinto autodestructivo al Partido Popular, que lleva mucho tiempo instalado en el error estratégico permanente. Los resultados de Mañueco encendieron las alarmas, porque al minuto siguiente Díaz Ayuso estaba llamando a las puertas de Génova y reclamando el congreso madrileño, lo que se interpretó como un paso más en la intención de la presidenta de Madrid de derribar al actual líder. De modo que se actuó como casi siempre: ya que no hemos podido parar al enemigo externo, vamos a parar al interno.
La pinza Ayuso-Vox
Si se piensa en frío, el PP solo ha podido disparar esta guerra por una mala interpretación de los resultados castellanos. Ha ganado las elecciones con 32 procuradores, mientras que su rival en la derecha, Vox, ha conseguido 13, lo que supone una distancia considerable. La foto que arroja CyL, que es bastante representativa del momento político español, era favorable a los populares: si el PP asentaba su electorado y Vox crecía, era posible llegar a la Moncloa frente a una izquierda en la que el PSOE no mantenía su voto y Podemos caía en picado. Lo lógico, en términos estratégicos, hubiera sido aceptar la radiografía que le devolvieron los votantes, entender el resultado y obrar en consecuencia.
Salvo que, además de combatir a Vox, con la convocatoria anticipada de elecciones se aspirase, como ayer subrayaba Zarzalejos, a frenar en seco las aspiraciones de Ayuso. Un buen resultado solo podría ser aquel en el que el PP no dependiera de Vox para gobernar, y no ha sido el caso.
Cuanto más crecía Vox, más pequeño parecía Casado y más grande Ayuso
En cuanto a amenaza para el liderazgo de Casado, Génova hacía bien en situar a la misma altura a Vox y a Ayuso, porque funcionaban como un complemento. El triunfo arrasador de Ayuso en Madrid no dio alas fuera de la capital al PP, sino a Vox. Esa postura retadora y contundente frente al Gobierno de Sánchez que representa Ayuso la encarna Vox mucho mejor que el PP fuera de la M-40. Y en esa alianza no explícita estaba la trampa: si Vox crecía era porque el liderazgo del PP era lo suficientemente endeble como para permitirlo. Cuanto más crecía Vox, más pequeño parecía Casado y más grande Ayuso; mayor era la amenaza externa y mayor la interna.
Revolverse contra sí mismos
Sin embargo, esa mirada sobre la situación política española peca de cortedad, porque presta más atención al enemigo interno que al externo. La posibilidad de gobernar hoy pasa por la suma de los bloques, no por el triunfo de un partido, y el de la derecha estaba liderado por el PP con cierta ventaja sobre Vox, mientras el bloque de izquierdas no terminaba de recuperarse. Si el foco se ponía en la posibilidad de llegar a Moncloa, los números no eran malos.
Los golpes de Estado suelen tener consecuencias significativas a corto plazo e insospechadas a medio y largo
Parece inevitable, no obstante, que los partidos sucumban a la tentación de revolverse contra sí mismos. También le ocurrió al PSOE cuando se vio presionado por el ascenso de Podemos y por unas encuestas que le otorgaban porcentajes endebles. La tensión por el liderazgo entre Susana Díaz y Pedro Sánchez fue elevada durante los meses previos a las elecciones ganadas por Rajoy, y explotó tras la última con un esperpéntico espectáculo en directo desde Ferraz, un 1-O, con la expulsión del liderazgo de Sánchez. Ese golpe de Estado interno tuvo consecuencias significativas a corto plazo e insospechadas a medio: la lucha intestina perdida por Sánchez permitió la investidura de Rajoy, pero también acabó provocando la derrota definitiva de Díaz y la llegada de Sánchez a la Moncloa.
Esas consecuencias inesperadas también pueden aparecer en este caso, máxime cuando la guerra en el PP es más exagerada, con sus dosieres y sus detectives de por medio, lo que evoca los peores instintos políticos y perjudica profundamente la marca electoral.
Los barones
En principio, el mayor beneficiado de todo esto es Abascal, tras una convocatoria anticipada en Castilla y León de la que ha salido reforzado, con un PP desangrándose en público y con una mayoría de electorado popular que veía natural un pacto con Vox. Y esto hace más fácil que la decepción que provoquen los populares sea recogida por los de Abascal.
No puede descartarse, y suele ocurrir, que la contienda no acabe con la muerte política de uno de los contendientes, si no de los dos
Pero, en segundo lugar, la pelea interna en el PP abre la puerta a muchas más opciones de las que parece: estas cosas se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban. En principio, cuando esta clase de guerra se lanza, no se termina hasta que uno de los dos líderes cae derrotado. Y puede que esta crisis sea el empujón que necesitaba Ayuso para atreverse a cuestionar abiertamente el liderazgo del partido a Casado, y quizás a conseguirlo.
Sin embargo, no puede descartarse que la contienda no acabe con la muerte política de uno de los contendientes, si no de los dos. Casado va a salir inevitablemente dañado de esta riña turbia, aunque la gane, y Ayuso tampoco saldrá indemne, en caso de resolución positiva para ella. Estas guerras se ganan a partir del apoyo interno, y si una mayoría de barones se decanta por uno de ellos, el otro lo tendrá muy difícil. Pero si los apoyos están repartidos, la pelea puede demorarse y llevar a un momento retorcido y paralizador, que conduzca a un inevitable descenso en intención de voto y a una sensación de catástrofe fratricida. En esos escenarios, siempre termina apareciendo un pacificador, una figura que permite recuperar los consensos y coser lo roto. Algún barón puede pensar que este es su momento, que basta con esperar a que corra la sangre política para después ejercer de médico. Ojo con los tapados: cuando un colectivo vive en un entorno paranoico, como es el caso, siempre hay algún actor que sabe jugar con las pasiones ajenas en beneficio propio.
Hay una pulsión muy activa en la política española a la que el PP es especialmente adicto. No se suele competir por el poder, sino para vencer al enemigo; no se aspira tanto a gobernar cuando a derrotar al rival. Cuando se está inmerso en ese estilo paranoico de la política, y España ha sido muy dada a él, los adversarios internos son siempre mucho peores que los externos.
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