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La instrumentalización política de los transportistas precarios: quién se aprovecha
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Esteban Hernández

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La instrumentalización política de los transportistas precarios: quién se aprovecha

Las movilizaciones de los últimos días van mucho más allá de un mal momento ligado al alza de los precios. Señalan una brecha ideológica muy marcada en la sociedad española

Foto: Marcha lenta de los camioneros en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Marcha lenta de los camioneros en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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Los taxistas, los conductores, los transportistas o el campo son sectores que se han visto especialmente afectados por la subida de precios. Más allá de las reivindicaciones concretas, sus movilizaciones poseen una lectura ideológica interesante, ya que demuestran que España sigue anclada en la pelea entre izquierda y derecha. Y ningún asunto lo señala con tanta claridad como la clase de pobres y precarios que cada lado del espectro electoral reconoce como suyos.

Hay dos concepciones muy marcadas en la política española y cada una de ellas ha elegido a quiénes defender. Dado que la izquierda aboga por lo público como bandera, por la subsistencia de un estado de bienestar que compensa las desigualdades del mercado, ha priorizado el apoyo a los trabajadores de un sector público maltratado. La insistencia en la sanidad o en la educación les lleva a la demanda de mejores condiciones para los empleados de tales sectores, y en especial de los peor pagados, de los subcontratados o de quienes tienen contratos precarios. De igual modo, los parados, las personas en situación de exclusión social y los dependientes, cuyos recursos están vinculados a las ayudas institucionales, son también objeto de su defensa. A ellos suelen añadir los 'riders', las teleoperadoras o las limpiadoras, sectores mayoritariamente urbanos, como lo es buena parte de la izquierda. En estos ámbitos, además, los sindicatos suelen tener presencia y los partidos de izquierda son la opción electoral preferida.

Foto: Manifestación de transportistas en Lugo. (EFE/Eliseo Trigo)

La derecha defiende el mercado, ya que cree que el bienestar social depende del aumento del número de empresas: al existir más compañías, se generan más empleo y más prosperidad. En consecuencia, la defensa de los autónomos, de los microempresarios y de las pymes es acogida como propia. En el campo o en el transporte, estos operadores son dominantes, por lo que sus reivindicaciones encuentran un lógico apoyo en una opción ideológica que los percibe como suyos. A menudo, ese sentimiento es correspondido.

En las grandes empresas que todavía tienen una representación sindical presente, así como en ciertas industrias, la tensión entre capital y trabajo todavía juega, aunque sea de manera muy atenuada, a la vieja usanza. Pero más allá de estos ámbitos, el reparto está claramente establecido: es la defensa de lo público frente a la defensa del mercado. Esa es su pelea discursiva.

Foto: Abascal, a bordo de un tractor, durante una protesta de agricultores en Murcia celebrada en febrero. (EFE/Marcial Guillén)

Los nuestros contra los suyos

Quizá lo más llamativo sea la forma en que la defensa de unos lleva aparejada la condena de otros, a los que termina culpándose de los males económicos españoles. Para la derecha, el gasto público excesivo, los funcionarios que no trabajan, los subvencionados, las mamandurrias y asuntos similares han estado muy presentes tanto en los diagnósticos como en las soluciones: bastaba con arreglar el despilfarro público para arreglar España. Vox, en este sentido, no es diferente de otros partidos de la derecha, ya que pone énfasis en estos aspectos, e incluso los eleva al señalar la disfuncionalidad del Estado autonómico.

Estas movilizaciones han sido vistas como un juego hipócrita en el que empresarios ricos se aprovechan de las situaciones de necesidad

Para la izquierda, las pequeñas empresas y los autónomos son un problema, en la medida en que son poco eficientes y su productividad muy baja: son el principal ejemplo del modelo productivo disfuncional de nuestro país. Por eso suelen ser combatidos como espacios en los que reinan los salarios ínfimos y las condiciones lacerantes. En ese sentido, reivindicaciones como las del campo o las del transporte son fácilmente comprendidas como parte de una lucha política lanzada por la derecha contra el Gobierno, y sectores como el del campo o el de la logística, en los que existen muchos autónomos, microempresas y pymes, son señalados como parte de un juego hipócrita en el que empresarios ricos se aprovechan de las situaciones de necesidad de su sector para ganar más dinero aún mediante ayudas estatales.

Dividir en dos esas capas sociales que pasan dificultades, ya sea como propietario de una pequeña empresa o como sanitario contratado por días, no arregla los problemas; los hace más profundos. El juego político consiste en arrojar unas clases trabajadoras y medias en declive a la cara de los rivales ideológicos. Si convocaban una huelga los sanitarios o los docentes, estábamos ante actos instrumentales de la izquierda; si lo hacen los transportistas, forma parte de una intención política de la derecha y de la ultraderecha. Unos por otros, la casa sin barrer.

Una mala comprensión

Las cosas no son tan sencillas, desde luego. En primer lugar, porque tanto en un espacio económico como en el otro, los recursos y las condiciones de desarrollo del empleo son cada vez peores, por distintas razones. Los males del mundo laboral son conocidos, pero los de las microempresas y los autónomos lo son mucho menos, y son igual de profundos. En segunda instancia, porque como demuestran huelgas como la de Cádiz y las tensiones en el sector agrícola y ganadero, o incluso los problemas de los bares, los enfrentamientos entre los trabajadores de las pymes y estas ocultan un funcionamiento pernicioso del mercado y una ausencia estatal que perjudica a ambos. Interpretar las condiciones económicas actuales bajo los viejos parámetros conduce a situaciones estériles, como ya ha sido explicado.

Nos damos cuenta de la importancia de lo público a golpe de crisis, como en la pandemia, pero después lo olvidamos

Sin embargo, seguimos anclados en los viejos marcos de pensamiento. La visión ideológica de la derecha impide que se perciba la necesidad de lo público y que se constate hasta qué punto está deteriorado, así como la relevancia que tiene para el conjunto de la sociedad. Nos damos cuenta de ello a golpe de crisis, como en la pandemia con los sanitarios y los docentes, y vamos a ser aún más conscientes en esta guerra fría, pero después se olvida. La visión de la izquierda indica la falta de comprensión acerca de cómo funciona la economía hoy, de los motivos que llevan a un deterioro profundo a sectores necesarios, y de la importancia para España de empresas que son todavía el centro del trabajo nacional.

El coste barato

Esto es relevante en el caso de los transportistas. Son un sector esencial, no solo por la tarea que realizan, sino por el empuje estructural para que su coste sea barato. El ejemplo más evidente, por popular, es el de Amazon. Sin la persona que lleva el paquete hasta la puerta del domicilio, si eso desapareciera, Amazon no sería la empresa de enorme éxito que es. Pero si el coste de ese último reparto fuera elevado, Amazon tampoco sería competitiva. Es cierto que su poder de mercado le permite apretar a los proveedores, de modo que el coste de servicios como Amazon Prime sea absorbido por estos, pero eso es parte del problema.

Los transportistas afirman que no quieren subvenciones, sino unas condiciones justas. Les han atrapado en la falacia de los precios baratos

Dado que el transporte es un trabajo de imposible deslocalización, se optó por externalizarlo para reducir costes. Se fraguó así una organización de la cadena en la que muchos empleados realizan el trabajo al mismo tiempo que corren con los gastos, empezando por la herramienta principal, el vehículo, o en el que son empleados con salarios bajos. Las empresas mediadoras son las más beneficiadas, pero también están muy expuestas, dado que los precios son impuestos por compañías de mayor tamaño, que son los contratantes de última instancia. Y si estos habitualmente aprietan, en instantes como el presente más aún, con lo que los precios de toda la cadena circulan a la baja. Es un problema estructural del mercado, producto de la falacia de los precios baratos, que debería arreglarse. Los transportistas afirman, con razón, que no quieren subvenciones, sino unas condiciones justas.

El poder de mercado

El problema de fondo, el que oculta esta lucha entre las preconcepciones de la izquierda y de la derecha, es el del poder. En general, las ideologías de los últimos años, de un lado y de otro, han sido muy reacias a abordar el asunto del poder, y lo hemos visto con consecuencias funestas en el plano internacional. Pero también en el económico está surtiendo efectos profundos.

Hay armas para evitar que las situaciones de poder carezcan de contrapeso. El derecho laboral surgió precisamente para evitar que el diferencial de poder entre quien contrataba y el contratado pudiera aprovecharse para conducir a situaciones claramente injustas. Las leyes de competencia, en su origen, tenían esa misma orientación, la de control de un poder que podía distorsionar en su favor las condiciones de funcionamiento de mercado, ya fuera mediante la creación de monopolios o mediante la competencia desleal protegida por el mayor músculo económico, la fijación de precios y tantos otros instrumentos. La esencia, en todo caso, era la de introducir equilibrios para que quienes tenían menos (o mucha menos) influencia en la cadena vieran sus derechos amparados. Nada de lo que ocurre en el campo, en el transporte o en muchos otros sectores puede entenderse correctamente sin el diferencial de poder que los recorre y que genera las situaciones de escasez y falta de recursos a las que se ven abocados la mayoría de los participantes. Desde luego, el problema no es el combustible, que sólo empeora las situaciones de partida. Por lo tanto, entender la importancia del poder en el mercado, así como el papel que debe jugar la legislación laboral y la de competencia, y la introducción de medidas legislativas para paliar estas situaciones serían absolutamente razonables en un sistema capitalista que quisiera seguir denominándose de esa manera.

No está ocurriendo de esa manera, y nos entretenemos con la pelea entre los precarios de izquierda y los de derecha, arrojándonos unos a otros las dificultades de los demás. Y es cierto que, por mucho que parezca no importarle a nadie, este choque tiene consecuencias políticas obvias, especialmente peligrosas en momentos de gran transformación como es el presente. Como señala una nota de Metroscopia, tras asuntos como el de los transportistas, los taxistas o el del campo, “late el conglomerado de frustraciones, sensaciones de maltrato o de abandono que experimentan sectores sociales muy diversos, y que suscitan una masiva empatía ciudadana. Podemos estar, más bien, ante el airado despertar de lo que, acertadamente, se ha etiquetado como 'la España del apaño': sectores que, teniendo trabajo, dedicándose plenamente al mismo, no solo no logran alcanzar las condiciones de vida esperables sino que ni siquiera llegan sin agobios a fin de mes. Un tema que, muy probablemente, no se encuentra aún en su máxima expresión”.

Los taxistas, los conductores, los transportistas o el campo son sectores que se han visto especialmente afectados por la subida de precios. Más allá de las reivindicaciones concretas, sus movilizaciones poseen una lectura ideológica interesante, ya que demuestran que España sigue anclada en la pelea entre izquierda y derecha. Y ningún asunto lo señala con tanta claridad como la clase de pobres y precarios que cada lado del espectro electoral reconoce como suyos.

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