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Los que deciden el futuro: hay algo sobre la economía que no queremos afrontar
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Esteban Hernández

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Los que deciden el futuro: hay algo sobre la economía que no queremos afrontar

La contaminación de las decisiones de los bancos centrales por la política es visto como catastrófico. Sin embargo, esas creencias esconden mucha ineficiencia debajo de sus alfombras mentales

Foto: La presidenta del BCE, Christine Lagarde, durante una conferencia en Riga. (Reuters/Ints Kalnins)
La presidenta del BCE, Christine Lagarde, durante una conferencia en Riga. (Reuters/Ints Kalnins)
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Una de las características fundamentales de los tiempos económicos europeos es la existencia de un banco central que opera con total autonomía respecto de las instituciones políticas. Puede escuchar sus necesidades, pero no está supeditada a ellas: sus objetivos son otros. Esa distancia, casi abismal, me parece mucho más un problema que una ventaja. A mi querido Carlos Sánchez le ocurre al contrario, porque piensa que, de existir un mayor vínculo, podría terminar sucediendo que políticos como Meloni estuvieran al frente de los bancos centrales. ¿Y qué preferimos, a Meloni o a alguien como Hernández de Cos?

La pregunta, un tanto demagógica, tiene, sin embargo, una lectura interesante, porque subraya los argumentos por los que los bancos centrales actúan de manera autónoma: dado que la perniciosa influencia de la ideología puede perturbar seriamente el funcionamiento correcto de las instituciones, se entendió imprescindible preservar un ámbito tan importante, el centro de la economía, de esas interferencias indeseadas.

Los responsables de las crisis

Esa misma visión revela una comprensión reducida de la política. El hecho de que instituciones como los bancos centrales hayan constituido una esfera autónoma, que circula por fuera de los procesos de decisión comunes, genera problemas con cierta frecuencia. Sabemos que los dirigentes políticos pueden ser expulsados del poder gracias a las elecciones, pero no lo que sucede cuando los banqueros centrales y sus equipos se equivocan. ¿Qué ocurre cuando toman medidas perjudiciales para esa salud económica a la que tanto invocan? ¿Cuáles son los controles públicos a los que se someten? ¿Cuál es su responsabilidad y cómo la pagan?

La enorme cantidad de capital que los bancos centrales introdujeron en la economía no generó ventajas, sino problemas mayores

No es una pregunta para supuestos hipotéticos; es la realidad en la que hemos estado viviendo. La crisis financiera de 2008, y también la salida de la misma, estuvo tejida con medidas equivocadas de estos bancos, ya que apostaron por inundar de dinero el mercado. Lo significativo es que todo ese capital sirvió para muy poco; más al contrario, fue a parar fundamentalmente a la esfera financiera, lo que contribuyó a generar burbujas, pero también a crear condiciones que reproducían, en otros ámbitos, las condiciones que habían generado la recesión. Había, y hay, un exceso de dinero en la economía global, y particularmente en la occidental, solo que todo ese capital no está situado en la dirección de arreglar los problemas, sino de hacerlos más profundos. Un buen ejemplo es el apalancamiento incesante, que ha sido promovido por el dinero barato de los bancos centrales, por el mal uso que de él han hecho los bancos y por la ausencia de límites, que han fomentado que el apalancamiento haya alcanzado niveles muy levados. En todos estos elementos, los bancos centrales tienen responsabilidad. Pero ¿cómo se frenan acciones perjudiciales de una esfera autónoma? ¿Cómo se depone a aquellos que están equivocándose? En la política hay opciones, en este terreno, muchísimas menos.

La captura de la institución

En segundo lugar, los bancos centrales no son instituciones angelicales, que funcionan ajenas a cualquier clase de influencia que no sea la estrictamente profesional. Como todas las instituciones, están expuestas a su captura por intereses ajenos a las funciones que les competen. Y como tampoco son instituciones especialmente transparentes, ¿cómo podemos estar seguros de que sus decisiones están tomadas por el bien de la economía y no de intereses especiales? ¿Cómo combatir esa captura de los reguladores cuando se produce? Al tratarse de una esfera autónoma, que circula por fuera de la política, es mucho más complicado poner coto a esas prácticas cuando ocurren.

No hay políticos al frente de los bancos centrales, pero sí banqueros al frente de la política

Sin embargo, y al margen de estas cuestiones operativas, hay razones más profundas para que la política y la economía, y la política y los bancos centrales, no vivan en una completa separación. Hoy, un vínculo estrecho entre ambas tiende a ser percibido como un enorme riesgo, como si la consecuencia obvia de otro tipo de relación fuese que los políticos populistas pudieran ponerse al frente de los bancos centrales, con los efectos catastróficos que eso generaría. Esto no se da, y más bien ocurre al contrario, que personas que surgen en ese ámbito terminan dirigiendo países: desde Draghi hasta Sunak pasando por Macron, es decir, tecnócratas económicos, se han puesto al frente de la política, a veces de manera democrática, en otras no.

Y es curioso, porque esto sí es percibido como positivo; como lógico y natural. Frente a la siempre arriesgada política, los ámbitos expertos procedentes de la gestión económica vendrían a aportar un sentido común que a la mayoría de los ciudadanos y a la mayoría de los políticos nos falta.

La economía ortodoxa de los ángeles

Esta perspectiva es fruto de una perniciosa tendencia, y las últimas décadas han sido ejemplares en este sentido, que aborda la economía como si fuera pura y angelical, como si estuviera constituida por leyes eternas e inmutables a las que se debe hacer caso, cual tablas de la ley, si se quiere evitar la ira de Dios en forma de catástrofes económicas. Si se continúa ese razonamiento, aparece como lógico que la economía esté dirigida por expertos que entienden esas leyes, que interpretan correctamente las señales del cielo porque han estudiado los libros sagrados, y que, si los gobernantes electos se separan de los designios divinos, les sustituyan para corregirlos.

La economía es otra cosa, mucho más sencilla y mucho más compleja al tiempo, que esta zafiedad. Es nada más y nada menos que, como subrayaba Keynes, un instrumento que utilizan los Estados soberanos y no un conjunto de leyes naturales. Es un conjunto de visiones que reflejan cómo los seres humanos arreglan los asuntos comunes y, por tanto, una disciplina que contiene un conjunto de técnicas con las que se intentan alcanzar determinados objetivos.

En la economía, parece que el piloto es el único, ya que tiene conocimiento técnico, que está legitimado para decidir el lugar de destino

Zach Carter, en su excelente libro sobre Keynes, insistía en este punto como enseñanza esencial de la obra del economista británico: "La Teoría general del empleo, el interés y el dinero es una obra maestra del pensamiento social y político, entroncada con las de Aristóteles, Thomas Hobbes, Edmund Burke o Karl Marx. Es una teoría de la democracia y el poder, de la psicología y del cambio histórico, así como una reivindicación firme de la fuerza de las ideas". Y lo es precisamente porque demuestra la necesidad del poder político, ya que la prosperidad debe ser orquestada y sostenida por el liderazgo político, y no determinada por sus instrumentos.

La endogamia burocrática

Esta es la perspectiva adecuada, mientras que la nuestra va en sentido contrario: estamos operando como si el piloto del avión fuera el único que, por su conocimiento técnico, pudiera decidir a su capricho cuál va a ser el destino del vuelo. Por lo tanto, no se trata de colocar a políticos populistas al frente de los bancos centrales, no se trata de que ellos piloten el avión; ni tampoco de que los pasajeros de un avión elijan democráticamente cuál de ellos va a pilotarlo. Más bien se trata, si nos interesa la democracia, de que los objetivos que los técnicos deben alcanzar sean los más convenientes para el conjunto de la sociedad y sean decididos por esta. Eso es la política, y eso es la democracia.

Y esto resulta especialmente relevante en momentos como el presente, en los que el fortalecimiento de los países europeos es imprescindible. No podemos seguir con una concepción del BCE que se mantiene en el único objetivo de combatir la inflación, a menudo con medidas ortodoxas que pueden empeorar la crisis de manera innecesaria. No necesitamos un BCE que continúe fijado en sus obsesiones, en lugar de pensar de manera estratégica y tratar de impulsar la economía de la eurozona de una forma poderosa. No podemos seguir decidiendo buena parte de las opciones económicas de un territorio a través de la endogamia burocrática de unos expertos que han perdido de vista la realidad de los tiempos y que permanecen en una burbuja. La iniciativa y la fortaleza europeas pasan también por otra concepción de la economía para estos tiempos complicados que vienen, con reajustes geopolíticos notables y con la desglobalización en marcha. El BCE debería jugar un papel en ese futuro. Y para eso, necesitamos política. Porque la economía es, en primer lugar, economía política y no una forma de religión. Es así siempre, pero ahora más que nunca.

Una de las características fundamentales de los tiempos económicos europeos es la existencia de un banco central que opera con total autonomía respecto de las instituciones políticas. Puede escuchar sus necesidades, pero no está supeditada a ellas: sus objetivos son otros. Esa distancia, casi abismal, me parece mucho más un problema que una ventaja. A mi querido Carlos Sánchez le ocurre al contrario, porque piensa que, de existir un mayor vínculo, podría terminar sucediendo que políticos como Meloni estuvieran al frente de los bancos centrales. ¿Y qué preferimos, a Meloni o a alguien como Hernández de Cos?

Bancos centrales Pablo Hernández de Cos
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