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El economista residente en China que explica el gran enredo global
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Esteban Hernández

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El economista residente en China que explica el gran enredo global

El proteccionismo y la desglobalización parecen ser los grandes temas de este año. Sin embargo, las quejas de las pequeñas empresas chinas, que nos suenan familiares, explican cómo el problema va más allá de ese marco

Foto: Bicicletas compartidas aparcadas en Pekín. (EFE/Wu Hong)
Bicicletas compartidas aparcadas en Pekín. (EFE/Wu Hong)
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La semana internacional ha sido expresa a la hora de subrayar el momento de incertidumbre en el que estamos inmersos. La reunión anual del Foro de Davos, a pesar de la desorientación que ha transmitido, también ha puesto de manifiesto cierto optimismo respecto de la posibilidad de que la desglobalización no sea profunda, y de que la arquitectura de la globalización se mantenga esencialmente.

Las tensiones entre la geopolítica y el capital, la guerra y el comercio, o las necesidades nacionales de protección y las inseguridades de un mundo abierto, revelan que algo está cambiando profundamente. La voz de alarma ha cundido cuando un buen número de medios internacionales han alertado sobre el regreso del proteccionismo: parece claro que el impulso decidido del gasto público, los subsidios a las empresas nacionales, el refuerzo del gasto en defensa y la necesidad de asegurar cadenas de suministro estratégicas conducen a un entorno muy diferente del de décadas anteriores.

Esa actitud conduce a una mayor fragmentación europea: Alemania y Francia pueden invertir más capital que países como España

Tienen razón, en cierta medida: las políticas proteccionistas estadounidenses, combinadas con esa mezcla china de protección de su mercado y desarrollo exterior, han sacudido el orden internacional. La guerra de Ucrania ha sido un factor poderoso, en la medida en que ha forzado a un giro europeo, y no sólo en la energía. La actitud de EEUU, que considera a la UE un competidor comercial al mismo tiempo que un aliado militar, implica que esa alianza que permitía que, por ejemplo Alemania, saliera decididamente beneficiada de la globalización ya no está nada clara.

La reacción europea ha sido significativa, ya que los dos principales países, Alemania y Francia, han optado decididamente por las ayudas de estado para fortalecer a sus empresas nacionales y para ayudar a que sigan siendo competitivas, así como para resguardar algunas capacidades estratégicas. Pero Alemania y Francia también tienen proyectos divergentes, y no solo en la energía, y están tejiendo una red de alianzas centradas en el bilateralismo, en lugar de apostar por una reacción conjunta de la UE. En ese marco también se encuadra la cumbre hispanofrancesa de esta semana. Pero ese comportamiento conduce también a una mayor fragmentación europea: es evidente que Alemania y Francia tienen más dinero que, por ejemplo, países como España, por lo que las diferencias competitivas en el seno de la UE y la desigualdad entre países será mayor cuando el proceso se ponga en marcha a pleno pulmón.

Todos estos factores, junto con el enfrentamiento real entre EEUU y China, y la emergencia de países como Turquía, Arabia Saudí o India, que tratan de sacar partido a la situación ejerciendo como lo que podríamos denominar países no alineados, señalan el momento desglobalizador, y todo esto con la guerra de Ucrania en el horizonte.

1.El mapa real

Sin embargo, las cifras apuntan en otra dirección, ya que los intercambios comerciales continúan a pleno pulmón, al igual que los flujos de capital. Desde esa perspectiva, no parece que la globalización haya decaído. Podría decirse que las sacudidas geopolíticas han traído algunas novedades significativas, pero no cambios sustanciales: la lógica de las naciones no parece predominar sobre la de los flujos. Es cierto que hablamos de una foto fija de un objeto en movimiento y que los procesos históricos, cuando se inician, pueden resultar muy pausados al inicio para acelerarse después, pero de momento las transformaciones no parecen significativas desde el punto de vista económico.

Si esto es un simple ajuste, el resultado será cargar de deuda a los Estados, lo que llevará a reformas mayores y a restricciones de gasto

Hasta ahora, lo que se ha producido es una desglobalización selectiva, en la que las inversiones estatales y la protección de los mercados nacionales y de las capacidades estratégicas se han puesto en marcha para proteger a los campeones nacionales, pero también han quedado limitadas a ámbitos concretos, como energía y tecnología. Eso no implica una ruptura significativa con el modelo anterior, sino la introducción de ajustes, semejantes a esas medidas económicas heterodoxas que se toman en momentos excepcionales y que se aflojan cuando el peligro parece haber pasado. Es como el paréntesis en el capitalismo que bancos e inversores solicitaron vivamente en la crisis de 2008.

Si ocurriera así, y esto se tomase como un simple ajuste ligado al aseguramiento de algunas cadenas de suministro y a las ayudas puntuales mientras el problema de la energía se arregla, las consecuencias para la población serían negativas, como de costumbre: se cargaría de deuda a las naciones, que llevarían a restricciones de gasto y a reformas estructurales para hacer frente a los intereses que deteriorarían aún más las condiciones de vida de países occidentales como el nuestro. Y eso, en un entorno político muy dividido, podría tener consecuencias políticas muy significativas.

El perdedor de esta época parece ser el llamado 'capitalismo de las partes interesadas', el ligado a la gestión pasiva, las renovables y la inclusividad

No hay grandes signos en el horizonte de que se vaya a producir un giro sistémico profundo; de momento, los cambios tienen que ver con que eso que ha dado en denominarse el capitalismo de las partes interesadas, se ha convertido en la parte débil. El mundo de las renovables, de las transformaciones digitales, de la inclusividad y de los fondos de gestión pasivos ha sufrido una sacudida profunda que beneficia a los productores de armamento, las energías fósiles, a industrias claramente ligadas a los Estados y a otros actores financieros.

De modo que todas las tensiones geopolíticas no han derivado en una desglobalización económica profunda. Por relevantes que sean las diferencias políticas y las aspiraciones internacionales de países como EEUU, China, India o Arabia Saudí, ninguno de ellos está promoviendo un sistema diferente. Es una afirmación que suena extraña, ya que las evidentes diferencias de gestión en regímenes como el estadounidense o el chino hacen pensar que se mueven en espacios completamente distintos. Sin embargo, operan en un sistema global que los ata profundamente. Para que la desglobalización se produjera tendrían que darse otros factores. Michael Pettis, un economista estadounidense (nacido en Zaragoza) y residente en China explica de manera excelente este enredo.

2. El mal chino

Una queja de las pymes chinas sirve a Pettis para ofrecer algo de luz sobre los problemas del país. Tales empresas se lamentan de la presión que están sufriendo a causa del aumento de los salarios y del coste de la seguridad social, algo que aquí nos resulta muy familiar. Sin embargo, el problema último, subraya Pettis, no es el gasto mayor, sino la débil demanda de los consumidores, que las lastra decididamente. Esta demanda endeble está causada por el bajo crecimiento de los salarios chinos y por su frágil red de seguridad social. Si Pekín actuase de manera diferente y decidiera apostar por los incrementos salariales y por destinar una mayor parte de su superávit a aumentar los ingresos de los hogares, se generaría un crecimiento en el consumo que China necesita, ya que está en límites muy bajos. Pero, para eso, habría que virar desde una economía impulsada por la inversión y la exportación hacia una economía impulsada por el consumo, lo que requeriría grandes transformaciones estructurales en la distribución de la riqueza e, inevitablemente, del poder político. Algo que Pekín no parece dispuesto a hacer, a pesar de que la situaría a medio plazo en el camino de un crecimiento sólido.

"El sistema de comercio y capital de las últimas décadas es uno de los más desequilibrados, distorsionados y proteccionistas de la historia"

Esta dificultad no es únicamente china. El mal occidental tiene muchos puntos de conexión, ya que hemos vivido una caída sustancial del poder adquisitivo de los hogares, lo que lastra el consumo de nuestros países. Y la causa última es, apunta Pettis, que "el sistema global de comercio y capital de las últimas cuatro o cinco décadas se encuentra entre los más desequilibrados, distorsionados y proteccionistas de la historia. Los desequilibrios comerciales en los últimos cincuenta años se encuentran entre los más grandes jamás registrados". Es una afirmación que va a contrapelo de las creencias habituales, de esa descripción común de una globalización abierta que sólo producía ganadores. Más al contrario, hay muchas zonas del mundo que han salido perdiendo, y no sólo las clases medias y las trabajadoras occidentales. Si quieren encontrar una explicación más amplia de esta afirmación, recurran a sus textos o a 'Trade Wars are class wars', un libro que se publicará próximamente en España.

3. El enredo

La estructura global provocó que algunos países acumularan superávits comerciales permanentes, caso de Alemania o China, y también generó un exceso de ahorro en capas muy limitadas de la población mundial. Ese dinero necesitaba ser reinvertido, y lo fue fundamentalmente en un grupo concreto de economías avanzadas, en particular en EEUU, que absorbió la mitad, y en economías anglófonas, como Reino Unido, pero también Canadá o Australia. Solo un 20% o un 30% del exceso de ahorro global, asegura Pettis, se ha dirigido hacia economías en desarrollo de rápido crecimiento.

La consecuencia fue que "gobiernos, empresas y élites adineradas de las economías con superávit acumularon activos como contrapartida a sus superávits comerciales". Buscaron entornos seguros para su capital, lo que acentuó los males globales. Sin embargo, y dado que favorecía a los actores más importantes, el sistema se desarrolló sin pausa. EEUU salió beneficiado porque financiaba sus déficits presupuestarios gracias a la compra de su deuda pública por parte de estos ahorros globales, que la percibían como un activo muy seguro. Sus fondos de inversión, además, captaron buena parte del capital que circulaban por el mundo. Se dio la paradoja de que EEUU pudo financiar un ejército enorme gracias a esa estructura de la globalización, y una parte no menor de esa financiación provenía del capital chino. Esa dependencia mutua en tantos aspectos (por ejemplo, las empresas estadounidenses acumulaban y repartían dividendos gracias a los bajos salarios chinos) chirría ahora a Pekín y a Washington en un tiempo de competición no disimulada, pero es algo de lo que es difícil desprenderse. Y lo demuestra el hecho de que, incluso en esta época de teórica globalización, el exceso de capital sigue fluyendo hacia EEUU y Reino Unido, hacia Wall Street y la City, a pesar del enfrentamiento geopolítico. E igual ocurre con los superávits del resto del mundo.

Al actuar de esta forma se generaron excesos de ahorro, pero solo para algunos países y para una capa social muy fina

Esta articulación global nos ha creado un problema serio, interno y externo. Dado que la inversión fue a parar muy raramente a entornos productivos, y dado que el capital demanda réditos, ese exceso creó otro mayor. Los fondos de inversión, principalmente anglosajones, inventaron nuevas apuestas financieras con nombres extraños, compraron participaciones en firmas cotizadas de todo el mundo y adquirieron firmas no cotizadas de toda clase de países. El capital creció, ya orientado hacia el puro rentismo.

Al actuar de esta forma, se ahondó en el mal de fondo: se generaban superávits y excesos de ahorro, pero sólo para determinados países y para una capa social muy fina. El resto de naciones y la gran mayoría de hogares recibieron una parte muy escasa de lo obtenido, lo que obligó todavía más a competir internacionalmente por la vía salarial y por la reducción de los márgenes de proveedores, lo que deterioró la capacidad de consumo y el nivel de vida de la mayor parte del mundo, Occidente incluido. La globalización ha sido esto, y no un mundo abierto al comercio.

4. La salida

La solución, por tanto, parece sencilla: habría que reorientar la economía hacia el aumento de poder adquisitivo de los hogares y hacia la elevación del nivel de vida, para no continuar en esta carrera de exceso de ahorro improductivo y de desequilibrios sociales y comerciales permanentes. En esto consistiría la desglobalización real. No es lo que estamos viviendo, desde luego, porque la desglobalización selectiva, destinada a apoyar a áreas concretas, continúa en el viejo marco: por eso los intercambios comerciales y los flujos de capital siguen ofreciendo unas cifras estupendas.

Desde el punto de vista de Pettis, que aboga por un comercio mundial sólido, algunas de las medidas proteccionistas pueden servir para impulsar una dirección diferente: "Si las políticas estadounidenses fuerzan una reducción de los desequilibrios comerciales mundiales mediante la reducción del déficit estadounidense, incluso si los burócratas comerciales las consideran políticas proteccionistas, claramente no lo son. De hecho, al revertir parcialmente las distorsiones en la distribución del ingreso en los países con superávit comercial, estas políticas en realidad mejorarán el comercio".

Esta perspectiva nos obliga a plantear el problema de otra manera: más que globalización o desglobalización, más que regionalización de las economías, friendshoring y demás, lo que está en juego es una arquitectura del comercio y de la economía que sea mucho más eficiente, que penalice los superávits persistentes, que obligue a elevar el nivel de vida de los hogares y que genere poder adquisitivo, de modo que las distorsiones internas, entre clases sociales, y externas, entre países, comiencen a disminuir significativamente. El proteccionismo puede ayudar si se enfoca correctamente. Si no es así, cambiaremos una globalización desigual por una desglobalización aún más desigual.

La semana internacional ha sido expresa a la hora de subrayar el momento de incertidumbre en el que estamos inmersos. La reunión anual del Foro de Davos, a pesar de la desorientación que ha transmitido, también ha puesto de manifiesto cierto optimismo respecto de la posibilidad de que la desglobalización no sea profunda, y de que la arquitectura de la globalización se mantenga esencialmente.

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