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La decisión última: lo que la derecha liberal no quiere ver ni en pintura
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Esteban Hernández

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La decisión última: lo que la derecha liberal no quiere ver ni en pintura

La defensa de las instituciones democráticas contra una concentración de poder que lleva al autoritarismo es habitual en el liberalismo. Excepto cuando se trata del poder económico

Foto: Lina Kahn, presidenta de la Comisión Federal de Comercio de EEUU y defensora del antitrust. (EFE/Graeme Jennings)
Lina Kahn, presidenta de la Comisión Federal de Comercio de EEUU y defensora del antitrust. (EFE/Graeme Jennings)
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La estupenda entrevista de José Antonio Zarzalejos a Cani Fernández, presidenta de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, revela las dificultades que encuentran hoy las instituciones para cumplir su papel de forma eficaz y precisa, pero también las contradicciones del liberalismo político en una época en la que se ve amenazado por el capitalismo autoritario. Harían bien los liberales en tomar conciencia del momento en el que se encuentran, porque tendrán que tomar decisiones en los próximos tiempos muy serias; entre ellas, la de elegir a cuáles de sus ideas van a renunciar explícitamente.

La presidenta de la CNMC señala en sus palabras la preocupante debilidad de la Comisión a la hora de cumplir las funciones atribuidas. Y el cometido que le compete tiene, en este tiempo, una importancia crucial. Cualquier liberal entiende que la concentración de poder lleva a abusos, y que la existencia de contrapesos institucionales efectivos es imprescindible para que la democracia pueda existir de manera efectiva. Este argumento, que es ampliamente compartido, y que se pone continuamente de manifiesto en la arquitectura política, es pasado por alto de manera sistemática cuando se pone el acento en la economía. Sin embargo, la idea es la misma: el poder concentrado y sin límites definidos conduce a regímenes opresivos.

Foto: Cani Fernández, presidenta de la CNMC, posa para El Confidencial. (O. C.)
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Sorprende, por tanto, la insistencia en resaltar las disfunciones que para la democracia suponen las figuras autoritarias, tanto de la derecha como de la izquierda, e ignorar, al mismo tiempo, las dificultades que para una convivencia razonable y para un mercado sano implica un poder amplio y autorregulado (el eufemismo habitual para subrayar que, en realidad, los límites no existen).

Y sorprende especialmente porque esa concentración de poder está en la base de la gran mayoría de las disfunciones económicas que hemos sufrido en los últimos años y de las que estamos viviendo. El debate público sobre los monopolios y oligopolios se ha circunscrito al sector tecnológico, por la gran concentración existente, y por los avances que en él se esperan, por ejemplo, con la inteligencia artificial, pero a costa de olvidar los efectos perturbadores que provoca en la economía en general.

Los efectos de un poder excesivo

Las consecuencias negativas de esta disparidad de poder van desde los aumentos abusivos de precios, la rebaja de calidades, el descenso de salarios, la escasez en las cadenas de suministro, la destrucción de pequeñas y medianas empresas, el deterioro o la desaparición de las grandes empresas nacionales y, cómo no, la inflación; pero la concentración de poder también está directamente relacionada con accidentes de aviación, falta de armamento y debilidades estratégicas. Todo ello ha sido ya expuesto (lean los enlaces, si están interesados), con lo que no insistiré en su descripción, pero sí debe subrayarse hasta qué punto conforma un sorprendente conjunto de factores que se pasan por alto y que provocan efectos políticos de primera magnitud.

La concentración de poder en manos privadas conduce hacia una economía dirigida y planificada por pocos actores

En primera instancia, la concentración de poder conduce hacia una economía dirigida y planificada por pocos actores, justo eso que se señala por parte del liberalismo como altamente indeseable cuando lo realiza el Estado. En segunda instancia, supone la traslación de los riesgos hacia los ciudadanos, que son quienes los sufren y los pagan, y en tercera, perturba enormemente la sociedad: la tendencia a crear monopolios y oligopolios explica "por qué es tan difícil poner en marcha un pequeño negocio que funcione; por qué tantos puestos de trabajo han sido deslocalizados; por qué es tan complicado controlar los costes de las medicinas; por qué la calidad de la comida o de los juguetes ha caído en picado; por qué los directivos de las empresas externalizan tantas actividades; por qué los beneficios de las grandes empresas continúan aumentando; o por qué los poderosos se están convirtiendo en más poderosos aún".

Lo peculiar es que este poder es combatido cuando son las instituciones políticas las que la acumulan, pero disculpado cuando se trata de actores privados. Un ejemplo entre otros muchos: hay quien ve una diferencia entre que entidades públicas recojan grandes cantidades de datos sobre la vida privada de los ciudadanos (y por eso, entre otras cosas, el régimen chino es percibido como un peligro), y que lo hagan unas cuantas empresas privadas, ya que solo los utilizan para fines comerciales. Pero es razonable pensar que quien posea ese conocimiento sobre los ciudadanos tendrá la tentación de utilizarlo con propósitos poco recomendables, con independencia de que se trate de actores públicos o privados, y que, por tanto, dicha capacidad no debería ser permitida o, en algunos casos muy concretos, autorizada con elevadas restricciones.

Este ejemplo en la disparidad de tratamiento es trasladable a muchas otras áreas: lo que se teme y rechaza del Estado se alaba cuando son unas cuantas empresas las que lo llevan a cabo. No debería ser así, siempre y cuando se esté de acuerdo con el liberalismo.

El ejemplo estadounidense

Esta lección fue muy bien entendida por los estadounidenses. Las leyes antitrust fueron parte esencial de su movilización política desde las décadas finales del siglo XIX, porque percibieron de manera clara cómo las bases de su democracia estaban amenazadas por una serie de actores que habían concentrado la propiedad de empresas clave de su país; habían creado un poder, bajo la forma jurídica de trusts, que estaba alterando por completo la naturaleza de los EEUU. El New Deal de Roosevelt, que fue el punto álgido de aquella larga tendencia al control del poder, no supuso únicamente la intervención pública en la economía; también, y ante todo, implicó la sujeción a límites claros y precisos tanto al capital financiero como a las empresas productivas para evitar una perniciosa concentración. El equipo de Biden está retomando esa senda, centrándose en primer lugar en las tecnológicas, pero con intención de ir más allá. Actúa así movido por la necesidad de generar una economía sana, de apuntalar las necesidades estratégicas de su país y de defender su sistema político. No es una posición exclusiva de los demócratas: hay republicanos relevantes que apuestan por el antitrust de manera decidida.

Es natural: si el liberalismo quiere defender la democracia, tendrá que poner el acento en estas políticas de limitación del poder económico. En otro caso, estará girando hacia el capitalismo autoritario: las lecciones de la segunda y tercera década del siglo pasado son contundentes al respecto. No tardaremos demasiados años en conocer la respuesta.

La estupenda entrevista de José Antonio Zarzalejos a Cani Fernández, presidenta de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, revela las dificultades que encuentran hoy las instituciones para cumplir su papel de forma eficaz y precisa, pero también las contradicciones del liberalismo político en una época en la que se ve amenazado por el capitalismo autoritario. Harían bien los liberales en tomar conciencia del momento en el que se encuentran, porque tendrán que tomar decisiones en los próximos tiempos muy serias; entre ellas, la de elegir a cuáles de sus ideas van a renunciar explícitamente.

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