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La debilidad de Putin y el poder de China: la recomposición del orden internacional
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Esteban Hernández

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La debilidad de Putin y el poder de China: la recomposición del orden internacional

Mientras en España continuamos inmersos en los debates electorales, el mundo se mueve a una velocidad de vértigo. Y, en la nueva época que asoma por el horizonte, Europa no está bien posicionada

Foto: Xi Jinping y Putin. (Maxim Shipenkov/Reuters)
Xi Jinping y Putin. (Maxim Shipenkov/Reuters)
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Mientras España elige el próximo Gobierno, el mundo se mueve a una velocidad enorme. Modi, el presidente indio, visita Washington; el primer ministro chino acude a Berlín; en Francia, Macron convoca a más de 50 países del sur global a una conferencia sobre finanzas y cambio climático; Arabia Saudí decide acudir con una muy nutrida representación al Davos chino, y el presidente argelino visita Moscú. Por si fuera poco, Putin sufre rebeliones internas que hacen pensar en que el problema de Ucrania puede comenzar a resolverse favorablemente y el futuro de Wagner introduce nuevas incertidumbres en el Sahel.

Sin embargo, por más que el foco europeo esté situado en Ucrania, se trata de una pieza más, aunque sea importante, en un gran tablero. La constatación de que el mundo había cambiado tuvo lugar con la invasión de las tropas rusas, y con el cúmulo de consecuencias que desencadenó y que transformaron el orden global vigente. Sus efectos han sido notables, desde los desajustes económicos y la inflación hasta la recomposición de bloques y la constatación definitiva de la pelea por la hegemonía entre EEUU y China. En ese contexto, han surgido nuevos actores relevantes.

Los efectos en Occidente

La reacción estadounidense a los cambios tuvo un primer momento en el que se apostó decididamente por fortalecer los lazos con los viejos aliados (los europeos, Corea, Japón, Australia y Canadá) de cara a conformar un bloque, al estilo de la vieja guerra fría, para plantar cara al desafío chino. El segundo momento fue menos cohesivo, porque asomaron las contradicciones dentro del bloque: las leyes económicas dictadas por Biden y la opa hostil a algunas empresas europeas para que se trasladen a EEUU, así como las políticas de la Fed, generan problemas en el Viejo Continente. El alineamiento en defensa y en seguridad no se corresponde con la separación económica.

Esta divergencia ha llevado a la Unión Europea a partirse en dos en un asunto esencial. Para conseguir músculo productivo y económico y para reforzar capacidades estratégicas, que serían necesarias para adaptarse a un entorno en el que Europa pierde energía, capacidad competitiva e influencia en el mundo, sería precisa una reconstrucción intensa impulsada por las instituciones comunitarias. Europa necesitaría diseñar planes en la misma dirección que los estadounidenses para recomponer sus capacidades, lo cual supone una elevada inversión. Dado que su capital privado no apuesta por la economía productiva, la condición de posibilidad pasa por destinar a ella recursos fiscales comunes: los eurobonos serían una solución en ese entorno. Pero esa opción es percibida de manera distinta en el norte de Europa, claramente desfavorable a uniones mayores, que en Francia y los países del sur, que saben de su urgencia. Alemania, el país más importante, no se ha decidido todavía, aunque su posición actual está mucho más cerca de los países norteños. La Comisión, sin embargo, apuesta por una acción europea mucho más decidida.

Alemania está optando por salvaguardar al máximo posible aquello que ha sido su núcleo económico en estas décadas

Esa indecisión lleva a decisiones paradójicas, ya que los Estados con más peso están apostando por la ayuda institucional para apoyar a sus países. Francia tiene planes de reindustrialización y de energía en marcha, y Alemania está respaldando a sus industrias en elementos críticos, como el precio de la energía. Un buen ejemplo de la contradicción alemana se dejó sentir en la reunión de Scholz con el primer ministro chino, celebrada la pasada semana. Por más que la retórica inicial, la de considerar a China enemigo sistémico, siguiendo los pasos estadounidenses, se haya exhibido con cierta frecuencia, a la hora de la verdad Berlín está fortaleciendo todo lo posible los lazos comerciales con Pekín. Alemania ha perdido mucho con la guerra y no puede seguir cayendo, y ha optado por acercarse a China para mantener su poder exportador. Son dos países que han construido lazos comerciales muy sólidos en estas décadas, y el deseo es continuarlos en un momento crítico para los germanos. Alemania está optando por salvaguardar al máximo posible aquello que ha sido su núcleo económico en estas décadas.

En resumen, EEUU trata de fortalecerse en su guerra fría contra China y adopta políticas proteccionistas, Alemania trata de mantener el viejo statu quo de la globalización como sea y la posibilidad de reaccionar al momento internacional fortaleciendo Europa en su conjunto se pospone o se ignora.

La liberación del colonialismo

Mientras tanto, en el resto del mundo se ha instalado una idea que subvierte completamente las posiciones dominantes en las últimas décadas. A partir de la guerra de Ucrania, ha germinado la creencia de que la era de la dominación occidental se ha terminado, que EEUU ya no es la potencia hegemónica que dicta los movimientos en todo el mundo, y que particularmente Europa es un continente en declive. Los BRICS emergen como un nuevo polo de alianzas y crecimiento.

En ese escenario, podría esperarse que acabase construyéndose un nuevo bloque, opuesto al liderado por EEUU, que estaría encabezado por China, Rusia e Irán. Sería la otra parte de la guerra fría. Sin embargo, no estamos en esa situación.

El resurgimiento nacionalista surge de la convicción en que la debilidad occidental permite trazar nuevas reglas

Más bien, lo que se ha producido es la afirmación autónoma de países, especialmente aquellos con población numerosa y/o crecientes recursos, como es el caso de India, pero también de Brasil, Sudáfrica, Arabia Saudí o Turquía, que han decidido llevar a cabo políticas marcadas por su interés nacional que ya no estén supeditadas a los dictados estadounidenses o chinos. La idea de que se puede colaborar con una potencia en algunos terrenos y con la contraria en otros, pero siempre pensando en el desarrollo de su país, nos devuelve a la idea de los países no alineados. Esta visión está transformando por completo el panorama internacional, no solo porque la hegemonía estadounidense decae, sino porque tampoco se produce un realineamiento en los términos de la vieja guerra fría. Muchos países, en este nuevo escenario, se ven capacitados, y con posibilidades, de aumentar su poder e influencia a través de vínculos ambiguos con los dos polos principales.

En ese cambio, los BRICS aparecen como un modelo para muchos países en desarrollo, que aspiran a poder trazar sus propios destinos. Y China, el Estado más fuerte de los BRICS, sale beneficiada en gran medida: dado que su postura oficial no es la de crear un bloque enfrentado al occidental, sino seguir aprovechándose de lo que queda de globalización a través de su potencial exportador y afianzar su influencia en África y América, puede jugar un papel cada vez más relevante. Los BRICS son un polo de atracción porque son un espejo en el que muchos países del tercer mundo pueden mirarse.

Ese resurgimiento nacionalista, con claros ribetes no alineados, parte de una condición de posibilidad: es factible, por las transformaciones acontecidas en el orden internacional y por la debilidad occidental, trazar otras reglas. El término colonialismo vuelve a aparecer en los discursos. Sin ir más lejos, Lula rechazaba el acuerdo sobre Mercosur propuesto tildándolo de colonial.

La oferta occidental a los países en desarrollo

La respuesta occidental se dibuja complicada en este nuevo escenario. El jueves y viernes se reunieron en París más de 50 países en desarrollo, en un intento, liderado por Macron, de ofrecer ventajas atractivas para el sur global. La iniciativa se hizo expresa en una carta publicada por distintos presidentes, entre los que figuraban Biden o Sunak, con la que se solicitaba al mundo financiero una implicación mucho más decidida en la reconversión verde. El texto contenía una suerte de pacto implícito: el alivio de la deuda para muchos países que sufren dificultades crecientes a cambio de que realicen inversiones en la transformación verde. En América Latina o en África se podría ver con buenos ojos este intercambio, en la medida en que reduce su carga y, al mismo tiempo, permite crear nuevas áreas de desarrollo en su país. El problema es que los gobiernos occidentales no pueden cumplir esta propuesta por sí mismos.

Como afirmaba la carta, “las finanzas públicas seguirán siendo esenciales para lograr nuestros objetivos, pero reconocemos que alcanzar nuestros objetivos climáticos y de desarrollo requerirá fuentes de financiación nuevas, innovadoras y sostenibles, como la recompra de deuda, la participación de sectores que prosperan gracias a la globalización y mercados de créditos de carbono y biodiversidad más confiables”. Es una oferta débil, en la medida en que su realización no está en manos de los presidentes que firman la carta. Ese es un problema que China no tiene; su debilidad puede estar en otros lugares, como la reproducción de un marco colonial en sus relaciones con otros países, pero no en la falta de poder ejecutivo.

El desacoplamiento imposible con China

El tercer aspecto contradictorio en este nuevo orden internacional es altamente preocupante. En la competición entre EEUU y China por la hegemonía, la debilidad occidental ha sido expuesta, de manera cruda, por Greg Hayes, el CEO de Raytheon, compañía aeronáutica y de defensa. Según explica, los fabricantes occidentales podrán reducir el riesgo de sus operaciones en China, pero les resultará imposible cortar completamente los lazos con el país. Raytheon es un buen ejemplo, ya que tiene “miles de proveedores en China y desvincularnos de ellos es imposible”. Y no solo es eso: “Más del 95% de los materiales o metales de tierras raras provienen o se procesan en China… Si tuviéramos que retirarnos de China, nos llevaría muchos años restablecer esa capacidad, ya sea a nivel nacional o con otros países amigos”.

La estrategia de reducir riesgos no es parte de un movimiento prudente para evitar grandes rupturas, sino lo único que parece posible hacer

Los lazos son profundos en muchos sentidos. La cantidad de deuda estadounidense en manos chinas es elevada, las relaciones comerciales, que han generado notables beneficios en Wall Street, continúan en niveles grandes, y nuevos sectores ligados a la industria verde, como los coches eléctricos o los aerogeneradores, son muy dependientes de Pekín.

La afirmación de Hayes constata la mala visión estratégica que ha reinado en la época de la globalización, hasta el punto de dejar en manos de rivales las capacidades propias, incluso en terrenos tan sensibles como la defensa o las energías limpias. No es de extrañar que haya una facción de EEUU que apueste por el petróleo y el gas, y que, al contrario que Biden, opte por relegar la energía verde a un segundo plano.

Ese telón de fondo lleva a EEUU a un dilema importante: la estrategia de reducir riesgos, que denominan derisking, no es parte de un movimiento prudente para evitar grandes rupturas en las relaciones internacionales, sino lo único que pueden hacer: romper con Pekín sería enormemente costoso para Washington, pero también para el conjunto de Occidente.

La débil posición europea

El mundo está recomponiéndose, y la guerra de Ucrania no es más que una parte de esos movimientos tectónicos. En el nuevo contexto, EEUU pierde poder, a pesar de continuar siendo la gran potencia, y Europa ve reducida su influencia de manera sustancial. En la era en que el comercio y las fronteras abiertas para los movimientos de mercancías y capitales jugaban un papel esencial, Europa era clave, en parte por su poder regulador. Pero este es un instante en el que priman la energía, las materias primas estratégicas, el músculo militar, las grandes poblaciones y la capacidad productiva, y Europa carece de muchas de estas características. No es de extrañar que en el sur global se nos perciba como los perdedores en este giro de época.

Hasta ahora, EEUU y Europa, ante la imposibilidad de trazar una línea nítida como la de la guerra fría, porque el desacoplamiento total sería muy costoso, esperan que las contradicciones de las potencias en crecimiento acaben resolviéndose a favor de Occidente. Es el caso de Rusia, ahora de actualidad con la rebelión de Wagner, pero también de China: la confianza en que los vetos en ámbitos tecnológicos y militares, sumados a las debilidades de fondo de la economía de Pekín, puedan frenar en seco sus aspiraciones es la baza en la que más se confía para ganar esta carrera de futuro.

Sin embargo, nada de esto es realmente relevante si Occidente, comenzando por Europa, no trata de situarse en el nuevo contexto a partir del fortalecimiento de sus capacidades internas. Vienen años agitados, y no estamos preparándonos para ellos; más bien estamos en una actitud de repliegue, de intentar conservar lo existente y de esperar que las potencias emergentes fracasen en sus intentos de crecer. Parece mala idea.

Mientras España elige el próximo Gobierno, el mundo se mueve a una velocidad enorme. Modi, el presidente indio, visita Washington; el primer ministro chino acude a Berlín; en Francia, Macron convoca a más de 50 países del sur global a una conferencia sobre finanzas y cambio climático; Arabia Saudí decide acudir con una muy nutrida representación al Davos chino, y el presidente argelino visita Moscú. Por si fuera poco, Putin sufre rebeliones internas que hacen pensar en que el problema de Ucrania puede comenzar a resolverse favorablemente y el futuro de Wagner introduce nuevas incertidumbres en el Sahel.

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