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Del parlamento polarizado al Gobierno polarizado
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Aurora Nacarino-Brabo

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Del parlamento polarizado al Gobierno polarizado

El fenómeno produce el efecto de alejar a los cercanos: aumenta la distancia percibida entre los partidos que por proximidad ideológica debieran ser capaces de negociar

Foto: Irene Montero, junto a sus compañeras en el 8-M. (EFE/Kiko Huesca)
Irene Montero, junto a sus compañeras en el 8-M. (EFE/Kiko Huesca)
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Algo se ha roto en la calle. La alianza institucional de PSOE y Podemos resiste porque hace mucho frío fuera del Consejo de Ministros, y probablemente lo haga hasta agotar la legislatura, o casi. Pero la coalición sociológica que la sostiene está rota, tal como pudo verse el pasado 8 de marzo. El pinchazo de la marcha feminista es un trasunto de lo que sucede con el electorado de la izquierda: está desmovilizado y dividido.

Esa división que vimos en la calle está instalada en Moncloa. Los debates que protagonizan hoy la agenda mediática son conflictos que atraviesan el corazón del Gobierno, de la ley del solo sí es sí a la cuestión trans, pero pasando también por las pensiones, la estrategia de contención de la inflación, la política de vivienda o la ley de bienestar animal. En un sistema normal en el que el Ejecutivo dirige la acción política y el parlamento lo somete a fiscalización, son los desencuentros entre el Gobierno y la oposición los que protagonizan la actualidad mediática. En España, sin embargo, hace ya mucho tiempo que estas fricciones se han trasladado al seno del Consejo de Ministros.

Se ha convertido en habitual que los ministros se enfrenten en los medios con cruces de declaraciones hostiles

Quizá la coalición no esté rota, pero sí está polarizada. De un tiempo a esta parte, la polarización que había cristalizado en un modelo de bloques monolíticos enfrentados se ha desplazado del poder Legislativo al Ejecutivo; o sea, del Congreso al Gobierno. La polarización produce el efecto de alejar a los cercanos: aumenta la distancia percibida entre los partidos que por proximidad ideológica debieran ser capaces de negociar y llegar a acuerdos. El resultado es la parálisis política.

Esta es la parálisis que ha afectado a la producción legislativa en la última década: PSOE y PP, los grandes partidos del sistema, han sido incapaces de pactar reformas fundamentales para el buen funcionamiento del orden del 78. En muchos aspectos, eso ha hecho de España un país detenido: no hemos alcanzado un gran pacto por la educación que persiga la excelencia y la inclusión, o un gran acuerdo sobre las pensiones que garantice la continuidad del modelo de bienestar. No tenemos una política de Estado ambiciosa que aborde las disfunciones de un mercado laboral impropio de un país desarrollado y que priva de oportunidades a los más jóvenes, o un consenso para la despolitización de las instituciones y los reguladores.

Pero ahora se vislumbra una nueva polarización instalada en el Ejecutivo. Se ha convertido en habitual que los ministros de los dos partidos que componen la coalición se enfrenten en los medios con cruces de declaraciones hostiles. Ione Belarra puede llamar "usurero" al presidente de Mercadona ante la mirada estupefacta del ministro Planas. Los ministros de Empleo y Seguridad Social pueden discutir a cuenta de las pensiones. Yolanda Díaz puede hablar del dumping fiscal holandés, mientras el portavoz Patxi López asegura que los impuestos son más altos en Países Bajos que en España. El jefe en la sombra, Pablo Iglesias, puede lanzar mensajes incendiarios contra la arquitectura económica europea, mientras Calviño trata de salvar la cara de España en Bruselas en un momento crítico para la entrada de los fondos Next Generation. Y luego puede llegar Pedro Sánchez y hablar sobre Ferrovial como el mayor populista de todos. Margarita Robles e Irene Montero se lanzan puyas a cuenta del feminismo, y la ley del solo sí es sí enfrenta a los ministerios de Igualdad y Justicia. Las discrepancias de PSOE y Podemos en torno a la caza estuvieron a punto de tumbar la ley de bienestar animal. La última agarrada es a cuenta de los precios de los alquileres, que los morados quieren limitar.

Que el PP haya prestado sus votos al PSOE para reformar la ley del sí es sí es una buena noticia

Bajo esa apariencia de tempestad de movimientos legislativos, la parálisis no es menor que cuando la polarización atenaza al parlamento: la producción normativa es grosera y a menudo estéril, de modo que el Ejecutivo invierte una parte importante de su tiempo en abordar las disfunciones que él mismo ha creado ―hacer agujeros para tapar agujeros puede ser una estrategia keynesiana audaz en una crisis económica, pero aquí no hay economía ni audacia, y ni siquiera estrategia: solo desnuda incompetencia―. El mejor ejemplo nos lo proporciona la ley del solo sí es sí: ahora hay que enmendarla para aliviar ―que no revertir― el desaguisado que ha provocado. El problema es de gobernabilidad. El primer objetivo de un presidente que se somete a una investidura ha de ser garantizar la gobernabilidad y eso es precisamente lo que compromete la coalición actual, por mucho que Sánchez consiga agotar su mandato.

Que la polarización se haya trasladado al corazón del Ejecutivo es una mala noticia, pero quizá nos permita inaugurar algunas oportunidades en el parlamento. Que el PP haya prestado sus votos al PSOE para reformar la ley del sí es sí es una buena noticia. Y parece que Alberto Núñez Feijóo está abierto a llegar a acuerdos en otras materias. En la semana del 8-M, los populares señalaron su disposición a acercar posturas sobre violencia de género, paridad o brecha salarial. No obstante, haremos bien en ser cautos en las expectativas sobre grandes pactos: los socialistas creen que cualquier entendimiento con la derecha les resta votos en su competición con Podemos, y para el PP también tendría costes alcanzar acuerdos con un presidente cuyo rechazo social es el más potente motor electoral del momento.

Con todo, parece que la polarización en el parlamento ha descendido algunos grados, y esto es bueno para el país, aunque no para Sánchez. Su contrincante y candidato a sucederle es un rival incómodo porque no activa en el electorado de izquierdas un voto de reacción o de miedo. La contención electoral de Vox tampoco ayuda. Se vislumbra una España moderada. Está bien, pero no basta: sigue haciendo falta una España reformista.

Algo se ha roto en la calle. La alianza institucional de PSOE y Podemos resiste porque hace mucho frío fuera del Consejo de Ministros, y probablemente lo haga hasta agotar la legislatura, o casi. Pero la coalición sociológica que la sostiene está rota, tal como pudo verse el pasado 8 de marzo. El pinchazo de la marcha feminista es un trasunto de lo que sucede con el electorado de la izquierda: está desmovilizado y dividido.

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