Río Brabo
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Sobre el reformismo
Parece que el centro-derecha ha entendido por fin que el debate ilustrado es importante. Es una actitud entre soberbia y paleta la de asumir que la cultura y los 'papers' son cosas progres de las que se puede prescindir
"Se vislumbra una España moderada. Está bien, pero no basta: sigue haciendo falta una España reformista". Así cerré mi artículo de la semana pasada y encuentro pertinente retomar mi columna de hoy en ese punto. Alberto Núñez Feijóo acaba de presentar la nueva fundación de ideas del Partido Popular, que lleva el elocuente nombre de Reformismo21 y que está compuesta por un buen plantel de profesionales reconocidos dentro y, sobre todo, fuera de la política, la gran mayoría independientes. Algún medio los ha llamado "tecnócratas", esa palabra gélida que evoca el Opus Dei y a López Rodó, aunque quizá sea mejor eso que la alternativa gafapasta: intelectuales.
De cualquier modo, es una buena noticia por más de una razón. Lo es porque parece que el centro-derecha ha entendido por fin que el debate ilustrado es importante. Es una actitud entre soberbia y paleta la de asumir que la cultura y los papers son cosas progres de las que se puede prescindir. Tener un laboratorio de pensamiento que se permita reflexionar sobre la política sin la urgencia y las servidumbres que imponen la actualidad y la agenda parlamentaria es, probablemente, la única manera de construir un proyecto de país. Si el PP llega a Moncloa después de las próximas elecciones generales, esta fundación habrá de ser un caudal de ideas y policies que nutran su acción política.
Nadie quiere adoptar medidas impopulares, y esto es muy comprensible
También un polo de tensión con el Ejecutivo, cuyos incentivos son siempre cortoplacistas. El poder necesita contrapesos que lo obliguen a mirar más allá de la reelección, y esto quizá nunca haya sido tan evidente como la semana en que el Gobierno aprobó una reforma de las pensiones que le asegura el voto cautivo de muchos jubilados en los próximos doce meses, al tiempo que compromete la continuidad del Estado de bienestar en el largo plazo. Nadie quiere adoptar medidas impopulares, y esto es muy comprensible; por eso mismo tiene sentido una fundación que sirva de mástil al que atarse para resistir los cantos de sirena del electoralismo facilón. O dicho de otro modo: un partido tiene que tener estructuras donde se sienten a la vez y discutan ―si tal desdoblamiento fuera posible― el Escrivá técnico y ortodoxo de la AIReF y el Escrivá conocedor de las restricciones que impone una cartera ministerial. Esa es la negociación precisa para una síntesis virtuosa.
Cabe celebrar, además, la apuesta de Feijóo por atraer talento extramuros de la obediencia de partido, tanto más cuando lo hace mirando al centro, y ese afán por enmendar la carnicería que perpetró Pablo Casado contra los desafectos. Pero, volviendo al principio, lo más importante de la noticia está en la vocación que traslada el nombre de la fundación: el reformismo.
Hubo un tiempo en el que Ciudadanos encarnó una propuesta refrescante de cambio sobre las nociones de reformismo y regeneración. Frente al anquilosamiento de las viejas siglas, acomodadas en una partidocracia inmovilista y colonizadora de las instituciones, y frente a la apuesta radical con la que irrumpía una nueva izquierda negadora de la Constitución del 78, la vía que encarnaba Ciudadanos era rompedora, en el sentido en que se lo oí expresar, siendo yo adolescente, a un Alfonso Guerra, otrora guardián de las esencias socialistas, ya retirado de la primera línea: "Con los años me di cuenta de que lo verdaderamente revolucionario es el reformismo". Qué tarde llegamos a las lecciones revisionistas de la Segunda Internacional; pero vivan, en todo caso, los renegados.
El poder adquisitivo ha declinado en los últimos veinte años, en el que la productividad apenas ha crecido y siempre a costa de los salarios
Esas dos etiquetas, reformismo y regeneración, han quedado huérfanas precisamente cuando son más necesarias: en la legislatura en que se desmanteló parte del andamiaje del Estado de Derecho para beneficiar a convictos por crímenes de lesa Constitución, en los días en que ministros transitan de los partidos a las más altas instancias del Poder Judicial y del Estado como quien va de su corazón a sus asuntos, en el tiempo en que las reformas son compras de votos, leyes-relato o precisan de una contrarreforma correctora. En la edad de oro del decreto-ley. Todo ello, en un país materialmente detenido, en el que el poder adquisitivo ha declinado en los últimos veinte años, en el que la productividad apenas ha crecido y siempre a costa de los salarios, en el que los más jóvenes no conocerán otra pensión de jubilación que la que les llega en forma de propina de sus abuelos, los domingos.
El reformismo se ha quedado huérfano conforme se desvanecía Ciudadanos, y aún antes: nunca comprendí la obstinación del partido en la nomenclatura del liberalismo, una etiqueta cuya desambiguación está pendiente, pudiendo identificarse con un término intuitivo y progresista ―además de liberal― como el reformismo.
Que Feijóo quiera convertir al PP al reformismo en lugar de adoptar el programa y las maneras de la competición con Vox es positivo. No obstante, la empresa es formidable: el líder popular habrá de vencer algunas resistencias internas, habrá de ser un hábil negociador en un parlamento fragmentado para sacar adelante sus políticas y además hará frente a la desconfianza externa: mucho tiempo han ocupado los populares el Gobierno sin acometer reformas estructurales más que cuando las ha exigido Bruselas. Pero el escepticismo no debería ser un freno: el movimiento se demuestra andando. Lo único que no se puede permitir Feijóo es defraudar la promesa reformista, porque España no se puede permitir dejar de creer en el reformismo. Quienes nos lo tomamos en serio se lo recordaremos cada día.
"Se vislumbra una España moderada. Está bien, pero no basta: sigue haciendo falta una España reformista". Así cerré mi artículo de la semana pasada y encuentro pertinente retomar mi columna de hoy en ese punto. Alberto Núñez Feijóo acaba de presentar la nueva fundación de ideas del Partido Popular, que lleva el elocuente nombre de Reformismo21 y que está compuesta por un buen plantel de profesionales reconocidos dentro y, sobre todo, fuera de la política, la gran mayoría independientes. Algún medio los ha llamado "tecnócratas", esa palabra gélida que evoca el Opus Dei y a López Rodó, aunque quizá sea mejor eso que la alternativa gafapasta: intelectuales.