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Aurora Nacarino-Brabo

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Contra las buenas intenciones

La nueva ley de vivienda también podría sucumbir al principio de no contradicción: poner topes al alquiler para contener su escalada tiende a llevar a los propietarios a retirar sus viviendas del mercado

Foto: Pleno en el Congreso de los Diputados. (EFE/Javier Lizón)
Pleno en el Congreso de los Diputados. (EFE/Javier Lizón)
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En política hay algunos principios que conviene respetar y que ley nueva de Vivienda nos ofrece ocasión de repasar:

1. El principio de verosimilitud:

Yo quiero tener un millón de pisos. Es, más o menos, el número que ha prometido Pedro Sánchez en la última semana

Llevo unos días tarareando aquella canción de Roberto Carlos ―el músico, no el cañonero del carril izquierdo―, pero cambiando el objeto de la volición: Yo quiero tener un millón de pisos. Es, más o menos, el número que ha prometido Pedro Sánchez en la última semana. Que la cifra aumente cada jornada, como si se tratara de una subasta, y que los anuncios lleguen ahora, al borde las elecciones municipales y autonómicas, y ya en las postrimerías de una legislatura en la que la coalición no ha construido una sola vivienda pública, hace que la promesa resulte poco creíble. Ya sabemos que en política se miente con desaprensión y que los votantes no penalizan necesariamente la mentira. Pero siempre hay que respetar el principio de verosimilitud: si no es cierto lo que se dice, al menos debe parecerlo.

2. El principio de no contradicción:

A una coalición progresista se le presumen inquietudes sociales. El problema es que, cuando concursan en un Ejecutivo el adanismo y la falta de pericia jurídica, los resultados pueden diferir mucho de los objetivos perseguidos. El ejemplo más claro es el de la ley del sí es sí, de la que sus responsables hablan como "una buena ley que ha tenido efectos malos". Nos hemos acostumbrado a un discurso público a prueba de silogismos, pero este gobierno hizo del desafío a la lógica proposicional su acto fundacional: se asoció, en la administración de la nación, con sus amotinados.

Las consecuencias las sufrirán quienes tienen mayores dificultades para acceder a una vivienda: las clases trabajadoras y los jóvenes

La nueva ley de vivienda también podría sucumbir al principio de no contradicción: poner topes al alquiler para contener su escalada tiende a llevar a los propietarios a retirar sus viviendas del mercado, y esa disminución de la oferta hace aumentar los precios. Otro tanto sucede cuando se dificulta el desalojo de los inquilinos que han dejado de pagar la renta: muchos caseros preferirán tener sus casas vacías a correr ese riesgo ―por no hablar de los incentivos perversos de una política que santifica el impago en según qué casos―. Las consecuencias las sufrirán quienes tienen mayores dificultades para acceder a una vivienda: las clases trabajadoras y los jóvenes. Este efecto paradójico demuestra que una política social mal diseñada puede ser una perfecta política antisocial.

3. El principio de no empeorar las cosas:

Y esto nos lleva al tercer principio, que es casi hipocrático: primum non nocere. O sea, si no sabes resolver un problema, al menos no lo agraves. La nueva ley tendrá en cuenta si el propietario es un gran tenedor ―esa presunción de culpabilidad― y si los ocupantes de una vivienda están en situación de vulnerabilidad social, a la hora de tramitar la devolución de la casa a su legítimo dueño. Estas circunstancias pueden demorar el desalojo durante años. Eso supone, de facto, externalizar una política de vivienda a ciudadanos particulares que no han dado su consentimiento y que no pueden disponer de sus propiedades. Es decir, que se ven encubierta e ilegalmente expropiados, siquiera de forma temporal, y sin que medie ninguna indemnización, además. Si los ocupantes de un inmueble son vulnerables, entonces el Estado tendrá que proveer y velar por el bienestar de esas personas, pero en ningún caso deben hacerlo los dueños de los inmuebles.

Foto: La ley de vivienda pone en jaque el modelo de alquiler. (Alejandro Martínez)

Y, desde luego, no puede justificarse en nombre del derecho a la vivienda, pues tan constitucional como aquel es el derecho a la propiedad privada, que no puede ser de segundo orden. De su importancia da ya cuenta la primera carta de derechos de la historia, la de Virginia, y también la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la Revolución Francesa: ambas lo consagran. Un país que no respeta los contratos y la propiedad privada tiene un grave problema de seguridad jurídica, y evoca los peores paralelismos transatlánticos. Las consecuencias de la inseguridad jurídica se dejan sentir a todos los niveles: las multinacionales se llevan su sede a otro país ―pongamos por caso Holanda― y los ciudadanos particulares se defienden con los medios a su alcance.

Ha dicho Podemos que "el problema de la ocupación es una fake news: un invento de la derecha". La realidad es que hay mucha gente a la que le preocupa, especialmente en los distritos y entornos socioeconómicos desfavorecidos, que es donde más la padecen. Si el Estado no les ofrece seguridad jurídica y protección, es más probable que los propietarios desamparados recurran a soluciones al margen de la ley. Ya hemos visto el éxito creciente de empresas de desocupación ―qué política de recursos humanos― cuyos métodos tienden a bordear la legalidad y la ética.

Mientras tanto, en lo que va de legislatura, el número de pisos en alquiler ha caído un 28%, y los españoles destinan ya el 43% de su renta al pago de la vivienda.

Me hago cargo de que el problema de la vivienda está en el corazón de las desigualdades, y no solo en España

4. El principio de las buenas intenciones:

Entiéndanme bien: mis intenciones son al menos tan puras como las del portavoz de Bildu que nos anunció el acuerdo de la ley de vivienda. Yo también quiero que el precio de los alquileres baje y que haya buenas políticas sociales que protejan a los miembros más vulnerables de nuestro país. Me hago cargo de que el problema de la vivienda está en el corazón de las desigualdades, y no solo en España: la propiedad inmobiliaria explica en buena medida que, como dice Piketty, la tasa de retorno del capital sea mayor que la tasa de crecimiento de los salarios. Pero me niego a aceptar que las buenas intenciones puedan servir como hoja de servicios en política.

Se lo dijo Giscard a Mitterrand en el 74: "Vous n'avez pas le monopole du cœur", y mucho antes de eso, Adam Smith había escrito en su Teoría de los sentimientos morales que tener buenas intenciones está al alcance del "mayor rufián, del violador más empedernido de las leyes de la sociedad". De las buenas intenciones puede hacerse una obra de arte ―la hizo Nina Simone: "I'm just a soul whose intentions are good"― pero no cuela como rendición de cuentas de un gobierno, por mucho que el PSOE nos pida que lo juzguemos por lo que dice y no por lo que hace ―"Defiende lo que piensas", reza su último eslogan―. No, en esta materia no es decorosa a la democracia liberal otra postura que la de contrastar las intenciones con la realidad.

En política hay algunos principios que conviene respetar y que ley nueva de Vivienda nos ofrece ocasión de repasar:

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