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Aurora Nacarino-Brabo

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Comprar votos, vender votos

Hay muchas formas con las que históricamente se ha tratado de adulterar una elección. El sistema clientelar es una práctica que ha sobrevivido hasta nuestros días

Foto: Preparativos en un colegio electoral de la localidad madrileña de Leganés. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Preparativos en un colegio electoral de la localidad madrileña de Leganés. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Recuerdo que Ignacio Varela y yo comentábamos hace meses, hablando del año electoral que se avecinaba, que todavía no habíamos visto nada. Eran los días del recurso del PP al Tribunal Constitucional que paralizó los nombramientos del Gobierno: política de alto voltaje. Y, aun así, Ignacio y yo concluimos que la campaña habría de ponerse mucho más bronca. Todavía no habíamos visto nada, pero ya empezamos a ver cosas: compras de votos, una treintena de detenidos, un candidato socialista de los Latin Kings y el número dos del PSOE andaluz implicado en un caso de secuestro a una concejal de otro partido.

Algunos piensan que estas operaciones policiales les han hecho la campaña. Otros, los perjudicados, agitan el fantasma del trumpismo, del bolsonarismo que siembra dudas sobre el proceso democrático ―como si la culpa fuera del que señala el delito y no del delincuente―. Se equivocan los que celebran el escándalo y también los que quisieran decretar el silencio sobre la realidad por necesidades electorales. Yo también preferiría no tener que hablar de estas cosas ―como de las listas de Bildu―, pero la condición ha de ser que no tengan lugar los hechos, no su encubrimiento.

Foto: El candidato a la reelección como presidente de la Generalitat valenciana, Ximo Puig (i), y la candidata del PSOE a la Alcaldía de Valencia, Sandra Gómez. (EFE/Kai Forsterling)

Los hechos han ocurrido, y son graves. Lo son no porque los casos destapados pongan en jaque nuestra democracia ―las autoridades han demostrado capacidad de intervención para atajarlos―, sino porque contribuyen a minar la credibilidad del orden liberal, cuyas instituciones ya están bastante erosionadas después de una legislatura en la que se ha llevado más lejos que nunca la colonización gubernamental y la vulneración de la separación de poderes.

Esta es la legislatura en la que Pedro Sánchez hizo de la política de excepción la norma: ha convertido el decreto-ley en el instrumento legislativo por defecto, ha pretendido un poder judicial alineado con la mayoría del parlamento, una puerta giratoria que vaya del Consejo de Ministros al Tribunal Constitucional, una Fiscalía General dependiente del Gobierno. Ha puesto, quitado y cambiado leyes para favorecer a personas concretas, que además son delincuentes condenados, que además son sus socios. No es que los gobiernos anteriores encarnaran la virtud del buen gobierno, pero la degradación institucional ha alcanzado nuevas cotas bajo esta presidencia.

Y, a diferencia de los regímenes autoritarios o totalitarios, que se sostienen sobre distintas formas de coerción social, lo único que sostiene a una democracia es que quienes viven bajo su ley consideran que el sistema es legítimo. Por eso, lo único que no puede permitirse una democracia es que sus ciudadanos dejen de creer en ella. Y eso es lo que nos estamos jugando.

Foto: Mustafá Aberchan, durante el cierre de campaña de CpM. (A.P.)

La democracia es un entramado complejo de instituciones y leyes que generan un equilibrio de pesos y contrapesos al poder, y el Estado liberal, una entidad burocrática gigantesca y abstracta. De todo este sistema del que nos gustaría enorgullecernos, lo más intuitivo, lo más reconocible, es su liturgia electoral: la soberanía reside en un pueblo que elige a sus representantes por mayoría en las urnas. Si sobre ese rito fundacional de la democracia recayera un vicio de origen, todo el andamiaje liberal podría venirse abajo. Por eso, la corrupción que afecta a los procesos electorales, aunque no alcance un volumen significativo, tiene un potencial para desestabilizar el sistema mucho mayor que cualquier otro atropello que pueda cometer el poder.

Hay muchas formas con las que históricamente se ha tratado de adulterar una elección. El sistema clientelar se ha asociado tradicionalmente a la Restauración, pero es una práctica que precedía a esta etapa y que ha sobrevivido luego hasta nuestros días. Se trata de ofrecer favores, acelerar trámites o prometer puestos de trabajo a cambio de apoyo político. España es unos de los países donde más relevos de cargos se producen con cada cambio de gobierno, y eso lo hace proclive al clientelismo. En el siglo XIX, las clientelas desalojadas por la alternancia política eran los "cesantes" ―esos para los que Errejón pedía "instituciones populares donde refugiarse cuando gobierne el adversario"―.

En cuanto a los fraudes electorales, eran posibles gracias a una combinación de tres factores: la baja participación, el bajo número de electores en una circunscripción y la existencia de un poder centralizado que controlaba la política local ―el Gobierno designaba a los gobernadores civiles y estos controlaban a los alcaldes, que presidían los ayuntamientos y las mesas electorales―. La democracia de masas ha resuelto muchos de esos problemas porque el sufragio universal y la autonomía municipal hacen que capturar el proceso sea mucho más arduo.

No solo importa quién compra votos, sino también quién los vende y por qué razones

Con todo, todavía es posible condicionar la elección en los pueblos, donde los gobiernos se resuelven por un puñado de votos. Y aunque ya no hay gobernadores civiles, las diputaciones provinciales, que acostumbran a ser núcleos de poder partidista muy arraigados, continúan jugando un papel destacado en los procesos locales: dada su capacidad de provisión en materia económica y de servicios, la diputación puede influir sobre las listas que se presentan en un municipio ―por ejemplo, diciéndole a un candidato que si compite bajo las siglas que presiden la diputación obtendrá mayores beneficios para su pueblo en caso de obtener la alcaldía―. En los últimos años se ha discutido el papel de las diputaciones desde el punto de vista de la eficiencia administrativa ―las famosas duplicidades―, pero está pendiente el debate que las examine como un reducto de clientelismo y corrupción.

La adulteración del proceso electoral ataca la línea de flotación de la democracia, y su forma más dañina es la compra de votos, porque el elemento crematístico mancilla especialmente el espíritu de la democracia: la profana. Tanto más en este mercado de precios elásticos que vamos conociendo, y que hace aumentar el valor del voto, como el de una carrera de Cabify, en situaciones de alta demanda. Con todo, cuesta justificar la gravedad de los hechos sobre el fondo de una campaña en la que las instituciones han servido a la más chabacana de todas las subastas.

En cualquier caso, haremos bien en escrutar las dos partes del contrato: no solo importa quién compra votos, sino también quién los vende y por qué razones. Parece que son los inmigrantes y los ciudadanos de renta baja los más dispuestos a traficar con su papeleta, porque creen que de ese pago obtienen un beneficio mayor que el que les procurará la victoria de cualquier programa político ―tan poco esperan de los partidos―. Esa es la definición exacta de perdedores del sistema, y alguna vez habrá que hablar de ellos.

Recuerdo que Ignacio Varela y yo comentábamos hace meses, hablando del año electoral que se avecinaba, que todavía no habíamos visto nada. Eran los días del recurso del PP al Tribunal Constitucional que paralizó los nombramientos del Gobierno: política de alto voltaje. Y, aun así, Ignacio y yo concluimos que la campaña habría de ponerse mucho más bronca. Todavía no habíamos visto nada, pero ya empezamos a ver cosas: compras de votos, una treintena de detenidos, un candidato socialista de los Latin Kings y el número dos del PSOE andaluz implicado en un caso de secuestro a una concejal de otro partido.

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