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Marta García Aller

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Malditos turistas

Qué lata visitar la Fontana di Trevi, tan atestada de turistas impacientes por hacerse un selfi con Bernini que hasta los Carabinieri han puesto un cordón de seguridad alrededor

Foto: Turistas, en la Fontana di Trevi de Roma. (EFE)
Turistas, en la Fontana di Trevi de Roma. (EFE)

Qué lata visitar la Fontana di Trevi, tan atestada de turistas impacientes por hacerse un selfi con Bernini que hasta los Carabinieri han puesto un cordón de seguridad para que nadie se acerque. Tampoco se puede ya disfrutar tranquilamente del Coliseo sin esquivar cientos, tal vez miles, de horteras haciéndose fotos con gladiadores que aguantan estoicos bajo su disfraz el sol sin tregua de agosto. El Ayuntamiento de Roma acaba además de prohibir sentarse en cualquiera de los míticos 135 escalones de Piazza di Spagna.

Llegan tantos turistas por minuto que, de pararse, interrumpirían el flujo constante y quién sabe si no causarían un tapón en Fiumicino. Ya está prohibido también comerse un helado en la escalinata a lo Audrey Hepburn porque las hordas lo ponían todo perdido. No se paren, no coman, no beban, solo circulen. Foto rapidito y al Panteón.

El Ayuntamiento de Roma ha prohibido comerse un helado o sentarse en las escaleras de la Plaza de España. No se paren, no coman y no beban

Ante semejante estampa, cómo no iba a entender a la señora que el otro día en Campo di Fiori, con gafas de sol, abanico y sombrero, se lamentaba por la masificación de visitantes que sufre Roma. Se tomaba un Aperol Spritz mientras ojeaba su 'Lonely Planet'. Malditos turistas. Por su culpa ya no se puede uno sentar al borde de la Fontana di Trevi a pedir un deseo tirando una moneda hacia atrás. Hay que hacerlo de lejos, de pie y con cuidado de que el de al lado no nos dé un codazo. Qué molesta resulta toda esa gente que no deja que nosotros, que sí sabríamos apreciarla, disfrutemos tranquilamente de la ciudad abierta. Los turistas, como los cuñados, siempre son los otros.

El turismo es un invento tan antiguo como el desprecio a los turistas. Cuando Thomas Cook montó el primer viaje organizado en 1841, a los ingleses que se embarcaban hacia aquellos primeros destinos les gustaba considerarse viajeros de verdad. Y ya entonces los intelectuales de la época los tachaban de vulgares turistas. Se lamentaba el escritor John Ruskin en 1849 de que el ferrocarril estuviera convirtiendo a los viajeros en “paquetes vivientes” que iban de un lado para otro demasiado rápido, sin disfrutar del viaje como antes. Un año antes, en un artículo titulado "Modern Turism", una revista escocesa criticaba que la máquina de vapor hubiera “plagado a nuestra generación con un azote cruel: han cubierto Europa de turistas”. Así que no vayamos a echarle toda la culpa a Ryanair.

placeholder La Fontana di Trevi, llena de turistas. (EFE)
La Fontana di Trevi, llena de turistas. (EFE)

Lo cuenta el sociólogo Marco D’Eramo en ‘Il selfie del mondo’, el libro que yo leía en esa misma terraza del Campo di Fiori para fingirme un poquito menos turista que los vecinos de mesa que consultaban sus mapas sin pudor. El desprecio al turista siempre ha tenido algo de clasismo. Los nobles, que inventaron esto de viajar por placer, fueron los primeros en despreciar por advenediza a la burguesía que empezaba a imitar en el siglo XIX su afán de conocer otros países; un desprecio que luego los burgueses trasladaron al proletariado en el siglo XX, cuando viajar se volvió masivo. Y en el XXI, más que masivo, se ha convertido en global.

El turismo a nivel mundial creció un 6% en 2018, hasta alcanzar los 1.400 millones de viajeros. En 1950 no llegaban a 10 millones en todo el mundo, según la OMT. Uno de cada siete humanos visita cada año otro país por turismo. Y los viajes nacionales multiplican por cuatro los internacionales. No paramos quietos. ¿Qué buscamos?

Uno de cada siete humanos visita cada año otro país por turismo. En 2018, la cifra creció un 6%, hasta los 1.400 millones de viajeros a nivel mundial

Descansar no parece que sea el motivo principal de visitar capitales europeas, porque aguantar dos horas de cola con 40 grados para entrar en San Pedro tiene poco de placentero. Tampoco es ya símbolo de estatus visitar la Torre Eiffel cuando lo ha hecho todo el mundo. En realidad, la mayor parte de los turistas no viaja para descubrir algo ignoto, sino para visitar hitos archiconocidos que cada sitio ha predeterminado que hay que ver.

Hace un par de semanas, el Louvre tuvo que cerrar sus puertas unas horas porque había demasiada gente esperando para ver 'La Gioconda'. El museo más visitado del mundo ha puesto en la sala donde está el cuadro de Leonardo unas cintas serpenteadas como las que organizan colas en Eurodisney para colocar en filas los miles de personas que diariamente esperan más de una hora para contemplar un segundo la Mona Lisa tras un cristal, al tiempo que ignoran el resto de cuadros de esa misma sala.

placeholder Turistas en el Louvre visitando 'La Gioconda'. (Reuters)
Turistas en el Louvre visitando 'La Gioconda'. (Reuters)

¿Seguiremos en el futuro visitando estas mismas obras de arte y monumentos tan masificados? ¿O recorrer una gymkhana de lugares prefijados en las ciudades más turísticas del mundo irá pasándose de moda por saturación? ¿Qué atractivo tiene ver 'La Gioconda' entre empujones? Al fin y al cabo, lo de marcar una ruta de atracciones teóricamente imprescindibles se inventó para aquellos pocos turistas del siglo XIX. A esos viajeros de la aristocracia inglesa, antes de partir a conocer la Italia ensalzada por Goethe y Mark Twain, se les recomendaba llevar siempre consigo un cuaderno para pintar los paisajes más llamativos de sus viajes. De ahí surge la palabra pintoresco. Literalmente, lo pintable. Ahora sería lo 'instagrameable'.

El informe ‘Destino 2030: preparación de las ciudades globales para el crecimiento del turismo’, asegura este año que, además de Roma, París y Venecia, al menos 20 ciudades más, como Barcelona, Praga y Ámsterdam, corren el riesgo de enfrentar una saturación turística. Tendrán que reinventarse como destino para poder absorber la demanda de un mundo que en las próximas décadas podría llegar a los 2.000 millones de turistas anuales.

En el siglo XXI volveremos a echar de menos la época en que se podía visitar Europa de verdad, sin empujones, y mitificaremos el turismo anterior como si alguna vez hubiese sido auténtico. Cuando Thomas Cook mandaba los primeros turistas a Capri hace ciento y pico años, está documentado que el turoperador ya había pagado previamente a algunos italianos para que se vistieran y actuaran del modo presuntamente típico que aquellos turistas esperaban de los pescadores locales. El objetivo de Cook era, según los historiadores, dar autenticidad a la experiencia que había vendido.

¿Qué atractivo tiene ver 'La Gioconda' entre empujones? ¿Seguiremos en el futuro visitando estas obras de arte y monumentos tan masificados?

Un siglo más tarde, la costa amalfitana está llena de gente que no ha leído a Goethe ni a Mark Twain en sus viajes por Italia, pero llega hasta Positano e Ischia siguiendo las recomendaciones de Tripadvisor, el equivalente actual. La aristocracia europea sigue yendo a Capri, faltaría más. Sin embargo, los ricos ahora recorren estas islas en su yate, mientras el común de los mortales llegamos en ferri o autobús.

Los destinos más populares tendrán que seguir desarrollando alternativas exclusivas ante la evidente masificación. Es posible visitar la Capilla Sixtina de forma exclusiva y sin colas, pagando el doble. En Barcelona, el turismo de lujo puede recorrer la ciudad en helicóptero y darse de paso una vuelta aérea por la Costa Brava hasta el Celler de Can Roca. Irán surgiendo nuevas maneras de reinventar lo que entendemos por auténtico. Y algunos monumentos que mitificamos en el siglo XX irán perdiendo su atractivo por saturación, pero inventaremos nuevos destinos pintorescos en los que desearíamos haber estado. Con todo, Roma sigue siendo una ciudad maravillosa en la que sentarse a tomar una birra. Todos somos, reconozcámoslo, malditos turistas.

Qué lata visitar la Fontana di Trevi, tan atestada de turistas impacientes por hacerse un selfi con Bernini que hasta los Carabinieri han puesto un cordón de seguridad para que nadie se acerque. Tampoco se puede ya disfrutar tranquilamente del Coliseo sin esquivar cientos, tal vez miles, de horteras haciéndose fotos con gladiadores que aguantan estoicos bajo su disfraz el sol sin tregua de agosto. El Ayuntamiento de Roma acaba además de prohibir sentarse en cualquiera de los míticos 135 escalones de Piazza di Spagna.

Museo del Louvre
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