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Corrupción, pintalabios y acné: los otros cabos sueltos de las mascarillas
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Marta García Aller

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Corrupción, pintalabios y acné: los otros cabos sueltos de las mascarillas

El final de las mascarillas, para estar a la altura del símbolo de los tiempos que representa, no podía estar exento de cierta confusión

Foto: Mujeres con mascarilla caminan por una calle de Madrid. (EFE/F. Alvarado)
Mujeres con mascarilla caminan por una calle de Madrid. (EFE/F. Alvarado)
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Solo quedan 48 horas para que las mascarillas dejen de ser obligatorias. Dos días más, dos años después. Qué largo se ha hecho este adiós, ya veremos cómo de definitivo, al icono perfecto de la vida en tiempos del covid-19. Las mascarillas representan a la perfección el inicio, el durante y el final de la pandemia. En aquel inicio que no queríamos creernos, la negación de las mascarillas es el mejor símbolo de la ceguera con que vivimos la llegada del coronavirus. Tardamos mucho en entender que nos iban a hacer falta, pero más aún tardamos luego en comprender hasta qué punto iba para largo. Lo de llevar la cara tapada no duraría, como creímos, solo un verano; y ahora las mascarillas vuelven a ser protagonistas de este final a tientas que tampoco nos atrevemos a asegurar que sea definitivo. Aún habrá que ponérselas en transporte público y hospitales, así que conviene llevar siempre una en el bolsillo, a modo de estampita, por si acaso.

Las mascarillas representan lo mejor y lo peor de lo vivido en la pandemia. Son el símbolo del miedo que hemos tenido a contagiarnos de un virus desconocido, de la preocupación por proteger al otro y del hartazgo que vino después, no como sustituto del miedo, sino más bien como acompañante. A la cuarta o quinta ola, entendimos que seguramente el coronavirus no desaparecería, pero que gracias a las vacunas al menos ha perdido su virulencia.

Las mascarillas son también una muestra de los efectos secundarios invisibles de la vida en pandemia que aún estamos empezando a calibrar y que no solo son sanitarios. Como cuando nos dimos cuenta de que en las guarderías los niños tardan más en aprender a hablar porque al llevar las maestras el rostro tapado no las ven vocalizar. O que ahora en los colegios muchos adolescentes, pese a que ya no sean obligatorias, se van a resistir a quitarse las mascarillas porque se sienten desnudos sin ellas. Empezaron a llevarlas hace tres cursos, cuando aún no tenían acné, y llevan toda la pubertad escondiendo tras ellas sus complejos como para que ahora el BOE les convenza.

Tampoco está claro qué va a pasar con el 'stock' de mascarillas personalizadas que han ido acumulando las empresas como 'merchandising'

Hay otros efectos secundarios más prosaicos. Los vendedores de pintalabios confían en que una vez que termine la obligación de cubrirse la boca remonten sus ventas y los ortodoncistas temen que el furor por arreglarse la dentadura sin que se note acabe con la buena racha que han tenido estos años los 'brackets'. Tampoco está claro qué va a pasar con el 'stock' de mascarillas personalizadas que han ido acumulando las empresas como 'merchandising'.

Las mascarillas han sido también protagonistas sobrevenidas de la gresca política. Antes, las discusiones en la cogobernanza eran sobre si quitarlas o ponerlas. Ahora son un indicador más, junto a la baja tasa de ingresos hospitalarios por covid, de que la pandemia parece controlada: el debate no es ya por las consecuencias sanitarias de su retirada, sino por los escándalos que están aflorando en los juzgados.

Foto: Mascarillas en un bar. (EFE/Ramón de la Rocha)

Qué mejor prueba de los contratos irregulares de adquisición de mascarillas que el descontrol que hubo en lo peor de la pandemia con las compras a dedo de material sanitario. El caso del Ayuntamiento de Madrid es el más mediático de entre los recientes, pero ni mucho menos aislado. Casi ni nos acordamos ya de que fueron las sospechas de las compras de mascarillas del hermano de la presidenta Ayuso las que desencadenaron la crisis del PP que acabó con Pablo Casado.

En estos dos últimos años, las mascarillas siempre han estado ahí. También en la reticencia del Gobierno de Sánchez a las bajadas de impuestos. No hace tanto que el Ejecutivo alegaba que no era posible bajarles el IVA con Bruselas como coartada, para luego rectificar y aceptar que sí que lo era. Tan familiares como se volvieron las mascarillas en la vida cotidiana se ha vuelto esa excusa que, a diferencia de estas, no parece que vaya a desaparecer.

Pocas situaciones han sido más absurdas que esta de tenerse que poner 20 segundos la mascarilla para entrar en un restaurante

Las mascarillas han sido también las exponentes más visibles del absurdo de algunas restricciones a las que nos hemos ido acostumbrando, igual que de lo esencial que han sido otras para protegernos. Sirven como muestra del ejemplar civismo ciudadano que lo acató sin rechistar en mayo de 2020 y también del sindiós legislativo, a menudo amparado en los comités fantasma de expertos como coartada.

Las mascarillas en España han seguido viéndose en interiores con normalidad en las últimas dos semanas, incluso después de que el propio Gobierno haya reconocido que ya no les ve utilidad y a falta del trámite que el martes firme su final en el Consejo de Ministros. El fin de las mascarillas es uno más de los cambios legislativos mal explicados, pero acatados, de tantas restricciones, unas más necesarias que otras, que con paciencia se han ido sobrellevando en pandemia. El respeto a las normas y sus rectificaciones, por contradictorias que hayan resultado a veces, ha sido una constante en el país que tuvo el confinamiento más estricto de Europa.

A partir del miércoles ya no hará falta que el vecino que entra en el portal sin mascarilla pida disculpas bajando la mirada para cruzar un pasillo que creía vacío, ni tendremos que poner cara de despiste al entrar en un bar con la cara descubierta esperando no encontrar ningún gesto de reproche entre los clientes que, una vez sentados, ya no la llevan puesta. Pocas situaciones pandémicas han sido más absurdas, y sorprendentemente más comunes, que esta de tenerse que poner 20 segundos la mascarilla para entrar en un restaurante, para quitársela nada más pillar asiento.

La mascarilla va a seguir siendo obligatoria en el transporte público, en hospitales y recomendada donde haya personas vulnerables

La mascarilla va a seguir siendo obligatoria en el transporte público, en hospitales y solo recomendada en entornos donde haya personas vulnerables. Las empresas podrán decidir si se la exigen o no a sus empleados. La retirada de las mascarillas es ya algo habitual en los países del entorno con altas tasas de vacunación, mientras las hospitalizaciones permanezcan controladas.

Sin embargo, quedan cosas por aclarar. Siendo España uno de los pocos países europeos donde los positivos por covid ya pueden hacer vida normal, sin guardar siquiera cuarentena, está pendiente que el Gobierno explique cómo de conveniente ve que una persona que atiende al público, ya sea un panadero, un empleado de banca o un cajero de supermercado, esté obligada a trabajar si tiene covid, pero no a llevar mascarilla para proteger a los clientes vulnerables. Al final, una cosa será lo que diga la norma y otra lo que se adopte con naturalidad en los usos y costumbres de esta etapa de transición. El final de las mascarillas, para estar a la altura del símbolo de los tiempos que representa, no podía estar exento de cierta confusión.

Solo quedan 48 horas para que las mascarillas dejen de ser obligatorias. Dos días más, dos años después. Qué largo se ha hecho este adiós, ya veremos cómo de definitivo, al icono perfecto de la vida en tiempos del covid-19. Las mascarillas representan a la perfección el inicio, el durante y el final de la pandemia. En aquel inicio que no queríamos creernos, la negación de las mascarillas es el mejor símbolo de la ceguera con que vivimos la llegada del coronavirus. Tardamos mucho en entender que nos iban a hacer falta, pero más aún tardamos luego en comprender hasta qué punto iba para largo. Lo de llevar la cara tapada no duraría, como creímos, solo un verano; y ahora las mascarillas vuelven a ser protagonistas de este final a tientas que tampoco nos atrevemos a asegurar que sea definitivo. Aún habrá que ponérselas en transporte público y hospitales, así que conviene llevar siempre una en el bolsillo, a modo de estampita, por si acaso.

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