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Segundo Párrafo
Por
La buena noticia de Juan Carlos I
Revela mucho de la situación del Rey emérito que estar callado sea lo mejor que su exmajestad pueda hacer a estas alturas por la Corona que tanto hizo
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Para ser un rey que comenzó su leyenda como impulsor la democracia en España salvándola de un golpe de Estado, con Juan Carlos I hemos ido bajando tanto el listón que, con no bajar la ventanilla del coche para soltarle una salida de tono a los periodistas, ya se lo agradecemos como servicio a la patria.
El año pasado, en su primera visita a Sanxenxo desde que se mudó a Abu Dabi, cuando una reportera le preguntó si pensaba dar alguna explicación por los últimos escándalos que lo alejaron de la Zarzuela, el emérito farfulló: "¿Explicaciones de qué?". No sonó muy institucional, claro. Es lo malo de prestarse a un canutazo sin más guion que las palmaditas de los viejos amigos.
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Esta vez, al menos de momento, Juan Carlos I no ha dicho nada. Y, visto lo visto, a eso ya lo llamamos discreción. Revela mucho de la situación del Rey emérito que estar callado sea lo mejor que su exmajestad pueda hacer a estas alturas por la Corona que tanto hizo.
Sin embargo, sus visitas esporádicas a España, aunque inicialmente han sido interpretadas como una amenaza para la Zarzuela, pueden acabar resultando paradójicamente positivas para el futuro de la institución.
Un monarca en el exilio es todavía un monarca. Y un monarca que es visto como un monarca es siempre una amenaza potencial para la legitimidad del otro que lo sucede. Las monarquías están pensadas para que el honor del trono se herede, no para que se comparta. De hecho, la historia está llena de reyes que consiguieron serlo cuando matar al padre no era una metáfora. Y, si a la paradoja biológica le sumamos, además, los escándalos fiscales del padre, la renuncia del hijo a una herencia dudosa y las sensaciones mutuas de agravios paternofiliales, la amenaza resulta mayor.
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De ahí que las visitas del rey Juan Carlos I a España, si se mantienen en el plano de eso que ahora llamamos discreción, puedan remar a favor de los intereses de Felipe VI y su esfuerzo por aumentar la transparencia y ejemplaridad de la monarquía. E, incluso, si volviera a haber algún otro episodio de incorrección o inconveniencia, el contraste podría servirle a la Zarzuela para marcar aún más distancias con el pasado.
Al fin y al cabo, un rey parece más rey cuando todavía conserva un palacio, aunque sea prestado, que cuando regresa a su país y desciende él solo las escalerillas de un jet privado sin ninguna autoridad para recibirle. Ni un puñado de súbditos suplicándole un selfi.
Esa soledad del emérito, tanto en su llegada al aeropuerto de Vigo como en los entrenamientos del Club Náutico de Sanxenxo, contrastan con el baño de masas de su hijo en actos como el de la Maestranza de Ronda, en el que tuvo hasta vuelta al ruedo entre vítores, al tiempo que el emérito llegaba solo a la casa del amigo que lo hospeda en Nanín. Y, por si no le sobrara valor simbólico a la simultaneidad de ambas escenas, también lo tuvo el discurso del rey de ahora. Mientras su padre aterrizaba, Felipe VI habló en Ronda de lealtad, renovación y modernidad. Algo dijo también de la importancia de la ética.
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Así que a lo mejor acaba siendo buena noticia para Felipe VI que su padre venga de vez en cuando para ejercer de jubilado a bordo del Bribón, sin más compañía que la de su bastón y un puñado de viejos amigos, ni más protagonismo que el de un saludo desde el velero.
Es verdad que, para ganarse la legitimidad del pueblo, las monarquías constitucionales necesitan ejemplaridad. Pero también un poco de épica. Y lo que va consiguiendo el emérito con sus viajes, cada vez menos díscolos, es que la reconstrucción de la institución por parte de Felipe VI tenga una épica cada vez más palpable. La de que poco a poco Juan Carlos I vaya pareciendo cada vez menos rey para pasar a ser el padre jubilado de Felipe VI.
Para ser un rey que comenzó su leyenda como impulsor la democracia en España salvándola de un golpe de Estado, con Juan Carlos I hemos ido bajando tanto el listón que, con no bajar la ventanilla del coche para soltarle una salida de tono a los periodistas, ya se lo agradecemos como servicio a la patria.