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El dictador, al desguace
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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El dictador, al desguace

Fue ponerse el camión en marcha y, como un resorte, el puñado de engominados alzó la mano para entonar un nocturno ‘Cara al Sol’. Cubierta con

Fue ponerse el camión en marcha y, como un resorte, el puñado de engominados alzó la mano para entonar un nocturno ‘Cara al Sol’. Cubierta con una lona blanca, como si se tratara de un gigantesco regalo envuelto en papel pinocho que el Gobierno hubiera previsto para Santiago Carrillo en su 90º cumpleaños, la escultura ecuestre de Franco inició su galopada hacia el depósito. Antes de que el dictador de hierro y su equino se perdieran de vista, a los chicos de la mano en alto les dio tiempo a acabar la estrofa que dice aquello de “que en España empieza a amanecer”. Gran mentira. Pasaban 41 minutos de las 2 de la madrugada y era noche cerrada en Madrid. Más nocturnidad no cabía.

De la dichosa estatua se sabía todo menos a quién pertenecía, o al menos eso era lo que se decía para mantener al jinete en su sitio. Ideada originalmente para ser instalada bajo el llamado Arco de la Victoria, una de las puertas de la ciudad erigida en su memoria, las crónicas de la época cuentan que el propio Franco descartó la ubicación primigenia asaltado por las dudas. ¿Cómo colocarse para la posteridad? ¿Entrando en Madrid o saliendo ella? That’s the question.

Apelar a la historia siempre fue el recurso fácil de los opositores a retirar los símbolos más hirientes de una etapa negra y ominosa. Resultaba curioso observar cómo quienes se llenaban la boca instando a no reabrir viejas heridas, ignoraban que las heridas de muchos otros seguían sin cerrarse del todo. A propósito de este tema, Felipe González, al que parecía divertirle manipular los juguetes del dictador y que disfrutó de lo lindo yéndose a pescar en el Azor ante el estupor de sus propios correligionarios, llegó a pronunciar una de las frases más estúpidas que se le recuerdan: “Yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo”. Espléndida reflexión de no haber sido porque miles de españoles murieron o sufrieron la persecución y la cárcel tratando de descabalgarle de la montura.

A estos ‘apasionados’ de la historia quizá les extrañaría encontrarse una estatua de Adolf Hitler vigilando marcialmente las puertas de Brandemburgo pero les parece muy normal que un caudillo despiadado siga presente en parques, academias militares y vías públicas para exclusiva satisfacción de sus nostálgicos y de las palomas. Desde luego, es propio de gente sensible horrorizarse ante la violencia de los cabezas rapadas en los campos de fútbol y mostrar absoluta indiferencia cuando esos mismos grupos protagonizan, junto a ancianos vestidos de azul por los que, afortunadamente, sí pasan los años, exaltaciones fascistas cada 20 de noviembre en el mausoleo de Franco. Al pie de aquella enorme cruz, clavada como una daga en la madrileña sierra de Guadarrama, sigue sin figurar ninguna mención a los presos republicanos que murieron durante su construcción.

Después de casi tres décadas de loas a una transición de indudables méritos pero también de evidentes desatinos, comienzan a saldarse las deudas con el pasado, algo que nunca fue prioritario para unos políticos procedentes en buen número de ese oscuro periodo. Se impuso el olvido forzado, pasar precipitadamente la página, no molestar a los que, por pertenecer al bando de los vencedores de la guerra civil, tuvieron cuarenta años para resarcirse holgadamente de daños y de perjuicios y para honrar a sus muertos. Mientras los nombres de los “caídos por Dios y por España” llenan las placas de todas las iglesias del país, a las familias de otros caídos por España se les ha negado la posibilidad de recuperar sus huesos de las cunetas donde perecieron asesinados. Con esa omertá hemos vivido hasta ahora.

Tachar de radical al Gobierno por dar cumplimiento a una iniciativa del Congreso apoyada por todos los grupos, salvo el PP, que se abstuvo, es una simpleza de los que no distinguen entre revancha y justicia. A falta de otros méritos, la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, -a quien se adjudica la propiedad de la escultura- nos ha dado un motivo para recordarla con gratitud.

Los españoles logramos alejar a Franco de nuestras vidas y hasta de las monedas, pero seguimos teniendo problemas para bajarle de los caballos. Su imagen ecuestre permanece intacta en Santander, en la Academia Militar de Zaragoza, en la de Infantería de Toledo o en el patio de la Capitanía General de Valencia. En otros tiempos, la de Madrid hubiera podido fundirse para forjar campanas, como se hacía con los cañones arrebatados a los enemigos en la batalla. Inevitablemente, tocarían a muerto.

Fue ponerse el camión en marcha y, como un resorte, el puñado de engominados alzó la mano para entonar un nocturno ‘Cara al Sol’. Cubierta con una lona blanca, como si se tratara de un gigantesco regalo envuelto en papel pinocho que el Gobierno hubiera previsto para Santiago Carrillo en su 90º cumpleaños, la escultura ecuestre de Franco inició su galopada hacia el depósito. Antes de que el dictador de hierro y su equino se perdieran de vista, a los chicos de la mano en alto les dio tiempo a acabar la estrofa que dice aquello de “que en España empieza a amanecer”. Gran mentira. Pasaban 41 minutos de las 2 de la madrugada y era noche cerrada en Madrid. Más nocturnidad no cabía.