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Maneras de morir
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Juan Carlos Escudier

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Maneras de morir

La agonía televisada de Juan Pablo II y la sublimación del sufrimiento como gran divisa de su Pontificado ha venido a coincidir en el tiempo con

La agonía televisada de Juan Pablo II y la sublimación del sufrimiento como gran divisa de su Pontificado ha venido a coincidir en el tiempo con el escándalo del Hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid) y las supuestas sedaciones excesivas o inadecuadas a enfermos terminales en su servicio de Urgencias. ¡Qué maneras tan distintas de morir! El Papa pudo elegir la suya, un publicitado martirio de quien se postraba ante la voluntad divina y lanzaba su última proclama contra la eutanasia; a los pacientes del Severo Ochoa nadie les tuvo en cuenta. Su derecho a morir dignamente y a hacerlo sin sufrimiento nada tiene que ver con el modo en que cayeron en un sueño del que jamás despertarían.

Conviene dejar claro que en el Severo Ochoa no se ha aplicado la eutanasia. El “buen morir”, en su sentido etimológico, implica necesariamente un acto de voluntad de la persona, de libertad para elegir el momento para finalizar su vida. Evitar el padecimiento es tarea de la medicina y la sedación es el instrumento para ayudar a los enfermos a alcanzar plácidamente la otra orilla de la Laguna Estigia pero sin meter prisa a Caronte, el barquero. Resulta obsceno que esa travesía tenga que hacerse en los boxes de las urgencias de los hospitales porque la Sanidad pública carezca de presupuesto para atender servicios decentes de cuidados paliativos en los centros sanitarios y en los propios domicilios. Anticipar el desenlace para ahorrar recursos al sistema es una inmoralidad y un delito.

Lo que se ha producido incluye todos los ingredientes de una negligencia continuada. Parece claro que ni el jefe del Servicio de Urgencias, Luis Montes, tiene vocación de ‘doctor Muerte’ ni los miembros de su equipo son ángeles exterminadores. Pero los hechos no sólo justifican su destitución sino la acción inmediata de la Justicia, que ya ha recibido la primera querella por un supuesto homicidio involuntario.

Si por algo es criticable el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Manuel Lamela, no es por haber apartado fulminantemente a Montes de sus funciones, sino por la deficiente gestión del caso, cuyo origen ha pretendido establecer en la recepción de un anónimo sobre las prácticas médicas realizadas en las Urgencias de Leganés. Lo más probable es que con el anónimo se haya tratado de soslayar que el Insalud tenía ya en 2002, cuando era gestionado por el PP, un conocimiento aproximado de lo que estaba sucediendo.

La evidencia llegó el 9 de junio de 2003. La Comisión de Mortalidad, integrada por trece facultativos del propio hospital, estudió 42 historias clínicas y detectó que, al menos, 30 pacientes habían sido sometidos a sedaciones no indicadas o excesivas, y que, en determinados casos, el cóctel de medicamentos administrados había acelerado su muerte. Luis Montes, que según el anónimo, “ha conseguido contratar a un grupo de médicos que se adhieren a sus procedimientos simplemente por mantener su contrato temporal”, se estaba saltando a la torera todos los protocolos establecidos para la atención a enfermos oncológicos, en coma profundo o, simplemente, con demencia senil. Eso es precisamente lo perseguible.

Lo que aparenta ser uno de los casos más graves de irregularidades en la prestación sanitaria se ha transformado en una campaña contra Lamela, al que se acusa de dañar la imagen del sistema público de salud, de desprestigiar a la corporativa clase médica y de crear alarma social. A esa campaña se ha sumado con entusiasmo e irresponsabilidad la izquierda política y sindical madrileña. Al margen de cualquier consideración ideológica, la actuación del consejero ha sido irreprochable.

Lo sucedido en el Severo Ochoa puede causar un daño irreparable a la justas demandas de quienes creen urgente una regulación legal de la eutanasia, similar a la que ya rige en países como Holanda y Bélgica. El debate, abierto en toda Europa, se ha limitado en España a comentarios de café sobre la película Mar adentro, sin duda para evitar abrir un nuevo frente de disputa con la Iglesia católica. En Francia, el pasado mes de diciembre, la Asamblea Nacional aprobó prácticamente por unanimidad una proposición de ley que permitirá dejar morir a los enfermos incurables o en fase terminal. Sus principios inspiradores deberían ser aquí tenidos en cuenta: respetar la voluntad del enfermo, evitar el empecinamiento en absurdos tratamientos y combatir el sufrimiento.

Los poderes públicos tienen la obligación de contribuir a extender el ‘testamento vital’, al que el filósofo Salvador Pániker definió como “un pronunciamiento escrito y anticipado sobre los tratamientos que se desean recibir o no, en el supuesto de padecer una enfermedad irreversible que lleve al enfermo a un estado que le impida expresarse por sí mismo”. El Papa ha podido elegir su propia muerte. ¿Acaso los demás no tenemos el mismo derecho?

La agonía televisada de Juan Pablo II y la sublimación del sufrimiento como gran divisa de su Pontificado ha venido a coincidir en el tiempo con el escándalo del Hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid) y las supuestas sedaciones excesivas o inadecuadas a enfermos terminales en su servicio de Urgencias. ¡Qué maneras tan distintas de morir! El Papa pudo elegir la suya, un publicitado martirio de quien se postraba ante la voluntad divina y lanzaba su última proclama contra la eutanasia; a los pacientes del Severo Ochoa nadie les tuvo en cuenta. Su derecho a morir dignamente y a hacerlo sin sufrimiento nada tiene que ver con el modo en que cayeron en un sueño del que jamás despertarían.