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Juan Carlos Escudier

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¡Qué se vayan todos!

La consigna nació en la Argentina de las caceroladas y de la impotencia. “¡Qué se vayan todos!” fue el grito que derribó a De la Rúa

La consigna nació en la Argentina de las caceroladas y de la impotencia. “¡Qué se vayan todos!” fue el grito que derribó a De la Rúa en diciembre de 2001, cuatro palabras que, desde entonces, están sirviendo de epitafio a unos sistemas políticos que han condenado a la pobreza, cuando no a la indigencia, a cerca de 250 millones de personas en Latinoamérica. La crisis de Bolivia es el último episodio de un lento naufragio: el del liberalismo rampante y su democrática fachada de cartón piedra.

Resulta evidente que algo está cambiando en esta región del mundo, que un mar de fondo está removiendo las entrañas de unos regímenes, en los que la miseria ha desbordado el vaso de la paciencia de la población. En el ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela, la derrota del PRI en México, la llegada al Gobierno de Lula en Brasil, los triunfos de Kirchner y Tabaré en Argentina y Uruguay y las convulsiones en Ecuador y Bolivia residen elementos comunes: el repudio de una clase política corrupta y la movilización contra el expolio al que las multinacionales han sometido a sus países.

Esto último es, en realidad, la gran preocupación de Estados Unidos y también de España, la otra gran potencia económica de la zona. Pasados los tiempos en los que era posible derrocar a un presidente como el guatemalteco Jacobo Arbenz por impulsar un reparto de tierras que lesionaba los intereses de la United Fruit, en los que se podía promover golpes de Estado como el que acabó con la vida de Salvador Allende en Chile, o en los que se podía entrenar, armar y financiar a los ex guardias nacionales de Somoza que integraban la contra nicaragüense, al amparo todo ello del supuesto combate contra el comunismo internacional, el proceso, pese a la CIA, se intuye imparable.

Las causas del acelerado empobrecimiento latinoamericano hay que buscarlas en los años 80, la denominada ‘década pérdida’, cuando tras el impago mexicano de su deuda externa, los organismos financieros internacionales impusieron al conjunto de países del área la liberalización económica como paso previo para acceder a los mercados de capitales. El recorte de impuestos, el desarme arancelario, el adelgazamiento hasta la anorexia de los Estados con privatizaciones a precios de saldo de los principales sectores productivos y servicios públicos condenaron a la miseria a la inmensa mayoría de la población en beneficio exclusivo de las grandes compañías transnacionales.

Todo era una gran farsa. Mientras los mercados latinoamericanos se abrían, EEUU y Europa protegieron sus sectores más sensibles, como la agricultura o la ganadería, con subvenciones directas o ayudas a la exportación, en una versión sui generis de la libre competencia. Entre 1950 y 1980, América Latina había crecido a ritmos del 2,7%; en la década de los 80, con la liberalización, su economía se contrajo el 0,9%; y a partir de 1990, la media de crecimiento no superó el 1%. Eso sí, la inflación dejó de galopar a lomos de cifras de dos dígitos.

La economía de Latinoamérica se ha basado desde entonces en la venta de materias primas y en la exportación de personas. De la terrible “marejada migratoria”, Augusto Zamora, profesor de Derecho Internacional de la Universidad Autónoma de Madrid, cita datos escalofriantes. Los 800.000 emigrantes ecuatorianos se quedan cortos ante el millón y medio de personas que han huido de El Salvador o el millón que lo ha hecho de Nicaragua. Al menos 18 millones de mexicanos han abandonado su país. La expulsión de argentinos por la crisis económica es el pan de cada día para los habitantes de Haití o Santo Domingo. Dos millones y medio de peruanos han buscado trabajo en otros lugares mientras colombianos y venezolanos buscan una vía de acceso directo a Estados Unidos. En resumen, “el mayor drama humano desde la independencia”.

En Bolivia, la miseria ha sido de nuevo el motor de la historia. Las movilizaciones indígenas, que forzaron primero la renuncia y la huida de Sánchez de Lozada, han provocado ahora la dimisión de Carlos Mesa y la designación como presidente de Eduardo Rodríguez, el jefe de la Corte Suprema, el único que en la ‘linea sucesoria’ podía convocar elecciones anticipadas. Esquilmada la plata y el estaño, los bloqueos de carreteras y las marchas sobre La Paz y Sucre han exigido la nacionalización de los hidrocarburos, para que no ocurra lo mismo con el gas y el petróleo.

Bolivia posee, según los cálculos de British Petroleum, la segundas reservas de gas más grandes de Sudamérica, tras Venezuela. ¿Es justo que el país apenas si disponga de redes domésticas de abastecimiento y que los campesinos sigan cocinando con excrementos de animales? ¿Es lógico que se exporte el metro cúbico de gas a un dólar y los bolivianos, que en un gran porcentaje viven con 80 centavos al día, paguen a las multinacionales que lo explotan seis veces más por el mismo producto?

Nada impide que las desigualdades y la división social precipiten a Bolivia a la guerra civil o provoquen su desmembramiento. La mayoría indígena, aymara y quechua, constituye el 60% de la población y pretende constituir su propia nación. Frente a ellos, se alza la rica Santa Cruz, que ocupa el 70% del territorio y en la que vive un tercio de la población, blanca y mestiza, fundamentalmente. Las 150 familias que controlan la tierra en Santa Cruz promueven un activo movimiento nacionalista –Nación Camba- y su visión del mundo indígena es cualquier cosa menos integradora: “son atrasados y miserables”, aseguran.

Hace años, Felipe Quispe un histórico dirigente indígena con más ascendiente sobre las masas que el propio Evo Morales, protagonizó una de las entrevistas periodísticas más cortas que se recuerdan. Una periodista, Amalia Pando, que había transitado desde el troskismo a posiciones más conservadoras, le preguntó por las razones que le movían a defender la lucha armada en un régimen democrático. Quispe respondió sin vacilar: “Para que mi hija no sea tu sirvienta”. A Latinoamérica le ha llegado la hora de la dignidad.

La consigna nació en la Argentina de las caceroladas y de la impotencia. “¡Qué se vayan todos!” fue el grito que derribó a De la Rúa en diciembre de 2001, cuatro palabras que, desde entonces, están sirviendo de epitafio a unos sistemas políticos que han condenado a la pobreza, cuando no a la indigencia, a cerca de 250 millones de personas en Latinoamérica. La crisis de Bolivia es el último episodio de un lento naufragio: el del liberalismo rampante y su democrática fachada de cartón piedra.