Es noticia
La foto maldita
  1. España
  2. Sin Enmienda
Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

Por

La foto maldita

A estas alturas, quienes habitamos esta parte del mundo conocida como Occidente deberíamos aceptar que tenemos un problema contra el que nadie nos ha preparado para

A estas alturas, quienes habitamos esta parte del mundo conocida como Occidente deberíamos aceptar que tenemos un problema contra el que nadie nos ha preparado para luchar. Hay quien asume que su país será periódicamente azotado por un huracán, removido por un terremoto o engullido por una ola. Los privilegiados habitantes de la prosperidad, a salvo de estas plagas bíblicas, tendremos que acostumbrarnos a sufrir los embates de un rencor salvaje, macerado en un cóctel de fanatismo, miseria e injusticia. Contra atentados como los de Londres, Madrid, Nueva York y Washington no hay guerra preventiva que nos proteja.

Tal vez nos consuele creer que el terrorismo islamista es producto de la enajenación de unos desalmados, y que es posible combatirlo eficazmente con misiles o con policías, con ejércitos o con servicios secretos. Pero el odio es incontrolable. Se inocula como un virus y se propaga a la velocidad de la luz. En una parte de la población del planeta anida una hostilidad manifiesta hacia quienes imaginan que representan la arrogancia, el mal y la perversión de sus valores. Su odio es un enemigo indestructible; no cabe su derrota, sino su curación.

Posiblemente, se confundan también quienes sostengan que todos los terrorismos son iguales y que, en consecuencia, tendrían que serles de aplicación idénticas recetas. A diferencia de lo que ha podido representar ETA en España o el IRA en Irlanda del Norte, la nueva violencia a la que nos enfrentamos no es un instrumento para conseguir un objetivo político o territorial. Es un fin en sí mismo. Sus metas no son de este mundo. Aspira a redimirnos de nuestra impiedad en un baño de sangre.

Pocos tendrán ya dudas de que la participación en la guerra de Irak ha determinado la localización de sus carnicerías. Todas las matanzas han cabido en una foto maldita, la de las Azores, aquella en la que Bush, Blair y Aznar –“sé muy bien lo que supone un ataque como éste”- decidieron aplastar abejas a cañonazos hasta alborotar a toda la colmena y dejarnos a merced de los aguijones. Sólo por terquedad es posible mantener que el mundo es hoy más seguro que antes de la ocupación.

Es esta obsesión por la seguridad la que está modificando los modos de vida y hasta los principios más elementales de las sociedades democráticas. El terrorismo nos cambia. Tras el 11-S, el sistema de libertades individuales que hacía admirable a los Estados Unidos se ha deformado hasta el punto de asumir que las sistemáticas violaciones de los derechos humanos cometidas en Guantánamo son un tributo a pagar para evitar nuevos atentados. Gran Bretaña se deslizó por una pendiente semejante, hasta que su Corte de Apelaciones dictaminó que mantener encarcelados sin cargos ni juicio a presuntos terroristas, como hizo el Gobierno de Blair con nueve extranjeros durante tres años, violaba normas judiciales básicas. El Estado de Derecho, aunque le pese a Felipe González, no se puede defender desde las cloacas, aunque éstas sean formalmente legales.

Lo cierto es que no quedan demasiadas alternativas. La teoría de golpear primero conduce a una siniestra espiral en la que lo complicado es determinar qué país de la lista del eje del mal toca invadir a continuación. Imponer por la fuerza la democracia al resto del mundo se antoja imposible, salvo que lo que se pretenda sea acelerar el choque de civilizaciones que todos dicen querer evitar. La guerra total que defienden algunos halcones del Pentágono es un engendro insostenible ante una opinión pública que pone los muertos.

La segunda opción es casi una utopía. Implica aceptar la diversidad, tender puentes, practicar el respeto mutuo e, incluso, como sostiene el propio Huntington, formular una moral común que supere los antagonismos. Toda una carrera de fondo plagada de obstáculos. ¿Amor contra el odio? Quimérico. En verdad, resulta difícil aceptar que principios pretendidamente generales como la Declaración de Derechos Humanos sean considerados una imposición del altivo Occidente. El tiempo de redefinir valores universales ya ha pasado.

El tercer camino es el más largo y costoso, pero también el más pragmático. Paz por dinero. Así de simple y de capitalista. Es más fácil que la religión sea el opio del pueblo con el estómago vacío. Por nuestra propia historia sabemos que el integrismo resiste mal la tentación del becerro de oro. Las bombas humanas suelen desactivarse a medida que se van alejando de la pobreza.

Un último apunte sobre los atentados del pasado jueves. Entre el 7-J de Londres y el 11-M de Madrid hay obvias similitudes y más de una diferencia. Nadie en el Reino Unido con dos de dedos de frente tratará de establecer vínculos entre Al Qaeda y el IRA o esbozará una teoría de la conspiración, según la cual la oposición pudo haber tenido conocimiento de lo que se preparaba pero habría callado para acabar con el Gobierno. En España no es descartable que alguna prensa pretendidamente seria publique fotos de Lavandera o de Suárez Trashorras, famosos confidentes policiales, haciendo turismo en Picadilly Circus. La trama, entonces, volverá a estar servida.

A estas alturas, quienes habitamos esta parte del mundo conocida como Occidente deberíamos aceptar que tenemos un problema contra el que nadie nos ha preparado para luchar. Hay quien asume que su país será periódicamente azotado por un huracán, removido por un terremoto o engullido por una ola. Los privilegiados habitantes de la prosperidad, a salvo de estas plagas bíblicas, tendremos que acostumbrarnos a sufrir los embates de un rencor salvaje, macerado en un cóctel de fanatismo, miseria e injusticia. Contra atentados como los de Londres, Madrid, Nueva York y Washington no hay guerra preventiva que nos proteja.