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Los supervivientes de los Juegos Olímpicos
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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Los supervivientes de los Juegos Olímpicos

En San Blas, la verdad sea dicha, nunca hemos sido demasiado olímpicos. Quizás el Trucha hubiera podido competir en algo porque corría como un demonio. Su

En San Blas, la verdad sea dicha, nunca hemos sido demasiado olímpicos. Quizás el Trucha hubiera podido competir en algo porque corría como un demonio. Su especialidad era salir zumbando después de dar tirones de competición a los bolsos de las señoras. Se pasó la vida escapando de sus padres, de sus víctimas, de los vigilantes de seguridad de El Corte Inglés y de la Policía. Presumía de escurridizo –de ahí el mote-, pero no pudo esquivar la cárcel ni darle esquinazo al sida. Como a otros muchos, la muerte se le clavó en las venas y acabó con su leyenda.

Hace 20 años el barrio al que los señores del COI no han querido otorgar los Juegos del 2012 no era un lugar excesivamente recomendable. Lo chavales nos criábamos en la calle y allí, según decían las madres, no se podía aprender nada bueno. La nuestra fue una generación casi perdida. A Benito se le fue la cabeza con el ácido, dejó de hablar y durante años se limitó a garabatear sus locuras en una pequeña pizarra; a otro Benito le dio por la paternidad y por comprobar lo difícil que es llegar a final de mes con una familia de cinco miembros y una nómina de limpiacristales; Pedro empezó de dependiente de una droguería y acabó en el servicio doméstico en Irlanda; Basilio fue el camello más longevo... Los que tuvimos más suerte nos hicimos camioneros, jardineros, peritos de Santa Lucía y hasta periodistas. Luego llegó Pedro Duque y puso el listón en la estratosfera. ¿Qué lugar de España puede presumir de astronauta?

Volvamos a la tierra. Los hijos de aquel barrio fuimos testigos durante demasiado tiempo de su degradación. Cerraron sus tres cines, su única discoteca y hasta el canódromo, lo más parecido a un estadio que teníamos, y donde aprendimos lo que eran las apuestas y cómo se podía perder dinero tan fácilmente como en las tragaperras. Un colegio público como el ‘25 años de paz’, todo un símbolo del régimen que había levantado San Blas y sus colonias de casas de 40 metros, empezó a caerse a trozos después de que se clausuraran sus aulas. El Ayuntamiento de Madrid, demasiado ocupado como para prestar atención a aquella zona de la ciudad, no vio motivos para abrir bibliotecas, centros culturales o guarderías. Eso sí, teníamos piscina y polideportivo: mens sana in corpore sano.

La droga no sólo consumió al Trucha sino a todo el barrio. Donde ahora se alzan modernos bloques de viviendas y un Carrefour con multicines, cervecerías y tiendas de moda con rebajas de hasta el 40% hubo en otro tiempo un conjunto de casas prefabricadas que fueron conocidas como Los Focos. Aquella parte de la avenida de Guadalajara se convirtió en uno de los mayores centros de venta de heroína de Madrid. Lo sabían los vecinos y las autoridades, pero entrar allí era, por lo visto, demasiado peligroso para nuestros aguerridos agentes del orden. Igual de peligroso que andar por las calles. Resultó más sencillo volver la cabeza, dejar que proliferaran los robos a punta de navaja para alimentar el trapicheo y pagar ocasionalmente el tributo de la muerte de alguno de los que se chutaban en el parque, al que se bautizó como El Paraíso, nombre muy apropiado para aquel cementerio.

Finalmente, lo que no se quiso hacer con policías se logró con ladrillos. La urbanización de la zona provocó la hégira de los señores de la droga. Había nacido Las Rosas y -milagros de la especulación- vivir allí se convirtió rápidamente en un lujo. En eso sí se aplicaron el cuento los políticos, especialmente Álvarez del Manzano, un hombre cuyas dos grandes ideas para San Blas fueron semánticas: cambiar de nombre a la avenida de Guadalajara, no fuera a ser que su mala prensa afectara a las ventas del hipermercado, y cambiar de nombre al propio barrio, para llamarlo Canillejas. Como prueba de su contribución al embellecimiento de la zona, el regidor dispuso una plaza con ninfas bailantes y otra moderna composición en acero inoxidable en el cruce con la carretera de Vicálvaro. No hacen falta más explicaciones, porque todo el mundo conoce el exquisito gusto escultórico del actual presidente del Ifema.

Precisamente, las imágenes de esta parte del distrito llenaron los reportajes de las distintas televisiones para mostrar la pretendida expectación por la designación como sede olímpica y la prodigiosa recuperación de esta zona deprimida. Hubiera bastado que los reporteros recorrieran 200 metros a lo largo de la calle Amposta para que emergiera una realidad bien distinta. Cada tarde, puñados de toxicómanos aguardan como zombis en las inmediaciones del metro de Simancas. Coches de lujo les transportan en varios viajes hasta La Rosilla –el nuevo súper de la droga- para que compren sus golosinas y regresen. Taxis de lujo para deshechos humanos. Claro que esas otras imágenes no interesaban a nadie, no fueran a espantar al espíritu olímpico.

Ahora que los Juegos se han ido a Londres, que los periodistas han desaparecido y que San Blas sigue siendo el mismo barrio de siempre, con sus casas de muñecas y las familias numerosas que las habitan, con su Peineta y su infrautilizado canesú de hormigón, con sus bares y sus iglesias, con su buena gente y con la mala –que también la hay-, es el mejor momento de preguntar a Gallardón qué proyectos nos tiene reservados. El barrio merecía un pebetero encendido en 2012 pero es capaz de sobrevivir sin récords mundiales y sin pasar por los aros. Lo que le mata es el olvido.

En San Blas, la verdad sea dicha, nunca hemos sido demasiado olímpicos. Quizás el Trucha hubiera podido competir en algo porque corría como un demonio. Su especialidad era salir zumbando después de dar tirones de competición a los bolsos de las señoras. Se pasó la vida escapando de sus padres, de sus víctimas, de los vigilantes de seguridad de El Corte Inglés y de la Policía. Presumía de escurridizo –de ahí el mote-, pero no pudo esquivar la cárcel ni darle esquinazo al sida. Como a otros muchos, la muerte se le clavó en las venas y acabó con su leyenda.