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Roma y la ruleta rusa
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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Roma y la ruleta rusa

En Roma no queda un solo romano. Será por las vacaciones de agosto o por las amenazas terroristas, el caso es que los habitantes de la

En Roma no queda un solo romano. Será por las vacaciones de agosto o por las amenazas terroristas, el caso es que los habitantes de la villa han hecho mutis por los foros, que aquí son varios. Si un terrorista de Al Qaeda salido de un desierto de Afganistán aterrizara hoy por estos lares pensaría que la inmensa mayoría de los moradores de la città no saben salir a la calle sin un plano, visten de manera estrafalaria –algunos con esa singular combinación de calcetines y sandalias-, hablan más idiomas que en la ONU, hacen colas ante cualquier piedra o -los únicos que parecen trabajar- se pasan la vida sirviendo fettuccini y pizzas.

Los romanos han bajado las persianas de sus casas y han huido de la marabunta de turistas que han tomado al asalto la Plaza de España y que rodean desde primeras horas de la mañana la Fontana de Trevi, como si quisieran impedir que algún desaprensivo haga caja con la chatarra acuñada que reposa en su fondo. Tal es la aglomeración humana ante el monumento que Fellini hubiera tenido que renunciar a que la exuberante Anita Ekberg y Marcello Mastroianni se remojaran junto a Neptuno. La dolce vita de hoy ya no es la misma.

Desde los atentados de Londres, la seguridad en la capital italiana ha aumentado discretamente. Algún perro de la Policía se deja ver en el aeropuerto de Fiumicino y los carabinieri registran con desgana algunos de los bolsos que entran en la Piazza Navona.. La vigilancia, a juego con la urbe, es anárquica. ¿Qué hacer cuando el 90% de los transeúntes lleva mochila?

Si realmente existe algún peligro, nadie parece presentirlo. Pocas cosas son capaces de modificar la mágica monotonía romana. Los esposos del sarcófago de Villa Giulia siguen sonriendo de esa forma etrusca, que viene a ser un sinónimo de eternidad; Plutón sigue hundiendo su mano en la carne de Proserpina para sujetarla, incapaz de evitar el rapto que Bernini cinceló para deleite de quienes pisan la Galería Borghese, el mismo sitio desde donde Dionisos sigue tentando a los apóstoles en esa Santa Cena de Bassano, tan distinta a la de Leonardo y al mismo tiempo tan sublime.

Uno de los pocos cambios apreciables se observa en el Vaticano, en el interior de la Basílica de San Pedro, justamente en el subsuelo, donde yace Pedro y algunos de sus sucesores al frente de la Iglesia. La sencilla tumba de Juan Pablo II se ha convertido en un lugar de peregrinación y exige la permanente presencia de unos bedeles pontificios para regular la circulación de fieles y curiosos, sobrecogidos por la postración de quienes, arrodillados, siguen llorando la muerte del anterior Pontífice. Los ventiladores no son capaces de obrar el milagro. Entre el furioso calor de agosto y el sofoco de las lágrimas, los rostros desencajados que emergen de las grutas anticipan una santidad ya proclamada.

El otro cambio pasa desapercibido en el Museo Nacional del Palacio Venecia. Se expone una retrospectiva de Fernando Botero, incluida su desgarradora serie sobre la cárcel de Abu Ghraib. Casi más que las vejaciones que expresan las orondas figuras del colombiano, impresionan las manos enfundadas en guantes verdes que se dejan ver en algunos cuadros: la asepsia de los torturadores. Aquí no hay policías ni posiblemente hagan falta, aunque varios anuncios a la entrada advierten de que el personal del museo está autorizado para registrar los bolsos.

Por lo demás, todo parece inalterable. Los pocos romanos que se intuyen camuflados entre los bárbaros que han invadido el Campo dei Fiori, reconocibles porque pasean a sus perros o porque exhiben bíceps en ajustadas camisetas de Armani o de Versace -¿seguirán abiertos los gimnasios en agosto?-, no muestran signos de preocupación, más allá de la lógica inquietud por una nueva victoria de Berlusconi en las próximas elecciones generales. El ambiente tampoco es propicio para la política. Los eslóganes de la Democracia Cristiana y los carteles del Partido Democrático de la Izquierda, ocupados por beatíficas imágenes de Prodi, salpican algunas paredes como anticipo de algo que será, pero que se antoja aún demasiado lejano. Del Olivo, quemado, se ha pasado a la Margarita. La botánica pone nombre a las coaliciones contra il Cavaliere.

Para añadir más cloroformo, el ministro del Interior Giuseppe Pisano hizo el lunes un balance de la seguridad en los últimos cuatro años. Según explicó, desde el 11-S han sido detenidos en Italia 203 presuntos terroristas. Noticias como ésa son las que proporcionan tranquilidad de espíritu; las otras, simplemente no existen. Bajo el sol del Lacio, sólo algunos españoles ha sido conscientes de la tragedia de los 17 militares muertos en Herat. La actualidad fluye por cauces distintos. Ni los accidentes aéreos en Grecia y Venezuela ni la histórica retirada de los colonos israelíes de Gaza importan demasiado a quienes se arrastran como zombis a las cuatro de la tarde a las catacumbas de San Calixto o buscan alivio momentáneo en la milenaria sombra del arco de Constantino. ¡Qué agotadora es la historia!

Pese a todo, los agoreros que vaticinan para Roma tragedias similares a las vividas en Nueva York, Madrid o Londres encontrarán siempre motivos para la zozobra. Uno de ellos tiene mucho que ver con los caóticos transportes públicos de la ciudad. El hormiguero de Termini, la estación central de trenes y la única conexión entre las dos únicas líneas de Metro en servicio –una proyectada línea C lleva años tropezando con restos arqueológicos- es incontrolable. El sarcasmo es que a los terroristas el atentado les saldría gratis. Son pocos quienes aquí pagan el billete.

En Roma no queda un solo romano. Será por las vacaciones de agosto o por las amenazas terroristas, el caso es que los habitantes de la villa han hecho mutis por los foros, que aquí son varios. Si un terrorista de Al Qaeda salido de un desierto de Afganistán aterrizara hoy por estos lares pensaría que la inmensa mayoría de los moradores de la città no saben salir a la calle sin un plano, visten de manera estrafalaria –algunos con esa singular combinación de calcetines y sandalias-, hablan más idiomas que en la ONU, hacen colas ante cualquier piedra o -los únicos que parecen trabajar- se pasan la vida sirviendo fettuccini y pizzas.