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Kate Moss y las apariencias
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Juan Carlos Escudier

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Kate Moss y las apariencias

A Chanel, Burberry, H&M o Dior les daba igual que Kate Moss batiera récords esnifando cocaína. Les bastaba con que esta rubia de aspecto frágil pusiera

A Chanel, Burberry, H&M o Dior les daba igual que Kate Moss batiera récords esnifando cocaína. Les bastaba con que esta rubia de aspecto frágil pusiera cara a sus perfumes y cuerpo a sus modelos, y que, además, fuera discreta. Las marcas que la han chapado en oro sabían que la chica de gruesos labios que anunciaba sus trapos y sus coloretes se bebía hasta el agua de los floreros siempre que tuviera alcohol, y que su pasión por la nieve no tenía nada que ver con los Alpes suizos. Pero ahora que un móvil de última generación la ha captado empolvándose la nariz a lo grande, han roto los contratos que les vinculaban con ella, temerosos de resultar contaminados y de que sus telas de diseño y sus suaves fragancias pudieran asociarse con una toxicómana. Adictos a la imagen, a la Moss no le han perdonado que no supiera guardar las apariencias.

Vivimos en el mundo de las apariencias. No importa lo que se es sino lo que se muestra, y en ese exhibicionismo de lo que no es, de lo que se finge, residen la mayoría de nuestros juicios sobre las personas y sus acciones, servidos en bandeja de plata por unos medios de comunicación que han asumido encantados el papel de intérpretes supremos del entorno. La mujer rebelde y caprichosa de ayer es hoy una vulgar yonqui. Exponente de ese mundo de percepciones, a la política -y a los políticos- le dejó hace tiempo de interesar la realidad, ese molesto espejo que devuelve deformadas las imágenes y las apariencias.

Nadie se salva de pasar por este Callejón del Gato. Zapatero trata de presentarse como el paladín de los desheredados del planeta, como el quijote de la lucha contra la pobreza, como el impulsor de la Alianza de Civilizaciones, pero en las verjas de seis metros que levanta en las fronteras con Marruecos han empezado ya a morir los hambrientos a los que se pretende auxiliar y a los que se impide a palos escapar de la miseria. ¿Tan insoportable para nuestra industria turística es aumentar en dos dólares el precio de los billetes de avión y dedicar estos recursos a la ayuda internacional? ¿Se despoblaría Benidorm de británicos sedientos si redujeran en una caña su espartana dieta de cerveza y espirituosos?

No es la razón sino la realidad la que genera monstruos. Pocos pueden creer a estas alturas que la oposición del PP a la ley que regula la unión civil de personas del mismo sexo fuera simplemente semántica, que su amor por la precisión lingüística y su defensa del matrimonio como el vínculo que ha unido históricamente a hombres y mujeres constituyeran el único motor de su oposición a una reforma vanguardista que ha equiparado en derechos a una parte de la población española. El empecinamiento de Rajoy al anunciar el recurso al Tribunal Constitucional “me cueste lo que me cueste” es ya incapaz de ocultar el poso de homofobia sobre el que chapotea el sector dirigente del partido, por mucho que se apele a otra apariencia: la de colocar la ley por encima del oportunismo político. La nueva imagen de centro se ha difuminado en los contornos del Concilio de Trento.

En este juego de apariencias y realidades, el debate territorial y las discusiones sobre los Estatutos de Autonomía, especialmente el de Cataluña, son especialmente paradigmáticas. Los protagonistas de este vodevil han alcanzado gran maestría en el arte de la impostura. Al PSC le encantaría que Cataluña fuera una nación; a ERC, que fuera un Estado; y a CiU le gustaría sobre todas las cosas que, bien como nación o como Estado, fueran ellos los que gobernaran. Sobre esos deseos, la imagen colectiva es de una gran preocupación por un asunto que puede privar a Maragall de su poltrona y a Zapatero de sus aliados republicanos, pero que a los ciudadanos les deja fríos. A la inmensa mayoría de los catalanes la reforma estatutaria les parece prescindible. Esa es la cruda verdad.

No hay político que no represente su papel para el gran público. Bush, por ejemplo, no sería nada sin sus asesores de imagen, aunque eso tampoco le dé plenas garantías. Lo contaba esta semana The New York Times, a propósito del descrédito en que ha caído el presidente entre la comunidad negra tras el paso del Katrina. En su primer viaje a la zona devastada, Bush se limitó a aparecer junto a los gobernadores de Misisipi y Alabama, dos blancos republicanos, para felicitarles por su buen trabajo. Uno de sus partidarios entre los líderes negros le llamó horrorizado para urgirle a que en el siguiente viaje se dejase ver con algunos negros “que tengan aspecto de predicadores”. El consejo no cayó en saco roto.

Lo que se espera ahora de este hombre sin complejos es que su reacción ante el paso del Rita por Texas, su estado natal, sea la de un gobernante y no la de un turista. Eso posiblemente sea suficiente para lavar en parte la imagen de quien, con su desprecio por el control de las emisiones de gases de efecto invernadero y su pedorreta al protocolo de Kioto, más está contribuyendo al cambio climático y a la propia formación de estos catastróficos huracanes. De esa realidad, bien lo sabe, nunca tendrá que responder.

En la capacidad para guardar las apariencias se esconde el éxito político y social. La bella Kate lo ha comprendido tarde, pero trata de ponerle remedio. Ha pedido perdón por sus errores. Si no ha llorado es para que no se le corriera la máscara de pestañas. Rimmel en eso es inflexible.

A Chanel, Burberry, H&M o Dior les daba igual que Kate Moss batiera récords esnifando cocaína. Les bastaba con que esta rubia de aspecto frágil pusiera cara a sus perfumes y cuerpo a sus modelos, y que, además, fuera discreta. Las marcas que la han chapado en oro sabían que la chica de gruesos labios que anunciaba sus trapos y sus coloretes se bebía hasta el agua de los floreros siempre que tuviera alcohol, y que su pasión por la nieve no tenía nada que ver con los Alpes suizos. Pero ahora que un móvil de última generación la ha captado empolvándose la nariz a lo grande, han roto los contratos que les vinculaban con ella, temerosos de resultar contaminados y de que sus telas de diseño y sus suaves fragancias pudieran asociarse con una toxicómana. Adictos a la imagen, a la Moss no le han perdonado que no supiera guardar las apariencias.