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Réquiem por una generación de ignorantes
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Juan Carlos Escudier

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Réquiem por una generación de ignorantes

Lo peor de nuestros políticos, con diferencia, es su incapacidad para distinguir lo fundamental de lo accesorio. Se puede estar a favor de hacer un trasvase

Lo peor de nuestros políticos, con diferencia, es su incapacidad para distinguir lo fundamental de lo accesorio. Se puede estar a favor de hacer un trasvase para llevar agua a Levante o se puede optar por desalar el Mediterráneo; es posible discrepar sobre la conveniencia o no de vender barcos a Venezuela; es razonable que haya puntos de vista distintos sobre la OPA de Gas Natural sobre Endesa; y hasta resulta legítimo mantener una fidelidad canina hacia Estados Unidos o todo lo contrario. Pero lo que es verdaderamente inadmisible es que los dos grandes partidos sean incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué educación dar a las futuras generaciones de españoles. El disparate es de tal calibre que una legislación que debería haber servido para 50 años, con independencia del signo político del inquilino de la Moncloa, va a ser modificada por sexta vez en lo que llevamos de democracia. Así nos luce el pelo.

Con todo, el debate que debería acompañar a una ley de tanta trascendencia como ésta se ha reducido a discusiones peregrinas sobre otra cuestión irrelevante, como es la enseñanza de la religión. Lo que los ciudadanos tendrían que saber es que la “generación más formada de la historia”, como nuestros prohombres definen a nuestros hijos sin demasiado convencimiento, constituye, en realidad, una masa informe de ignorantes y aldeanos. Escandalizados ante ese 30% de fracaso escolar que revelan las encuestas, hemos sido incapaces de observar la verdadera tragedia: la mitad de los niños que terminan la primaria, con 10 años, no saben en qué continente ubicar Italia, y eso si son capaces de saber qué demonios es un continente.

A esa calamidad es a lo que tendría que dar respuesta la nueva ley y la verdad es que no lo hace. Es una mala ley, pero no por ninguno de los motivos que esgrimieron los que se manifestaron el pasado día 19, sino porque no garantiza que quienes se formen en el nuevo plan educativo vayan a ser menos ignorantes y menos provincianos. ¿Qué ayuda representa para los alumnos permitirles pasar de curso con tres suspensos? ¿Acaso es más progresista esto que poner el límite en dos? Instruir a un niño se asemeja mucho a la construcción de una casa. Sin pilares firmes, el edificio entero no resistirá. ¿Es lógico que un niño de ocho años progrese de curso sin dominar asignaturas básicas como la lengua o las matemáticas? ¿Qué otros conocimientos puede añadir quien es incapaz de leer, escribir o sumar con la necesaria destreza?

Quizás suene a Enciclopedia Álvarez o a simple antigualla educativa, pero uno sigue creyendo fundamental que los niños hagan mapas mudos y que memoricen -¡oh, sí, horror, de memoria!- los ríos, las cordilleras y las capitales. Para eso es preciso un acuerdo básico sobre los contenidos. ¿No es un despropósito que un niño de la Comunidad de Madrid sepa situar en un mapa dónde están ríos tan importantes para la historia de la humanidad como el Lozoya o el Guadalix, e ignore por completo qué riberas bañan el Ebro, el Tajo, el Duero o el Guadalquivir, por no hablar del Nilo o del Amazonas? ¿Quién es el cerebro que ha incluido en los textos de 5º de primaria epígrafes como el siguiente: “La prehistoria en la Comunidad de Madrid”? ¿Sabrían los homínidos de Atapuerca que aquello era Burgos?

Instalado en el desvarío, el nuevo proyecto de ley propone que haya como máximo un 65% de enseñanzas comunes –un 55% en las comunidades bilingües-, lo cual es una garantía para que los niños gallegos sepan mucho de Rosalía de Castro, pero no hayan oído hablar de Mercé Rodoreda; o que los mallorquines sepan todo de Ramon Llull, pero nada de Lorca. No hay mejor manera de fomentar el desconocimiento mutuo entre comunidades. Ni la historia ni la cultura de los distintos pueblos de España justifican que no sea común prácticamente el 100% de los contenidos, dejando margen para que las lenguas particulares ocupen su lugar en la enseñanza o, en algunos casos, lo tenga el castellano, que no se emplea ya como instrumento docente en comunidades autónomas como Cataluña.

Escolarizada prácticamente toda la población en este que siempre fue un país de analfabetos, sería un buen momento para plantearse recuperar algunos hábitos educativos que quedaron arrumbados por antiguos, sin que nadie se detuviera a pensar si eran o no eficaces. Podemos, por ejemplo, confiar en que nuestros hijos lean una página entera sin dibujos, de forma que, a partir de cierta edad, los libros de texto dejen de ser tebeos. Podemos también conferir mayor autoridad a los profesores, con la certeza de que eso no fomentará el autoritarismo sino el respeto. Podríamos, de una vez por todas, trasladar la enseñanza de las lenguas extranjeras a la edad en que el cerebro conserva sus capacidades específicas para ese aprendizaje, es decir, antes de los 12 años.

La educación es transmisión de conocimientos y también formación en valores. Los padres que han bramado en defensa del derecho a elegir libremente el centro en el que quieren que estudien sus hijos olvidan algo fundamental: los titulares del derecho a la educación no son ellos, sino sus hijos, y el Estado ejerce como garante de ese derecho mediante una red de centros públicos, una serie de conciertos con centros privados y una labor de inspección que asegura que ningún progenitor extravagante o enajenado prive a sus hijos de ser escolarizado. Los protagonistas de la educación no son los padres ni las familias sino los niños, y es con ellos con los que el Estado contrae el compromiso de ofrecer un servicio público de calidad.

Es lógico que quienes cuestionan ese papel del Estado y pretenden reducirlo al de una caja registradora que paga el servicio, se sientan molestos porque la Administración trate de establecer para los centros concertados un cupo de admisión de alumnos, es decir, de inmigrantes, a quienes los centros privados pagados con dinero público tratan como apestados. Hablando de educación, no estaría de más que estos defensores de la pureza de sangre en la aulas aprendieran a inculcar a sus hijos y a ellos mismo valores como la integración, la convivencia y la igualdad.

Tan razonable como que los padres católicos –y los de otras confesiones- decidan que sus hijos asistan a clases de Religión y que, incluso, sean evaluados en su fe, es que el Estado trate de extender los valores de la democracia, la justicia, la libertad, la tolerancia y el diálogo como método de resolución de conflictos. En esto consiste la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía que se propone y que algunos interpretan ya como la resurrección de otra tristemente célebre en la dictadura: Formación del Espíritu Nacional. En resumen: recitar el Padrenuestro o saber cuáles son los pecados capitales es muy beneficioso para la juventud; aprender a repudiar desde niño la violencia contra las mujeres es sectario.

En este punto nos encontramos. Si el sentido común no lo remedia, tendremos pronto una ley de Educación que el PP cambiará en cuanto vuelva a alcanzar el Gobierno. Zapatero y Rajoy están obligados a ponerse de acuerdo en algo realmente importante. La derecha no tiene más razón por haber llenado las calles de manifestantes. ¿Creen de verdad los detractores de la LOE que la izquierda no sería capaz de movilizar a un número similar de personas en defensa de una educación pública de calidad y laica? Lo lamentable es que nuestros estadistas de medio pelo volverán a poner el interés de sus partidos por delante del interés del país. ¡Vaya tropa!, que diría Romanones, y que, por cierto, fue ministro de Educación.

Lo peor de nuestros políticos, con diferencia, es su incapacidad para distinguir lo fundamental de lo accesorio. Se puede estar a favor de hacer un trasvase para llevar agua a Levante o se puede optar por desalar el Mediterráneo; es posible discrepar sobre la conveniencia o no de vender barcos a Venezuela; es razonable que haya puntos de vista distintos sobre la OPA de Gas Natural sobre Endesa; y hasta resulta legítimo mantener una fidelidad canina hacia Estados Unidos o todo lo contrario. Pero lo que es verdaderamente inadmisible es que los dos grandes partidos sean incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué educación dar a las futuras generaciones de españoles. El disparate es de tal calibre que una legislación que debería haber servido para 50 años, con independencia del signo político del inquilino de la Moncloa, va a ser modificada por sexta vez en lo que llevamos de democracia. Así nos luce el pelo.