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La bilis de Aznar
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Juan Carlos Escudier

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La bilis de Aznar

La vigésimo novena víctima de los GAL, o sea, Pedro J. Ramírez, ha presentado en Madrid la reedición de dos de sus libros con la inestimable

La vigésimo novena víctima de los GAL, o sea, Pedro J. Ramírez, ha presentado en Madrid la reedición de dos de sus libros con la inestimable ayuda de cámara del ex presidente del Gobierno José María Aznar, dos “amigos a su manera”, en afortunada expresión del estadista de Georgetown. Ramírez aprovechó la reposición de obras tan aclamadas por la crítica y el público para anunciar que no volverá a escribir hasta que no sepa qué pasó el 11-M, un mensaje críptico con el que bien pudo querer decir que empezó el manuscrito el 12-M o que ha decidido colgar la pluma. Los analistas siguen sin ponerse de acuerdo sobre el sentido último de la amenaza.

El acto reunía a lo más granado de los defensores de la unidad de España, esto es al propio Ramírez, a Federico Jiménez Losantos -apóstoles ambos además de la libertad de expresión- y a todo el PP, que actúa como una sincronizada clac al servicio de Aznar y del reimpreso. Se respiraba fraternidad y camaradería. Del espíritu de equipo que inundó el Palacio de Congresos daba fe la insistencia de algunos asistentes en que fueran Acebes, Zaplana o el propio Losantos quienes les dedicaran los libros de Ramírez. Bella estampa de unidad. Cualquiera de ellos podía haber sido el autor. Tres personas, un solo Dios verdadero. Aznar, su profeta.

Lo más impresionante de Aznar no es que el acelerado encanecimiento de su bigote le haya conferido con el tiempo un aire a Nostradamus en permanente vaticinio del fin del mundo. Estremece más comprobar que lo de este hombre no es una pose o un fingimiento, sino el terrible padecimiento de un moderno Prometeo, que conserva el hígado pero que reparte generosamente su bilis. Más adusto que nunca, lleva el luto por fuera. Y exuda fobias y tristeza.

El presidente más grande que hayan conocido los siglos siempre fue un tipo raro. Se disfrazó de señor mediocre que contaba unos chistes verdes horrorosos y resultó que escondía bajo el loden una mutación entre Churchill y el Cid Campeador. Ahora va de oráculo –“veo, como en los últimos tiempos del anterior Gobierno socialista, una crisis nacional creada por el Ejecutivo”-, de paladín de la libertad de opinión –“durante el tiempo que el PP gobernó, la libertad para discrepar con el Gobierno se extendió de un lado a otro del panorama mediático”-, de caballero español –“yo no quise perseguir al Gobierno que me precedió”-, y de mente preclara –“vivimos tiempos difíciles para España, tiempos que necesitan de determinación y coraje”-. De momento estamos a salvo porque el ángel del apocalipsis nos quiere, pero no hay que cabrearle mucho.

Aznar tan solo sería uno más de los ex palizas y sabelotodo en que se convierten los desahuciados de la Moncloa de no ser porque su partido piensa todavía que es el único capaz de devolverles a un pasado glorioso de pies sobre la mesa en un G-8, déficit cero y mano dura para Ibarretxe hasta que silbe el himno nacional. Rajoy lo sabe y le sigue a todas partes. ¿Se imaginan los comentarios si Zapatero hubiera acudido a todas las intervenciones públicas, presentaciones de libros, primeras piedras y estrenos de pijama de Felipe González? La agenda del gallego, en cambio, lo decía claro: Miércoles, 14. Palacio de Congresos. Aznar anuncia por enésima vez el fin del mundo con Ramírez de telonero. No excusar asistencia.

De hecho, la recuperación del PP en las encuestas se ha debido a la persistencia en los mensajes que Aznar ha irradiado, aunque en algunos momentos se extendieran las dudas sobre si esta estrategia catastrofista resultaba conveniente. Después de apoyar con tanto denuedo a la Conferencia Episcopal era normal que a los populares se les apareciese la Virgen en forma de Estatuto de Cataluña, y con ese milagro andan todavía. La magia de los sondeos ha reafirmado a Acebes, ha sostenido a Zaplana y ha hecho olvidar aquella Convención anunciada para principios del próximo año en la que el partido debía girar al centro para tratar de ganar las elecciones.

Se llega así a la cruel paradoja de que el PP confía su suerte a los criterios del hombre que con su autoritarismo ramplón y sus obsesiones enfermizas más contribuyó a la victoria de los socialistas el 14 de marzo de 2004. Nada complacería más a este pretendido forjador de la unidad de la patria que completar la tarea que dejó inacabada, pero se halla atrapado en su propio laberinto. Si su extremismo triunfa será Rajoy el que se corone de laureles; si fracasa, le tocará esperar.

A Aznar se le ha subido a la cabeza eso de impartir clases en la universidad y no para de dar lecciones. Es bastante cargante. Nadie, salvo él, tiene una idea de España; sólo su Gobierno supo negociar en Europa; él es el único que ha demostrado cómo hacer frente al terrorismo; y con él España dejó de ser un país amigo de dictadores. Por supuesto, sólo él o quien su dedo diga –que para eso es omnisciente- puede salvar a la patria del abismo en el que se halla. Estamos ante un ser superior, al que no atribula ni su propia desfachatez.

Sea como fuere, ver de nuevo juntos a Aznar y Ramírez enternece. “Se equivoca quien piense que siempre hemos formado una especie de pareja con personalidad desdoblada”, dijo sobre el matrimonio que tanta felicidad y dinero –a cada uno lo suyo- les ha dado en la última década. “¡Oh amor poderoso¡ Que a veces hace de una bestia un hombre, y otras, de un hombre una bestia!” ¿Se equivocaba Shakespeare?

La vigésimo novena víctima de los GAL, o sea, Pedro J. Ramírez, ha presentado en Madrid la reedición de dos de sus libros con la inestimable ayuda de cámara del ex presidente del Gobierno José María Aznar, dos “amigos a su manera”, en afortunada expresión del estadista de Georgetown. Ramírez aprovechó la reposición de obras tan aclamadas por la crítica y el público para anunciar que no volverá a escribir hasta que no sepa qué pasó el 11-M, un mensaje críptico con el que bien pudo querer decir que empezó el manuscrito el 12-M o que ha decidido colgar la pluma. Los analistas siguen sin ponerse de acuerdo sobre el sentido último de la amenaza.