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Un thriller sobre el Estatut con un final inesperado
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Juan Carlos Escudier

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Un thriller sobre el Estatut con un final inesperado

Zapatero parecía bobo, pero ha escrito un final tan sorprendente al thriller del Estatuto que va a terminar siendo Maquiavelo. Nunca hay que menospreciar a los

Zapatero parecía bobo, pero ha escrito un final tan sorprendente al thriller del Estatuto que va a terminar siendo Maquiavelo. Nunca hay que menospreciar a los guionistas. A Rajoy, que esperaba ver en la última escena a Carod-Rovira hundiendo su daga en un ejemplar facsímil de la Constitución y a Zapatero repartiendo trozos de la bandera de España como quien corta las corbatas en las bodas, se le han caído al suelo todas las palomitas. En un giro inesperado de la trama, el galán de la Moncloa ha roto con el separatista del bigote, le ha declarado su amor a CiU y, de paso, se ha quitado de en medio a Maragall, que es como esos familiares pesados que uno no sabe como echar de casa al acabar el postre. La unidad de España, según parece, está ahora a salvo aunque nos vaya a salir por un pico. Auténtica pasión de gavilanes.

Con los títulos de crédito ha empezado el drama de un PP que no esperaba un final semejante. La película le ha costado una crisis de envergadura, de la que pretende salir preguntando si nos parece bien que España siga siendo una única nación. A la fiebre del referéndum se ha unido hasta Tejero, que ahora ya no pide a los diputados que se sienten –coño- sino a los descontentos que se levanten para que España no se vaya a tomar vientos. La recogida de firmas promete ser apasionante.

Lo único bueno que tienen las crisis en el PP es que duran dos telediarios. El epicentro del terremoto ha sido Josep Piqué, un hombre de méritos indiscutibles. A diferencia de algunos políticos que actuaban como sus empleados, Piqué fue el único asalariado de Javier de la Rosa que triunfó en política. La verdad es que el dirigente catalán se atreve con todo. Cuando era ministro, trató de explicar que era legítimo alquilarse a sí mismo su casa para pagar menos a Hacienda y al partido le pareció bien; ahora ha tratado de justificar algunos de los puntos del nuevo Estatuto pactado con CiU, pero eso ya ha sido demasiado para los espíritus puros de la calle Génova.

Reducida la definición de Cataluña como nación a la expresión de un sentimiento recogido por el Parlamento, lo que venía a decir Piqué era que lo acordado no difería en exceso de sus propias propuestas sobre financiación y que además se había aceptado literalmente su idea de crear un consorcio para la Agencia Tributaria. En consecuencia, que nada impedía al PP unirse a la fiesta. Su inteligencia no le ha permitido ver que el suyo es un puesto amortizado porque su partido cree más rentable jugar a españolista en Andújar que a catalanista en Vilanova i la Geltrú. Su último favor al PP ha sido demorar su dimisión unas semanas, quizás unos meses, mientras el inefable Vidal-Quadras, su bestia negra, aún se sigue tronchando de risa.

La estrategia tremendista que el PP esta siguiendo en el trámite del Estatuto puede volverse contra Rajoy y dar a Zapatero un impulso insospechado. Las improvisaciones han sido constantes. Se anunció primero una iniciativa legislativa popular de recogida de firmas para convocar un referéndum en toda España. Como la propuesta es legalmente irrealizable, se modificó al día siguiente por una recogida de firmas de apoyo a una proposición parlamentaria del propio PP con la que se instaría a la consulta.

Para avivar las llamas de un fuego que se extingue se echó mano de Francisco José Hernando, el presidente del Poder Judicial que igual se apunta a clases de sevillanas que aprende catalán, para que el Consejo hiciera uno de sus famosos informes que nadie ha pedido pero que coinciden exactamente con lo que el PP defiende. El ridículo ha sido esta vez espantoso porque lo que se ha examinado no es el texto acordado entre el Gobierno y CiU sino el proyecto que salió del Parlamento de Cataluña.

El último clavo ardiendo al que agarrarse ha sido el exhaustivo dictamen del Consejo de Estado en el que aconseja al Gobierno modificar la Constitución para establecer el techo definitivo de las competencias autonómicas. El PP no ha tardado en pedir que se paralice el Estatuto, al tiempo que se ha deshecho en elogios hacia el organismo. Todo hubiera sido muy creíble si hace un año, cuando el Gobierno pidió opinión al Consejo, Rajoy no hubiera hecho mofa de éste y de su presidente, Francisco Rubio Llorente, al que acusó de parcialidad. El líder del PP llegó a exigir a Zapatero que retirara la consulta. Cosas veredes.

Dicho todo esto, sería bueno que los españoles conociéramos las cifras del acuerdo entre el Gobierno y CiU. El ejercicio es bastante simple. Consiste en explicar cuánto ha recibido Cataluña en 2005 con el actual sistema de financiación y cuánto hubiera recibido con el nuevo modelo. Según los primeros cálculos, Cataluña se embolsaría 1.800 millones de euros más al año, sin contar el compromiso de inversiones en infraestructuras de hasta 3.000 millones de euros en los próximos siete años. El meollo de la cuestión está en saber de dónde van a salir no sólo estos fondos sino los que harán falta para compensar a otras comunidades que puedan sentirse damnificadas.

Con todo, habrá quien considere que el dinero estaría bien gastado si, como dice Zapatero, el Estatuto resolviera durante décadas el ‘problema catalán’. Pero pensar eso sería ingenuo. Basta con escuchar a Artur Mas afirmar que el objetivo inmediato de CiU es conseguir todo lo acordado por el Parlamento catalán. La voracidad de estos nacionalistas es inextinguible.

Las consecuencias políticas están a la vista. Zapatero se libera de ERC y vuelve a dejar sin argumentos a los populares. Si el enfado de los republicanos fuera algo más que ceremonial, la crisis viajaría a Barcelona y liquidaría el tripartito. Sería el final anticipado para Maragall, que muy posiblemente no repetirá como candidato del PSC. La película termina con un primer plano de Zapatero mostrando su beatífica sonrisa. The end.

Zapatero parecía bobo, pero ha escrito un final tan sorprendente al thriller del Estatuto que va a terminar siendo Maquiavelo. Nunca hay que menospreciar a los guionistas. A Rajoy, que esperaba ver en la última escena a Carod-Rovira hundiendo su daga en un ejemplar facsímil de la Constitución y a Zapatero repartiendo trozos de la bandera de España como quien corta las corbatas en las bodas, se le han caído al suelo todas las palomitas. En un giro inesperado de la trama, el galán de la Moncloa ha roto con el separatista del bigote, le ha declarado su amor a CiU y, de paso, se ha quitado de en medio a Maragall, que es como esos familiares pesados que uno no sabe como echar de casa al acabar el postre. La unidad de España, según parece, está ahora a salvo aunque nos vaya a salir por un pico. Auténtica pasión de gavilanes.