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Los sangrientos renglones de la historia de Israel
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Juan Carlos Escudier

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Los sangrientos renglones de la historia de Israel

Además de con sangre –la ajena, mucho más abundante que la propia- la historia reciente de Israel está escrita con arreglo a un plan minuciosamente trazado

Además de con sangre –la ajena, mucho más abundante que la propia- la historia reciente de Israel está escrita con arreglo a un plan minuciosamente trazado de construcción nacional en el que pocas cosas se improvisan. Es por ello que sólo los ingenuos o los acólitos se atreven a defender a estas alturas que el ataque a Gaza y la masacre de palestinos resultante sea, simplemente, un acto de legítima defensa ante los cohetes de Hamás, como machaconamente invoca la diplomacia hebrea. 

En un trabajo publicado esta semana en el Real Instituto Elcano, Haizam Amirah, investigador principal del centro para el Mediterráneo y el Mundo Árabe, estima que el ataque era poco menos que inevitable. Interesaba a la coalición que gobierna Israel, ansiosa por presentarse a las elecciones de febrero después de haber ajustado cuentas con Hamás en un momento de transición en EEUU; a algunos países árabes, que recelan de Hamás por su condición de fuerza islámica democráticamente elegida y que han mirado para otro lado mientras caían las bombas; a la propia Autoridad Nacional Palestina (ANP) que, expulsada de Gaza, ha supuesto que puede reimplantarse sobre las cenizas de los islamistas; e, incluso, a la propia Hamás, que pensó en encontrar legitimidad a costa del sufrimiento de los habitantes de la franja.

Si la preocupación real de Israel hubiese sido la caída de cohetes palestinos en poblaciones israelíes vecinas (preocupación comprensible por otro lado), ¿acaso no se podría haber limitado a cortar el flujo de armas a través de los túneles que conectan Gaza con el Sinaí? No parece imposible controlar poco más de 10 kilómetros de frontera ni parece que exista una incapacidad técnica para semejante colaboración israelo-egipcia”, sostiene Amirah.

 

Respecto a los dirigentes palestinos, la estrategia de Israel se ha mantenido invariable a lo largo de los años: o se les califica de terroristas con los que la negociación es imposible –la misma consideración que ahora recibe Hamás es la que tuvo en su día el propio Arafat- o se trata de debilitarles para que acepten los hechos consumados. A esta última práctica cabe atribuir tanto el aliento israelí a la formación de la “terrorista” Hamás –una manera eficiente de menoscabar a Fatah, el sustento de la ANP-, como su demonización actual, mientras se evitaba militar y políticamente que Abbas consolidara un cierto liderazgo entre la población palestina.

Una vez constatada la imposibilidad de constituir la Gran Israel con la que soñaron los pioneros del sionismo, el nuevo plan nacional, cuya paternidad cabe atribuir a Sharon, perfila los contornos de un Estado, que estará forzado a convivir con una entidad palestina, bien es cierto que reducida a la mínima expresión si se cumplen sus previsiones, y en el que la tarea mas urgente ha sido la de separar físicamente a las dos comunidades, la judía y la árabe.

Y ello para evitar que la demografía imponga su ley en las urnas. “Si llega el día en que la solución de los dos Estados fracasa y afrontamos una lucha al estilo surafricano por la igualdad del derecho al voto, el Estado de Israel estará acabado”, confesaba el primer ministro Ehud Olmert. ¿Acaso podría permitirse un Estado que presume de ser la única democracia de Oriente Medio negar el derecho de voto a sus residentes de origen palestino?

En este motivo, y no en la prevención del terrorismo y del tráfico de armas desde Cisjordania, está el origen de la construcción del oprobioso muro de 700 kilómetros que atraviesa una pequeña parte de Jerusalén, y del que la actual ministra de Exteriores, Tzipi Livni, ya dijo que dibujaba las fronteras deseadas por Israel. El apartheid aplicado a los árabes ha ido acompañado de la retirada unilateral de algunos pequeños asentamientos de colonos, que han sido reubicados en otras zonas, de la pretendida anexión definitiva de los más grandes, y de la cantonalización de los palestinos en un territorio discontinuo, fácilmente controlable desde el punto de vista militar.

Para cumplir estos objetivos, Israel precisa ganar tiempo con la esperanza de que lo realizado se entienda irreversible, y a ello se ha dedicado con la inestimable ayuda de Estados Unidos, cuyo presidente saliente, George Bush, ya comprometió el respaldo de su Administración a los asentamientos construidos en Cisjordania por considerar que el retorno a las fronteras de 1967, esto es, la devolución de los territorios palestinos ocupados, era imposible de acometer. Todo ello regado con una generosa ayuda militar y con la promesa de que Washington no aceptaría jamás la división de Jerusalén.

La última vez que Israel se sentó a una mesa de negociación fue en la Conferencia de Anápolis, a finales de 2007, con un Mahmud Abbas que no había sido capaz de impedir la pequeña guerra civil que dejó Gaza en manos de Hamás. Lo firmado daba pruebas de la debilidad del negociador palestino, que aceptó que la declaración final no hiciera referencia alguna al regreso a las fronteras de 1967 a cambio de alcanzar la meta de los dos Estados antes del final de 2008, algo inverosímil como la realidad ha demostrado.

Con el ataque a Gaza se pretende proseguir con esta táctica dilatoria, porque no se puede negociar con quien no existe o no está facultado para ser interlocutor porque no representa al conjunto de su pueblo. Como apuntaba el pasado jueves en El País Akiva Eldar, editorialista del diario israelí Haretz, la irrelevancia a la que Israel ha conducido a la Autoridad Nacional Palestina y su descrédito entre la población empuja a los más jóvenes a las mezquitas y a los campos de entrenamiento que forman terroristas. “Hamás es parte intrínseca del sistema democrático en Palestina, y la única vía para apartarla del poder es la misma por la que llegó a él: las urnas, no las balas”.

De las dos caminos posibles que se abren ante Israel –prolongar el conflicto de manera indefinida o retomar la iniciativa de paz de 2002 en la que todos los países ofrecían la normalización de sus relaciones a cambio de la retirada de los territorios ocupados y de una solución aceptable para los refugiados-, los dirigentes hebreos parecen haber optado por el primero. La historia de Oriente Medio seguirá escribiéndose con sangre porque los milagros no existen ni Obama es Merlín.

Además de con sangre –la ajena, mucho más abundante que la propia- la historia reciente de Israel está escrita con arreglo a un plan minuciosamente trazado de construcción nacional en el que pocas cosas se improvisan. Es por ello que sólo los ingenuos o los acólitos se atreven a defender a estas alturas que el ataque a Gaza y la masacre de palestinos resultante sea, simplemente, un acto de legítima defensa ante los cohetes de Hamás, como machaconamente invoca la diplomacia hebrea.