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Sobre el peso de España en el mundo
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Juan Carlos Escudier

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Sobre el peso de España en el mundo

Zapatero ha regresado eufórico de Londres, después de someter al capitalismo a una refundación que ha consistido en extender un cheque de un billón de dólares

Zapatero ha regresado eufórico de Londres, después de someter al capitalismo a una refundación que ha consistido en extender un cheque de un billón de dólares y escribir a máquina una lista de paraísos fiscales para que no se nos olvide dónde están las palmeras de dinero negro que hay que talar. El presidente está satisfecho porque ha quedado con Obama en echar unas canastas y porque, al parecer, España ha consolidado su peso en el mundo, o sea de invitado en el G-20. Ambas cosas deberían causarnos una lógica intranquilidad.

Del elevado grado de toxicidad que implica el trato íntimo con los emperadores tenemos constancia reciente. Como le ocurrió a Aznar, quizás por esas fiebres que se cogen en Moncloa, el leonés de Valladolid ha empezado a sentirse un estadista y ello, al parecer, le impele al compadreo con el amo del universo, sin que esté clara la línea en que la amistad termina para transformarse en vasallaje. Zapatero lleva mucho tiempo suspirando por esta relación porque, como canta Ismael Serrano, no tuvo Eva este Adán ni hubo asiento de atrás, y lo de la Alianza contra el Hambre pinta bien y Lula le gusta, pero sólo como amigo. Lo que sabemos por experiencia es que el sexo con Washington nos costará un ojo o un disgusto, o ambas cosas a la vez.

Esta urgencia amorosa ha conducido a situaciones claramente esperpénticas, como lo acontecido en torno al anuncio de la retirada de las tropas españolas de Kosovo, una decisión de la que no se dio cuenta a la OTAN, que es quien lleva a cabo la misión, y por la que, sin embargo, pedimos excusas a Estados Unidos, algo así como tratar de hacerse perdonar la infidelidad conyugal mandando flores a la suegra. ¿Qué le vamos a hacer si este muchacho Barak nos cae de vicio?

El arrebato de pasión no tendría mayor importancia si no fuera acompañado por una obsesión enfermiza porque se reconozca el peso de España en el mundo, que suele corresponderse con el nivel de importancia que se dan a si mismos sus gobernantes. Después de criticar que su antecesor tratara artificialmente de hacerse sitio con los pies en la mesa de los grandes y nos condujera para ello a una guerra ilegal en Iraq, Zapatero quiere ahora que nos pongamos de puntillas y metamos tripa para aparentar que somos más altos, más guapos y más rubios.

A la mayoría le parece estupendo que el presidente se siente en el G-20 y hasta que le dejen tener una silla propia y no prestada, aunque sigue siendo difícil distinguir cuál ha sido la aportación española a estas cumbres, más allá de una presunta mediación ante Sarkozy cuyo contenido se desconoce. ¿Se diferenciaba en algo la posición española sobre la pretendida refundación del capitalismo de la que defendían Francia, Alemania o el conjunto de la UE? Es más, ¿teníamos alguna posición propia?

Lo preocupante es que para conseguir el sillón a Zapatero y, de paso, llevarse a Obama al huerto o a la cancha, se quiera hacer pasar al país por una gran potencia sin explicar antes los costes que ello implica. El ansiado liderazgo exige un gasto y unos sacrificios en vidas que, quizás, los españoles no deseen permitirse. Nos podemos hacer trampas en el solitario, pero es evidente que para jugar un papel importante en el mundo tendríamos que tener un servicio diplomático mayor que el de los Países Bajos, algo que no ocurre en la actualidad, o dejar de ocupar el último puesto en presupuesto militar en relación al PIB de todos los miembros de la OTAN.

De momento, lo que tenemos es un país cuya economía representa el 2,5% del total mundial, que está muy por debajo de la media de la OCDE en gasto en educación, que sigue teniendo una inversión ridícula en innovación y cuyas patentes no alcanzan ni la cuarta parte de las que registran sus socios europeos. Tal vez esta sea la convergencia más urgente antes de plantearnos nuevas aventuras, más allá de que presumamos de multinacionales, de bancos sólidos y poco líquidos, de hablar la lengua de Cervantes y hasta del sol, las playas y sus chiringuitos, esos a los que la ministra Espinosa quiere cortar el grifo de cerveza.

Al interés nacional puede convenirle que haya soldados españoles en Afganistán, pero debería estar claro si están allí para pacificar el país, para combatir al terrorismo internacional o para agradar a Estados Unidos, como reconoce sin empacho el documento sobre política exterior que exhibe la Moncloa es un sitio de Internet: “En los últimos cuatro años se ha realizado un gran esfuerzo para impulsar las relaciones bilaterales, mediante la asunción por parte de España de compromisos militares en Afganistán, Bosnia-Herzegovina o Kosovo”. Y también sería bueno conocer si entre los valores que defendemos está la ley que el Gobierno afgano se ha sacado de la manga para obligar a las mujeres a estar disponibles para sus maridos al menos una de cada cuatro noches, cuestión sobre la que sólo Canadá ha puesto el grito en el cielo.

Se puede ser grande y conseguir la admiración del mundo por defender los derechos humanos, respetar el medio ambiente, integrar a los inmigrantes, contribuir a la lucha contra la pobreza o por servir de puente a dos continentes -Iberoamérica y África-. Y se puede mantener una relación de aliado con Estados Unidos que no implique una perpetua pleitesía. Quizás sea poca cosa para quienes echan de menos a Felipe II y el imposible ocaso sobre sus dominios, pero es porque no han probado lo bien que se vive siendo Suecia.

Zapatero ha regresado eufórico de Londres, después de someter al capitalismo a una refundación que ha consistido en extender un cheque de un billón de dólares y escribir a máquina una lista de paraísos fiscales para que no se nos olvide dónde están las palmeras de dinero negro que hay que talar. El presidente está satisfecho porque ha quedado con Obama en echar unas canastas y porque, al parecer, España ha consolidado su peso en el mundo, o sea de invitado en el G-20. Ambas cosas deberían causarnos una lógica intranquilidad.

Barack Obama